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– Pues contesta.

– Aliso venía a menudo por aquí. Siempre intentaba ligarse a las chicas; les prometía una carrera en el cine, bueno, lo típico, pero las muy tontas seguían cayendo de cuatro patas. En los últimos dos años Tony me costó tres de mis mejores bailarinas. Ahora están en Los Ángeles; el tío las dejó colgadas en cuanto se cansó de ellas. Nunca aprenderán.

– ¿Por qué le dejabas entrar si se llevaba a tus chicas?

– Porque se gastaba mucha pasta aquí dentro. Además, en Las Vegas nunca hay escasez de chocho.

Bosch cambió el rumbo de la conversación.

– ¿Y el viernes? ¿Estuvo aquí?

– No, no me… Ah, sí, sí que vino. Lo vi. por la pantalla.

Con la mano derecha señaló un panel de monitores de vídeo que mostraban el club y la puerta desde todos los ángulos. Era un montaje tan impresionante como el que Hank Meyer le había enseñado en el Mirage.

– ¿Tú recuerdas haberlo visto, Dandi? -le preguntó el rubio al del esmoquin.

– Sí, estuvo aquí.

– Ya lo oyes. Estuvo aquí.

– ¿No hubo problemas? ¿Vino y se fue?

– Eso es.

– Entonces, ¿por qué despediste a Layla?

El rubio hizo una mueca.

– Ah, ya veo -dijo-. Eres uno de esos tíos que enredan a la gente con palabras.

– Puede ser.

– Pues no te molestes. Layla era el último rollo de Tony, es verdad, pero ya se ha ido.

– ¿Qué le pasó?

– Ya lo sabes; la despedí. El sábado por la noche.

– ¿Por qué?

– Por romper las normas de la casa. Pero da igual, porque eso no te importa.

– ¿Cómo me has dicho que te llamas?

– No te lo he dicho.

– Pues si quieres te llamo gilipollas. ¿Qué te parece?

– La gente me llama Lucky. ¿Podemos acabar con esto, por favor?

– Pues claro. Sólo dime qué le pasó a Layla.

– Vale, vale. Aunque pensaba que habías venido a hablar de Tony. Al menos, eso es lo que dijo Randy.

– Rhonda.

– Rhonda, eso es.

Bosch estaba perdiendo la paciencia, pero hizo un esfuerzo y esperó a que contestara.

– Layla… Bueno, el sábado por la noche se peleó con otra chica. La cosa se puso fea y tuve que elegir. Modesty es una de mis mejores bailarinas, de las más productivas, y me dio un ultimátum: o se va Layla o me voy yo. Joder, la tía vende de diez a doce botellines de champán cada noche. No había color. Quiero decir, que Layla es buena y muy guapa, pero no es Modesty. Modesty es la mejor.

Bosch sólo asintió. De momento la historia coincidía con el mensaje que Layla había dejado en el contestador de Aliso. Al pedirle su versión del asunto al rubio, Bosch lo estaba poniendo a prueba.

– ¿Por qué se pelearon Layla y la otra chica? -inquirió.

– Ni lo sé ni me importa. Supongo que fue la típica bulla entre tías. No se cayeron bien desde el principio. Verás, cada club tiene su mejor chica, y la nuestra es Modesty. Layla quería desbancarla, pero Modesty no se dejaba. De todos modos, Layla fue un problema desde que llegó. A ninguna de las chavalas les gustaba su actitud; les copiaba las canciones, se ponía polvos aunque yo se lo tenía prohibido y no dejaba de dar la vara. Me alegro de que se haya ido. Yo tengo que llevar un negocio; no puedo perder el tiempo cuidando a coñitos malcriados.

– ¿Polvos?

– Sí, esa purpurina que se ponen para que les brille el chocho. El único problema es que se pega a los idiotas de ahí fuera. Si una tía baila encima de ti el que acaba con la bragueta brillante eres tú. Cuando llegas a casa, tu mujer lo descubre y te cae una bronca que no veas. Yo pierdo clientes y eso no puede ser. Si no hubiese sido por Modesty, habría sido por otra cosa. A Layla la eché en cuanto se me puso a tiro.

Bosch pensó en la historia durante unos instantes.

– De acuerdo -le dijo finalmente-. Dame su dirección y me voy.

– No puedo.

– No me vengas con gilipolleces. Pensaba que estábamos de acuerdo; déjame ver las nóminas. Tiene que haber alguna dirección.

Lucky sonrió y negó con la cabeza.

– ¿Nóminas? ¿Te crees que les pagamos un duro? Son ellas las que tendrían que pagarnos a nosotros. Actuar aquí es un chollo para ellas.

– Tenéis que tener un número de teléfono o una dirección. ¿O quieres que arreste a Dandi por agredir a un oficial de la policía?

– No tenemos ni su dirección ni su teléfono, Bosch. ¿Qué quieres que te diga? -El hombre le mostró sus manos vacías-. No tengo las señas de ninguna de las chicas. Yo preparo un programa y ellas vienen y bailan. Si un día no se presentan, se acabó. Ya lo ves; simple y eficaz. Así es como trabajamos -explicó el rubio-. En cuanto a lo de Dandi, haz lo que te dé la gana. Pero recuerda que tú eres el tipo que entró aquí solo, sin decir quién era ni lo que quería, que se bebió cuatro cervezas en menos de una hora e insultó a una de nuestras bailarinas antes de que le pidiéramos que se marchase. Será muy fácil conseguir declaraciones juradas que confirmen nuestra versión.

El hombre volvió a mostrarle las palmas de las manos, en un gesto que significaba que era a Bosch al que le tocaba mover ficha. A él no le cabía ninguna duda de que Yvonne y Rhonda contarían lo que les ordenaran, así que decidió retirarse con una sonrisa irónica.

– Buenas noches -dijo, dirigiéndose hacia la puerta.

– Buenas noches -respondió el hombre a su espalda-. Y vuelve un día a ver el espectáculo.

La puerta se abrió mediante un dispositivo electrónico que debía de controlarse desde la mesa. Dandi le cedió el paso a Bosch y lo siguió hasta la calle. En el porche Harry le dio el ticket de aparcamiento a un mexicano más arrugado que una pasa. Mientras éste iba a buscar el coche, Dandi y Bosch esperaron en la acera.

– No me guarda rencor, ¿no? -preguntó Dandi cuando finalmente divisaron el automóvil-. Yo no sabía que era policía.

– No, sólo pensabas que era un cliente.

– Ya, bueno, yo sólo obedecí al jefe.

Dandi le tendió la mano para hacer las paces. Bosch vio de reojo que su coche se acercaba y, con un movimiento rápido, tiró de la muñeca del matón y le dio un rodillazo en la entrepierna. Dandi gimió y se dobló sobre sí mismo. Entonces Bosch le soltó la mano y, con gran destreza, le levantó la chaqueta por detrás para taparle la cara e inmovilizarle los brazos y lo golpeó en plena cara con la rodilla. Dandi cayó de espaldas sobre el capó de un Corvette negro estacionado junto a la puerta. En ese mismo instante, el aparcacoches mexicano saltó del automóvil de Bosch y se lanzó a defender a su jefe.

– No lo haga -le advirtió Bosch, alzando un dedo para detenerlo. El mexicano, viejo y flaco, no tenía ninguna oportunidad y Harry no tenía ningún interés en enfrentarse con gente inocente.

El hombre consideró su situación mientras Dandi se lamentaba con el rostro oculto bajo la chaqueta del esmoquin. Finalmente levantó los brazos en señal de rendición y dio un paso atrás para que Bosch pudiera abrir la puerta de su coche.

– Veo que al menos hay alguien que toma decisiones inteligentes -comentó Bosch al entrar en su vehículo.

A través del parabrisas Bosch vio el cuerpo de Dandi que se deslizaba por el capó del Corvette y se precipitaba sobre la acera, mientras el aparcacoches corría en su auxilio.

Ya en Madison Avenue, Bosch miró por el retrovisor. El empleado estaba quitándole la chaqueta a su jefe y, en ese momento, Bosch distinguió una mancha de sangre en su camisa blanca.

Harry estaba demasiado nervioso para volver al hotel a dormir. Además, su cabeza era un remolino de emociones. Ver a la bailarina desnuda le había afectado; ni siquiera la conocía, pero tenía la sensación de haber invadido un mundo muy íntimo que no le pertenecía. También estaba furioso consigo mismo por haber agredido al matón, Dandi. Pero sobre todo, le preocupaba lo mal que había llevado todo el asunto. Había ido al club de strip-tease para localizar a Layla, pero no había sacado nada en claro. Como mucho, había hallado una posible explicación a las motas brillantes que aparecieron en las vueltas de los pantalones de Tony Aliso y en el desagüe de su ducha. Pero no era suficiente. Por la mañana tenía que regresar a Los Ángeles y aún no había descubierto nada.