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Ella asintió, adormilada.

– Vale. Aquí estaré.

Por primera vez desde que había llegado a Las Vegas, fuera hacía fresco. Bosch encendió su primer cigarrillo del día de camino al coche. Conduciendo por Sands en dirección al Strip, contempló las montañas del oeste de la ciudad bañadas por la luz dorada del amanecer.

El Strip todavía estaba iluminado por un millón de rótulos fluorescentes, aunque a esa hora había disminuido la cantidad de gente en la acera. De todos modos, Bosch se quedó fascinado con el espectáculo de luces de todos los colores y formas imaginables. Era una explosión de megavatios concebida para incitar la codicia veinticuatro horas al día. Bosch no pudo evitar experimentar la misma atracción que sentía todo el mundo. Las Vegas era como una de las putas que recorren Sunset Boulevard; incluso los hombres felizmente casados les echaban un vistazo, aunque sólo fuera un segundo, para hacerse una idea de lo que había en oferta, para darse algo en que pensar.

Las Vegas poseía un atractivo visceral: la cruda promesa de dinero y sexo. No obstante, la primera era una promesa rota, un espejismo, mientras que el sexo estaba minado de peligros, gastos y riesgos físicos y mentales. Ahí era donde verdaderamente la gente se la jugaba.

Cuando Harry llegó a su habitación, el indicador de mensajes parpadeaba. Al llamar a recepción le informaron de que un tal capitán Felton lo había llamado a la una, luego otra vez a las dos y después una tal Layla a las cuatro. Nadie había dejado recados ni números de teléfono. Bosch colgó y frunció el ceño; era demasiado temprano para llamar a Felton. Sin embargo, lo que más le interesaba era la llamada de Layla. Si realmente era ella, ¿cómo había logrado localizarlo?

Bosch dedujo que habría sido a través de Rhonda. La noche anterior, cuando había llamado desde el despacho de Tony Aliso en Hollywood, le había preguntado a Rhonda cómo se iba al club desde el Mirage. Ella podría habérselo dicho a Layla. Bosch se preguntó por qué había llamado. Tal vez no sabía nada de Tony hasta que Rhonda se lo dijo.

De todos modos, Bosch decidió dejar a Layla de momento. Con los descubrimientos que había hecho Kizmin Rider sobre las finanzas de Aliso, el enfoque del caso parecía estar cambiando. Encontrar a Layla era importante, pero su prioridad en esos momentos era regresar a Los Ángeles. Bosch llamó a Southwest y reservó un vuelo para las diez y media de la mañana. De ese modo tendría tiempo de hablar con Felton, pasarse por la agencia de alquiler de coches que Rider le había comentado y llegar a Los Ángeles antes de la hora de almorzar.

Bosch se quitó la ropa y se dio una buena ducha caliente para desprenderse del sudor de la noche anterior. Luego se enrolló una toalla a la cintura y utilizó la otra para limpiar el vaho del espejo y poder afeitarse. Bosch notó que el labio inferior se le había hinchado como un globo, y el bigote apenas lo tapaba. Tenía los ojos rojos e inyectados en sangre. Al sacar el frasco de colirio de su neceser, se preguntó si Eleanor lo habría encontrado atractivo.

Cuando regresó al dormitorio para vestirse, vio a un desconocido sentado en una silla junto a la ventana. El hombre sostenía un periódico, que depositó sobre la mesa en cuanto Bosch entró con una toalla como única vestimenta.

– Bosch, ¿no?

Bosch miró hacia la cómoda y vio que su pistola seguía allí. Aunque el arma estaba más cerca del hombre que de él, pensó que, con un poco de suerte, tal vez podría alcanzarla más rápidamente.

– Tranquilo -dijo el hombre-. Estamos en el mismo bando; soy policía, en la Metro. Me envía Felton.

– ¿Y qué coño haces en mi habitación?

– Llamé a la puerta, pero nadie me contestó. Como oí la ducha, le pedí a un amigo de abajo que me abriera. No quería esperar en el pasillo. Venga, vístete. Luego te contaré lo que pasa.

– Enséñame tu documentación.

El hombre se acercó a Bosch y, con gesto aburrido, se sacó una cartera del bolsillo interior de la americana. A continuación le mostró la placa y su identificación.

– Iverson, de la Metro. Me manda el capitán Felton.

– ¿Y por qué tenías que entrar por la fuerza?

– Oye, yo no he entrado por la fuerza. Llevamos toda la noche llamando sin que nadie conteste. Queríamos saber si estabas bien y, bueno…, el capitán quiere que estés presente durante la detención y por eso me ha enviado a buscarte. Tenemos que irnos. ¿Por qué no te vistes?

– ¿Qué detención?

– Eso es lo que estoy intentando contarte, si es que te vistes y podemos irnos de una vez -respondió Iverson-. Has dado en el clavo con esas huellas que nos trajiste.

Bosch lo miró un instante e inmediatamente se dirigió al armario para coger un par de pantalones y calzoncillos. Después se fue al baño para ponérselos. Cuando volvió al dormitorio, sólo le dijo una palabra a Iverson:

– Explícate.

Bosch terminó de vestirse rápidamente mientras Iverson le comenzaba a describir la situación.

– ¿Te suena el nombre de Joey El Marcas?

Tras pensar un instante, Bosch contestó que le sonaba, pero no sabía de qué.

– Bueno, eso era antes de que intentara ir de legal; ahora se hace llamar Joseph Marconi. Le pusieron ese mote porque eso es lo que hacía; dejar marcado a cualquiera que se atravesara en su camino.

– ¿Quién es?

– Es el tío de la Organización en Las Vegas. ¿Sabes a qué me refiero?

– Sí, a la mafia de Chicago. Lo controlan todo al oeste del Misisipí, incluido Las Vegas y Los Ángeles.

– Vaya, has estudiado geografía. Pues seguramente no tendré que darte muchas lecciones sobre quién es quién por aquí. Ya te haces una idea.

– ¿Quieres decir que las huellas que traje pertenecen a Joey El Marcas?

– Ojalá. Pero sí que son de uno de sus hombres más importantes y eso, Bosch, es como maná del cielo. Hoy vamos a sacar a ese tío de la cama, lo detendremos y luego lo convenceremos de que se pase a nuestro bando. A través de él conseguiremos atrapar al Marcas. Hace más de diez años que tenemos clavada esa espina.

– ¿No se te olvida algo?

– No, no creo. Ah, sí. Por supuesto, tú y el Departamento de Policía de Los Ángeles tendréis siempre nuestro eterno agradecimiento.

– No. Te olvidas de que éste es mi caso, no el vuestro. ¿Pretendíais detener a ese tío sin siquiera consultármelo?

– Intentamos llamarte. Ya te lo he dicho. -Iverson parecía dolido.

– ¿Y qué? ¿Como no me encontráis, decidís tirar el plan adelante?

Iverson no respondió. Bosch terminó de atarse los zapatos y se levantó; listo para salir.

– Vámonos. Llévame con Felton. No os entiendo, la verdad.

En el ascensor Iverson le dijo a Bosch que, aunque quedaba constancia de su objeción, era demasiado tarde para dar marcha atrás. En esos momentos los dos policías se dirigían a un puesto de control en el desierto, desde el cual asaltarían la casa del sospechoso, situada cerca de las montañas.

– ¿Dónde está Felton?

– En el puesto de control.

– Muy bien.

Iverson permaneció en silencio durante la mayor parte del trayecto, lo cual le permitió a Bosch analizar los últimos acontecimientos. De pronto, Harry comprendió que tal vez Tony Aliso estaba blanqueando dinero para Marconi. El Marcas era el señor X al que se refería Rider.

Luego la cosa se complicó; la inspección fiscal puso en peligro todo el montaje y, en consecuencia, al propio señor X. El Marcas lo solucionó liquidando al blanqueador.

La historia tenía lógica, pero todavía quedaban algunos cabos sueltos. El asalto al despacho de Aliso se había producido dos días después del asesinato. ¿Por qué esperaron hasta entonces y por qué razón no se llevaron todas las cuentas de la empresa? Aquellos papeles -si relacionaban a Marconi con las empresas fantasmas- podían resultar tan perjudiciales para él como el propio Aliso. Bosch se preguntó si el asesino y el asaltante habrían sido la misma persona y concluyó que no parecía probable.