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– ¿Te gustó mi regalo? No puedes decir que no. Yo sé que te gustó.

Esas fueron las primeras palabras que se registraron en la memoria de la grabadora cuando Cloister la puso en marcha, en medio de un ambiente denso y opresivo. Luego emergieron del pequeño altavoz del aparato. Era la desagradable constatación de que, quienquiera o lo que quiera que fuese lo que se comunicaba con él, estaba dispuesto a hacerlo sin titubeos.

Albert abrió la boca asqueado, y exhaló una bocanada de aire. Estaba en manos de aquella entidad que decía pretender su alma. ¿Sería el Demonio? Ésa parecía la conclusión más simple. Y quizá fuera acertada. Había conseguido llenar su corazón de culpabilidad, la culpabilidad de pecar con gozo. Aquella mujer que lo visitó en sueños logró desbocar en él los más bajos instintos, la pasión erótica, la lujuria. Como sacerdote había hecho voto de castidad. Desde entonces nunca había estado con una mujer. Pero aquella noche su mente creyó estarlo. Fue engañada por un sueño totalmente veraz. Y se puede pecar tanto por obra como de pensamiento. Era un hecho. Muchos son incapaces de obrar el mal físico, pero lo hacen con sus mentes: los envidiosos, los mezquinos, los amargados. Y, sin embargo, ante los ojos de Dios son igualmente pecadores.

Tras un breve silencio, la grabación finalizó con las primeras frases punzantes. La entidad había canturreado una canción que Albert Cloister recordaba de su juventud, de su primer y único amor. Sintió como si su corazón se abriera, desagarrado con una sierra, y le fuera extraído algo muy precioso guardado en su interior. La canción era She's a Mystery To Me, y la tenía unida a su chica en una dorada urna de felicidad. Pertenecía al pasado, pero era algo suyo y puro.

La noche llega y yo caigo bajo su encanto

La luz del día torna nuestro cielo en infierno

Y yo empiezo a arder

Y ardo por toda la eternidad

Por toda ía eternidad

El Ángel Caído llora

Por toda la eternidad… ¡ja, ja, ja!

El tono de la voz en los últimos versos era burlón, insultantemente burlón. Y esa risa final… Por qué se reía. ¿De qué se reía?

– ¿Buscas la verdad?-dijo entonces la voz, recuperando su tono gélido y siseante-. Sí, tú deseas saber la verdad. La auténtica verdad, que no necesita fe ni creyentes.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Albert. La entidad estaba citando casi literalmente sus propias palabras, el colofón de su doctorado en teología: «La fe nos conduce a la verdad y la verdad no necesita creyentes; porque la verdad no necesita a la fe, pero la fe sí necesita a la verdad».

La Verdad.

El jesuíta quería saber la verdad, en efecto. Aunque desconfiaría de las supuestas verdades reveladas por aquella entidad que lo manejaba y lo dirigía a su capricho, turbando su ánimo, infundiéndole temores, confundiendo su raciocinio. Tenía bastante valor para quedarse allí y descubrir lo que fuera, lo que hubiera que descubrir. Prefería cualquier conocimiento a la ignorancia, aunque fuera desagradable o doloroso. Prefería saber a toda costa.

– ¿Cuál es esa verdad? ¿Que «todo es Infierno», que este mundo de maldad nos arrastra a todos a la condenación? -gritó Cloister al polvoriento aire de la cripta.

No esperaba respuesta. Con la aguda sensación de que seguía un plan preestablecido y con el recelo ante el Príncipe de la Mentira, pero embargado a la vez por el ansia de encontrar la verdad -ese viento que había inflado las velas de su alma desde muy niño-, Albert Cloister aceptó lanzarse en el tablero de aquel juego. Un tablero real, con piezas humanas. La verdad era lo único por lo que valía la pena cualquier sacrificio.

– Jugaré a lo que tú quieras -gritó de nuevo a los solitarios muros-. Deseo saber esa verdad de la que hablas. Necesito saberla.

Un nuevo escalofrío recorrió en ese momento el cuerpo del sacerdote, que se había aproximado al altar sobre el que pecó en sueños. Lo que le había parecido sangre en los trazos que dibujaban la cifra 109, y que había visto en su primera visita a la cripta, estaba ahora fresca. Era intensamente roja y brillaba a la escasa luz del foco. Casi parecía hervir.

La grabación ya había terminado, pero Cloister volvió a poner en marcha el aparato. Necesitaba respuestas. Al poco, vio cómo el indicador luminoso de registro de sonido se activaba.

– ¿Qué he de hacer? -preguntó el sacerdote-. ¿Quién eres?

Unos minutos después escuchó lo que la grabadora había recogido a través de su micrófono. Tras sus preguntas, la voz de la entidad volvió a sonar, clara y firme. Y, sin embargo, a Cloister le parecía seguir experimentando una pesadilla de la que, en algún momento, despertaría.

– Tú ya sospechas quién soy… pero debes creerlo, y sólo se cree de veras en lo que se descubre. Tu corazón no debe albergar ninguna duda. Cuando conozcas la verdad, tampoco dudarás. Has de encontrar un libro que te dirá lo que debes saber. Está, en un lugar que conoces bien. Lejos de aquí, pero cerca de tu morada espiritual. Cerca del lugar en que tuviste noticias de mí por vez primera… Su número es 4-45022-4. La verdad es una, pero los caminos para llegar a ella son múltiples. La verdad, la verdad que descubrirás, no te hará libre.

Capítulo 27

Fishers Island.

Audrey tenía una hora de plazo. Como parte de las celebraciones de una fiesta local, el escritor Anthony Maxwell iba a firmar cuentos y a participar en unas actividades infantiles en las instalaciones de la Legión Americana de Fishers Island. Estaba previsto que el acto durara dos horas, pero Audrey no creyó prudente apurar demasiado el tiempo. Por eso se había marcado sesenta minutos como límite para entrar en la casa del escritor y revisarla. Eso se había propuesto hacer, aunque ignoraba qué debía buscar y le aterraba lo que podría encontrarse.

Su aprensión creciente casi la hizo desistir. Tuvo que obligarse a seguir adelante con su idea diciéndose que quizá no tuviera otra oportunidad como aquella. También se aplicó un poco de la psicología que usaba con sus pacientes en la consulta. No debía tomarse lo que iba a hacer como un todo, porque eso era difícil de asumir, sino como un conjunto de partes, una sucesión de pasos. Y el primero de ellos era obvio: Audrey tenía que descubrir un modo de entrar en la casa de Maxwell. Se le ocurrió forzar la puerta de la cocina, o quizá romper una ventana, aunque enseguida descartó ambas opciones. Algo así alertaría al escritor cuando regresara y seguramente le haría llamar a la policía. Además, era perfectamente posible que Maxwell tuviera instalado un sistema de alarma.

Rodeó toda la casa en busca de un modo de colarse, pero no encontró ninguno. La mansión estaba sellada. Maxwell ni siquiera se había dejado abierta alguna ventana del piso superior; un olvido normal en un hombre que vivía solo. Para desgracia de Audrey, el escritor era tan meticuloso como parecía. Se sintió impotente. Y el tiempo seguía pasando. Le quedaban sólo cuarenta y cinco minutos.

La idea de cómo entrar en la casa surgió de la fuente más inesperada. Se la dio un pequeño gorrión.

– Es una locura…

Indudablemente lo era. Y había demasiadas cosas que podían salir mal. Hasta era posible que Audrey se partiera el cuello. Aunque no veía más alternativas. Iba a intentar entrar por la chimenea. Era grande, y su extremo superior estaba cubierto por una chapa metálica picuda, que Audrey tenía la esperanza de poder retirar; en la chimenea de su propia casa era posible hacerlo para efectuar limpiezas. Fiel a la técnica de convertir en pasos sucesivos las acciones que iba a realizar, repasó mentalmente qué era lo que iba hacer a continuación y cómo iba a hacerlo. Para llegar al tejado, tendría que encaramarse a un árbol que se alzaba a poca distancia de la mansión. Audrey no escalaba árboles desde los diez años, pero, por suerte para ella, aquel árbol concreto no suponía un gran desafío. Su tronco estaba lleno de salientes y huecos en los que apoyarse. Pasar del árbol al tejado tampoco sería complicado, pues una gruesa rama quedaba a medio metro escaso de las tejas.