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– ¡Maldita sea!

Era imprudente gritar de ese modo, aunque estuviera sola, porque, incluso con las precauciones que había tomado, Maxwell podría regresar en cualquier momento. Muy contrariada, volvió al piso inferior y se dedicó a inspeccionar las otras divisiones de la planta baja, aparte del salón: la cocina, el comedor, el interior de una pequeña despensa y una sala que hacía las veces de lavandería casera. No descubrió nada sospechoso en ninguno de esos lugares. Para completar la inspección de la casa sólo le restaba el sótano, donde tampoco pudo entrar porque, como la habitación de Maxwell, estaba cerrado con llave.

Audrey se sintió decepcionada y furiosa. Su infructuosa revisión de la planta baja había acabado de consumir su tiempo. Peor aún. Pasaban ya veinte minutos del límite. Tenía que marcharse ahora mismo. Con los ojos brillándole de rabia, entró en el salón para recoger su abrigo. Ya con él en la mano, abrió la puerta principal. Sólo después de hacerlo se dio cuenta de que no había comprobado antes si estaba realmente conectada a una alarma. No era así, por suerte para ella. Salió al porche. Todo seguía igual a como estaba una hora y media antes, salvo porque había menos luz. Faltaba poco para la puesta de sol. Audrey inspiró una gran bocanada del aire gélido y limpio. La puerta empezó a cerrarse lentamente a su espalda. Se había convencido a sí misma para entrar en la casa de Maxwell diciéndose que quizá no volviera a tener una oportunidad como aquella. Pues bien, si eso era cierto, si ésta había sido su única oportunidad, entonces la había desperdiciado de todos modos.

Audrey se abalanzó hacia la puerta cuando estaba ya a punto de cerrarse.

– ¡Nunca! -gritó.

Atravesó el recibidor como una exhalación y entró en la cocina. De ella salió con un cuchillo enorme. Corrió escaleras arriba, subiendo los escalones de tres en tres, siempre con el cuchillo en la mano. Corrió también por el pasillo del piso de arriba hasta plantarse, jadeando, frente al cuarto de Maxwell.

– ¡Nunca! -repitió.

Su grito se fundió con el crujido que emitió la madera de la puerta al ser atacada con el cuchillo. Audrey lo agarraba con ambas manos.

– ¡NUNCA!

Golpeó una y otra vez la madera en torno a la cerradura. Siguió haciéndolo incluso después de que ésta cayera al suelo dentro de la habitación, con un ruido metálico.

– ¡TE VAYAS CON EXTRAÑOS!

Era la frase del cuento de Bobby Bop que Audrey había leído: «Nunca, nunca, nunca te vayas con extraños».

La puerta, ya libre, se abrió por sí sola con una gracilidad fuera de lugar. Audrey pudo finalmente ver el interior del cuarto de Anthony Maxwell.

Era una aberración. Aunque no lo sería si perteneciera a un niño… La cama, minúscula para el tamaño de Maxwell, tenía las orejas del ratón Mickey en la cabecera. Los laterales eran negros, como los brazos del roedor de Disney, y acababan en dos piezas de madera con forma de guantes blancos. Bajo la cama había una alfombra colorida, llena de otros alegres personajes de dibujos animados: el pato Donald y sus sobrinos, Minnie, Daisy. Del techo pendía un colgante móvil, como los que se ponen sobre las cunas de los bebés. Con un esfuerzo enorme, Audrey accionó un proyector que había sobre una mesilla de noche, también minúscula y con dibujos de Winnie the Pooh. Se inició una música infantil, al ritmo de la que empezaron a girar en el techo las imágenes de perros y gatos, de la luna y las estrellas, de vacas y ovejas sonrientes. Era aterrador imaginarse a un hombre de cincuenta años tumbado en aquella cama minúscula, contemplado arrobado, en la oscuridad, las imágenes luminosas del techo, justo antes de dormirse. Pero más aterrador aún era lo que había en las paredes del cuarto. Audrey recordó los símbolos que Daniel había pintado en la pared de la sala de terapia de la residencia de ancianos, con tinta que parecía sangre. Supo ahora que eso no fue casual. Debía tratarse de una broma macabra del Demonio, porque también estas paredes estaban pintadas. No con los símbolos de las cartas Zener, sino con algo incomparablemente peor. Eran dibujos hechos por el propio Maxwell, aunque podrían haber salido de la mano de un niño. Había escenas de muchos tipos, todas ellas dibujadas con el trazo irregular y la ausencia de proporciones habituales en los dibujos infantiles. A Audrey le costó darse cuenta de que había un patrón en aquel caos aparente, de que era posible encontrar historias entre la multitud de dibujos.

La dulce música del proyector continuaba sonando, y las sonrientes figuras del techo seguían dando vueltas sobre su cabeza cuando Audrey se desplomó en el suelo. Acababa de encontrar en la pared el dibujo de un payaso que sujetaba unos globos (el interior de los globos no estaba pintado, pero Audrey supo que eran amarillos). Una de las historias que contaba la pared, era la de su hijo Eugene…

En un dibujo aparecían una mujer y un niño junto a una noria. En el siguiente, se les unía el payaso con los globos. En el tercer dibujo, la mujer, Audrey, ya no aparecía (perdió de vista a su hijo durante medio minuto, el tiempo que tardó en comprarle a Eugene algodón dulce).

Audrey lloraba. ¿Por qué tuvo que comprar aquel maldito algodón dulce? Eugene estaría aún con ella si no lo hubiera perdido de vista. Su hijo no habría tenido la oportunidad de marcharse con ningún extraño, con el payaso de los globos amarillos. Audrey miró el cuarto dibujo. El niño y el payaso estaban dentro de un coche. Los dos sonreían. El quinto dibujo era el penúltimo. Una luna en cuarto creciente, y cinco estrellas, iluminaban una zona campestre donde había un río y varios árboles. No se veía ni al niño ni al payaso, pero sí aparecían los globos amarillos, que estaban atados a un seto. Audrey se obligó a mirar el último dibujo, cuyos trazos vio borrosos por las lágrimas. Mostraba de nuevo el interior de un coche. Ahora, el payaso estaba solo.

Capítulo 28

Boston.

Albert Cloister se sentó en un banco de la iglesia protestante de la Trinidad, en la avenida Saint James. No quería volver al colegio de los jesuitas. Prefería estar en un lugar de oración, percibiendo la energía vital de otras personas que, como él, elevaran sus súplicas al Señor. Por mucho que había intentado desvelar el significado de la cifra 4-45022-4, su esfuerzo había sido de momento en vano. Se suponía que el libro al que hacía referencia ese número estaba lejos de Boston, pero cerca de su morada espiritual, y en un lugar que él conocía bien. Un lugar en el que tuvo las primeras noticias de la entidad.

Su morada espiritual podía ser Roma o quizá Chicago. Esta última ciudad había sido su casa, y allí se hallaba el lugar en el que decidió seguir los caminos de Dios. Por su parte, en Roma estaban el Papa y la sede de los Lobos de Dios, el centro de operaciones de su labor como sacerdote y como investigador de los sucesos paranormales. Aunque ahora, aquel lobo al servicio del Todopoderoso, que protegía a los corderos del Señor, estaba sentado en la nave central de una iglesia protestante en medio de la ciudad de Boston, dándole vueltas a un acertijo que no comprendía. ¿O podía ser que…?

De pronto, una idea furtiva se deslizó entre sus neuronas, casi como una lombriz de tierra que aparece un momento y vuelve a desaparecer de inmediato. Aquel número debía de ser la signatura de un libro. Cuatro, pausa, cuatro, cinco, cero, dos, dos, pausa, cuatro… Una signatura, pero… ¿de dónde? ¿Dónde había visto números como éste, cerca de su morada espiritual? Algo estaba a punto de emerger, lo sentía como un zumbido eléctrico.

¡Claro! Ese tipo de numeración era el habitual en la Biblioteca Nacional de España, con sede en la ciudad de Madrid.

Todo era coherente con lo que dijo la entidad. Madrid estaba cerca de la morada espiritual romana, el Vaticano; en Ávila, provincia que linda con la de Madrid, se hallaba el pueblecito de Horcajo de las Torres, donde la frase «TODO ES INFIERNO» apareció ante los ojos de Cloister por vez primera. Y era un lugar bien conocido para el sacerdote, ya que en el decimonónico edificio de la Biblioteca Nacional de España había pasado muchas horas revisando legajos y manuscritos, códices y documentos de la antigüedad como investigador acreditado. Allí había trabado amistad con el jefe de prensa de la Biblioteca, Cecilio Gracia, un hombre culto y sagaz, de gran corazón y rauda inteligencia. Lo primero que debía hacer era telefonearle para confirmar sus sospechas.