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Ejecutó el plan con una precisión militar. Le llevó menos de diez minutos alcanzar el tejado, a cambio sólo de unos cuantos rasguños sin importancia. No obstante, Audrey jadeaba. A partes iguales por el esfuerzo físico y la tensión nerviosa.

La chimenea le quedaba ahora a un par de metros, pero debía ser precavida antes de avanzar. La lluvia de la noche anterior había vuelto resbaladizas a las tejas. Un pequeño descuido y caería seis metros antes de golpearse contra el suelo. Contuvo la respiración durante gran parte del tiempo que invirtió en llegar hasta la chimenea de piedra. Su presencia espantó al gorrión que descansaba sobre ella, puede que el mismo que le dio a Audrey la idea de colarse por el tejado. Verificó con alivio que la cobertura metálica de la chimenea podía realmente quitarse. Tenía unas patillas verticales soldadas a una pieza metálica rectangular que encajaba en la estructura de piedra. A Audrey le bastó tirar con fuerza hacia arriba para retirar toda la pieza.

Había completado un paso más. Respiró aliviada, aunque su blusa estaba húmeda de sudor y notaba la garganta seca. Era un momento crucial, en el que debía establecer dos cuestiones: si cabía o no por el hueco de la chimenea, y si Maxwell la había encendido esa mañana. Audrey había oído hablar alguna vez en las noticias, de ladrones atascados en chimeneas cuando intentaban acometer uno de sus «trabajos». Pero confiaba en que eso no le ocurriera también a ella. Era delgada y el hueco parecía más que suficiente para alojar su cuerpo. Quedaba por responder entonces la otra cuestión, la de si Maxwell había encendido el fuego esa mañana. En tal caso, la escalera interior de hierro estaría muy caliente y Audrey no podría bajar por ella. Recordaba con nitidez haber visto a Maxwell ir en busca de leña al cobertizo, pero juraría que no había llegado a usar la chimenea. La decisión estaba tomada.

– Vamos allá -se animó a sí misma.

Encaramada en el tope de la chimenea, tuvo la buena idea de quitarse los zapatos y guardarlos bajo sus ropas, y también de dejarse puestos los guantes. De ese modo no llenaría el salón y el resto de la casa de Maxwell de delatoras huellas y pisadas negras. Eso suponiendo que lograra entrar, claro estaba. Tanteó con el pie hasta dar con el primer escalón de hierro, y luego se sumió en la impenetrable oscuridad del cañón de la chimenea. Bajó muy despacio, poniendo atención antes de cada nuevo avance. A medio camino, empezó a sentir un picor casi insoportable en la nariz, por culpa del fino polvo de hollín, que también comenzaba a irritarle los ojos y a adherírsele a su garganta seca. Los deshollinadores merecían cada centavo que cobraban por limpiar chimeneas como ésta. Se esforzó por no estornudar, y rogó para que no hubiera un nido de pájaros o de murciélagos en algún hueco. Gritaría si un ser alado emergía súbitamente de la negrura.

Por fin empezó a entrar más claridad por debajo de sus pies que por su cabeza. Le faltaban cuatro escalones para llegar a la base de la chimenea, pero no se apresuró. También en este caso valía el principio de dar sólo un paso cada vez. Fue contando mentalmente los cuatro que le faltaban para llegar al suelo: cuatro, tres, dos, uno…

Las cenizas del lecho de piedra estaban frías. A un lado, se apilaban los troncos que Maxwell había ido a buscar por la mañana al cobertizo. Audrey se quitó los guantes y los metió, dados la vuelta, dentro de un bolsillo. A pesar de sus cuidados al bajar, el abrigo no estaba demasiado limpio. Decidió quitárselo y ponerlo sobre la leña para evitar dejar manchas por la casa. Lo recogería antes de marcharse. Las ropas por debajo del abrigo sí estaban casi libres de hollín. Así es que, después de sacudirse los pies y volver a ponerse los zapatos, estaba lista para inspeccionar el interior de la casa de Maxwell.

Aún no podía creer que lo hubiera conseguido. En su cara manchada de hollín brillaron los dientes blancos de una sonrisa. Pero ésta se esfumó rápidamente al tomar verdadera conciencia de dónde se encontraba y de qué la había conducido hasta allí. Miró el reloj, de nuevo con un gesto preocupado. Quedaban menos de veinte minutos para llegar al límite que se había impuesto.

El salón no tenía nada de excepcional. Era como cualquier otro refugio de una persona adulta, soltera, sin problemas económicos y con gusto. Había dos sofás, un sillón antiguo de cuero frente a la chimenea, muebles caros, lámparas de pie, y muchas estanterías de madera llenas de libros. Y había también algunos caprichos, como una pantalla grande de plasma, una PlayStation y un costoso equipo de alta fidelidad de la marca Marantz. Audrey sintió un escalofrió al darse cuenta de que aquel salón podría ser el suyo.

Decidió ir al piso de arriba, donde imaginó que estaban las habitaciones. Si había algo que descubrir, la zona más íntima de una casa, aquella en la que uno dormía, era el mejor sitio donde comenzar la búsqueda.

Faltaba un cuarto de hora.

La primera habitación en la que Audrey entró era el lugar de trabajo de Maxwell. Había un ordenador sobre una mesa, algunos papeles sueltos con notas manuscritas, y dos estanterías con todos los cuentos publicados de Bobby

Bop, el pseudónimo literario de Maxwell. Audrey sacó uno de los ejemplares. El tiempo se le echaba encima, pero quería satisfacer su curiosidad. Abrió el cuento por la primera página. Los dibujos eran redondeados y simples, como suelen serlo en los cuentos destinados a los niños más pequeños. Un tren sonriente echaba humo por su chimenea y, a su lado, sobre la hierba llena de flores, estaba el héroe del cuento, Bobby Bop.

– Tiene su cara -dijo Audrey, con sorpresa y repulsión.

El rostro de Bobby Bop era tosco y estaba muy simplificado, pero existía un parecido innegable entre él y Anthony Maxwell, su creador.

Ensimismada, Audrey empezó a leer el texto de grandes letras:

¡Buenos días, señor Tren!¡Buenos días, Bobby Bop! ¿Qué vas a enseñar hoy a los niños?

Audrey siguió leyendo en la página de la derecha. Allí había un nuevo dibujo del señor Tren y de Bobby Bop. Los dos se mostraban ahora muy serios.

Voy a enseñarles la diferencia entre una persona conocida y un extraño.

Al leer esto, Audrey tragó en seco. Supo de inmediato cuál iba a ser la moraleja del cuento. Pasó las hojas siguientes, hasta llegar a la última, donde leyó la recomendación del sabio Bobby Bop:

Nunca, nunca, nunca te vayas con extraños.

A esto le seguía la inevitable despedida:

Lo que debes hacer y lo que no, lo aprenderás con Bobby Bop.

A Audrey le temblaban las manos cuando volvió a dejar el libro en su sitio. Ojalá su hijo Eugene hubiera hecho caso de aquel consejo, ojalá no se hubiera marchado con el extraño que se lo llevó del parque de atracciones de Co-ney Island. Con lágrimas pugnando por salir de sus ojos, Audrey abandonó el despacho de Maxwell y se dirigió a la habitación contigua. Estaba vacía, al igual que las dos siguientes. Sólo le quedaba por revisar la que había al fondo del corredor: el cuarto de Maxwell. Una mirada nerviosa a su reloj le dijo a Audrey que tenía apenas die? minutos más. Aceleró el paso, pero se encontró con una puerta inesperadamente cerrada bajo llave. Se había concentrado tanto en resolver el problema de entrar en la casa, que no se le ocurrió pensar que pudiera haber estancias cerradas en su interior. En un intento desesperado de ver la habitación, Audrey se arrodilló para mirar a través del hueco de la cerradura. Tuvo suerte de que fuera de tipo antiguo, con un ojo que atravesaba la puerta de lado a lado, pero lo único que entraba en su reducido campo de visión era una ventana. Agarró el pomo y empujó con el hombro, haciendo una fuerza considerable. Esperaba que la puerta no estuviera bien cerrada y que el pestillo saltara sin romper la cerradura. Eso no ocurrió.