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– No les hagas caso, Jaguar. No se atreven a acercarse, pero si huelen que tenemos miedo atacarán -susurró Nadia.

Una vez más Tex Armadillo desapareció. Los dos chicos estaban en una pequeña bóveda, donde antes se almacenaban municiones y víveres. Tres aperturas daban a lo que parecían largos corredores oscuros. Alexander preguntó por señas a Nadia cuál debían escoger; ella vaciló por primera vez, confundida. No estaba segura. Cogió a Borobá, lo puso en el suelo y le dio un leve empujón, invitándolo a decidir por ella. El mono volvió a treparse a toda carrera en sus hombros: tenía horror de mojarse y de las ratas. Ella repitió la orden, pero el animal no quiso desprenderse y se limitó a señalar con una manito temblorosa la apertura de la derecha, la más angosta de las tres.

Los dos amigos siguieron la indicación de Borobá, agachados y a tientas, porque allí no había bombillos eléctricos y la oscuridad era casi completa. Alexander, quien era mucho más alto que Nadia, se golpeó la cabeza y soltó una exclamación. Una nube de murciélagos los envolvió por unos minutos, provocando un ataque de pánico en Borobá, que se sumergió bajo la camiseta de su ama.

Entonces el muchacho se concentró, y llamó al jaguar negro. A los pocos segundos podía adivinar su entorno, como si tuviera antenas. Había practicado esto por meses, desde que supo en el Amazonas que ése era su animal totémico, el rey de la selva sudamericana. Alexander tenía una leve miopía y aun con sus lentes veía mal en la oscuridad, pero había aprendido a confiar en el instinto del jaguar, que a veces lograba invocar. Siguió a Nadia sin vacilar, «viendo con el corazón», como hacía cada vez más a menudo.

Súbitamente Alex se detuvo, sujetando a su amiga por el brazo: en ese punto el pasadizo daba una brusca curva. Más adelante había un leve resplandor y hasta ellos llegó claramente un murmullo de voces. Con grandes precauciones, asomaron la cabeza y vieron que tres metros más adelante el corredor se abría en otra bóveda, como aquella donde habían estado poco antes.

Tex Armadillo, el hombre del ropaje negro y otros dos individuos vestidos del mismo modo se encontraban de cuclillas en el suelo en torno a una lámpara de aceite, que emitía una luz débil pero suficiente como para que los muchachos pudieran verlos bien. Era imposible acercarse más, porque no tenían dónde ocultarse; sabían que de ser sorprendidos lo pasarían muy mal. Por la mente de Jaguar pasó fugazmente la certeza de que nadie sabía dónde se encontraban. Podían perecer en esos sótanos sin que nadie encontrara sus restos en varios días, tal vez semanas. Se sentía responsable por Nadia, después de todo había sido idea suya seguir a Tex y ahora se hallaban en ese atolladero.

Los hombres hablaban en inglés y la voz de Tex Armadillo era clara, pero los otros tenían un acento prácticamente incomprensible. Era evidente, sin embargo, que se trataba de una negociación. Vieron a Tex Armadillo entregarle un fajo de billetes a quien tenía aspecto de ser el jefe del grupo. Luego los oyeron discutir largamente sobre lo que parecía ser un plan de acción que incluía armas de fuego, montañas, y tal vez un templo o un palacio, no estaban seguros.

El jefe desdobló un mapa sobre el piso de tierra, lo estiró con la palma de la mano y con la punta de su cuchillo indicó a Tex Armadillo una ruta. La luz de la lámpara de aceite daba de lleno sobre el hombre. Desde la distancia en que se encontraban, no podían ver bien el mapa, pero distinguieron con nitidez una marca grabada a fuego sobre la mano morena y notaron que el mismo dibujo se repetía en la cacha de hueso del cuchillo. Era un escorpión.

Alex calculó que habían visto suficiente y debían retroceder antes que esos hombres dieran por terminado su encuentro. La única salida de la bóveda era el corredor donde ellos se encontraban. Debían alejarse antes que los conspiradores decidieran regresar, de otro modo serían sorprendidos. Nuevamente Nadia consultó a Borobá, quien fue señalando el camino desde el hombro de su ama sin vacilar. Aliviado, Alexander, recordó lo que su padre solía aconsejarle cuando trepaban montañas juntos: «Enfrenta los obstáculos a medida que se presenten, no pierdas energía temiendo lo que pueda haber en el futuro». Sonrió pensando que no debía preocuparse tanto, ya que no siempre era él quien estaba a cargo de la situación. Nadia era una persona llena de recursos, como había demostrado en muchas ocasiones. No debía olvidarlo.

Quince minutos más tarde habían llegado al nivel de la calle y pronto percibieron las voces de los turistas. Apuraron el paso y se mezclaron con la multitud. No volvieron a ver a Tex Armadillo.

– ¿Sabes algo de escorpiones, Kate? -preguntó Alexander a su abuela, cuando se reunieron con ella en el hotel.

– Algunos de los que hay en India son muy venenosos. Si te pican, puedes morir. Espero que no sea el caso, porque eso podría atrasarnos el viaje, no tengo tiempo para funerales -replicó ella fingiendo indiferencia.

– No me ha picado ninguno todavía.

– ¿Por qué te interesa, entonces?

– Quiero saber si el escorpión significa algo. ¿Es un símbolo religioso, por ejemplo?

– La serpiente lo es, sobre todo la cobra. Según la leyenda, una cobra gigantesca protegió a Buda durante su meditación. Pero no sé nada de los escorpiones.

– ¿Puedes averiguarlo?

– Tendría que comunicarme con el pesado de Ludovic Leblanc. ¿Estás seguro de que quieres pedirme semejante sacrificio, hijo? -masculló la escritora.

– Creo que puede ser muy importante, abuela, perdón, digo Kate…

Ella enchufó su pequeño ordenador y mandó un mensaje al profesor. Dada la diferencia de hora era imposible hablarle por teléfono. No sabía cuándo le llegaría la respuesta, pero esperaba que fuese pronto, porque no sabía si después podrían comunicarse desde el Reino Prohibido. Obedeciendo a una corazonada, envió otro mensaje a su amigo Isaac Rosenblat, para preguntarle si sabía algo de un dragón de oro, que supuestamente existía en el país adonde se dirigían. Ante su sorpresa, el joyero respondió de inmediato:

¡Muchacha! ¡Qué alegría saber de ti! Por supuesto que sé de esa estatua, todo joyero serio conoce la descripción, porque se trata de uno de los objetos más raros y más preciosos del mundo. Nadie ha visto el famoso dragón y no ha sido fotografiado, pero existen dibujos. Tiene unos sesenta centímetros de largo y se supone que es de oro macizo, pero eso no es todo: el trabajo de orfebrería es muy antiguo y muy bello. Además está incrustado de piedras preciosas; sólo los dos perfectos rubíes estrella, absolutamente simétricos que, según la leyenda, tiene en los ojos, cuestan una fortuna. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Supongo que no estarás planeando robar el dragón, como hiciste con los diamantes del Amazonas?

Kate aseguró al joyero que eso era exactamente lo que pretendía y decidió no repetirle que los diamantes habían sido encontrados por Nadia. Le convenía que Isaac Rosenblat la creyera capaz de haberlos robado. Calculó que así no decaería el interés de su antiguo enamorado por ella. Lanzó una carcajada, pero enseguida la risa se convirtió en tos. Buscó en uno de sus múltiples bolsillos y extrajo su cantimplora con el remedio del Amazonas.

La respuesta del profesor Ludovic Leblanc fue larga y confusa, como todo lo suyo. Comenzaba con una laboriosa explicación de cómo él, entre sus muchos méritos, había sido el primer antropólogo en descubrir el significado del escorpión en la mitología sumeria, egipcia, hindú y, bla bla bla, veintitrés párrafos más sobre sus conocimientos y su propia sabiduría. Pero salpicados por aquí y por allá en los veintitrés párrafos, había varios datos muy interesantes, que Kate Cold debió rescatar de esa maraña. La vieja escritora dio un suspiro de fastidio, pensando cuán difícil resultaba soportar a ese petulante. Tuvo que releer varias veces el mensaje para resumir lo importante.