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– Gracias, señora Holter. Espero verla en la firma de libros.

– Claro que iré, señor Maxwell. Todas las noches les leo a mis nietos alguno de sus cuentos.

Audrey se sintió enferma. Aquello era como una escena representada por dos buenos actores. Perfecta e idílica. Su argumento podría decir: «Él es un escritor que ama su profesión y que, trabajando duramente, se ha convertido en una pequeña celebridad; y ella es una abuela respetable que adora a sus nietos y admira el talento del escritor». De nuevo la invadió esa sensación de que algo no cuadraba. Maxwell no era un monstruo. No parecía serlo, al menos. Y eso la confundía. Aunque no debiera ser así, porque ella era psiquiatra y sabía que las personas no son casi nunca lo que parecen.

– ¿Necesita usted ayuda, señorita?

– ¿Qué?

A Audrey le costó desviar su atención de Maxwell y centrarla en el dependiente del supermercado, que acababa de dirigirse a ella.

– Le preguntaba si necesita ayuda.

– No, gracias. En realidad, creo que no voy a comprar verduras hoy.

El dependiente asintió con un gesto amable.

– Si quiere alguna otra cosa, dígamelo.

– Lo haré. Gracias.

Mientras veía de reojo cómo el empleado volvía a su puesto, Audrey escuchó una voz a su espalda.

– Esos puerros son magníficos. Los cultivan aquí mismo.

Era Maxwell. La anciana señora se había marchado y, ahora, el escritor le hablaba a ella. Audrey deseó no haber salido del coche. No quería que Maxwell le dijera lo magníficos que eran los puerros de Fishers Island. No quería saber nada más de él. No quería verlo como a un ser humano.

– Detesto los puerros -dijo Audrey, con un tono glacial, manteniéndose de espaldas a Maxwell.

Trataba de evitarlo, pero no le sirvió de nada. Maxwell había rodeado la caja de verduras para colocarse enfrente de ella.

– ¿Y qué tal un poco de calabaza? Con ella puede hacerse un puré delicioso.

Sí. Sin duda era el payaso de los globos amarillos. Tenía cinco años más, había engordado y exhibía una generosa papada y varias arrugas nuevas en el rostro. Pero era él. Maxwell era el payaso que posaba junto a Eugene en su última foto.

– Soy Anthony Maxwell.

– Lo sé… eh… quiero decir…

– Así es que sabe quién soy. Yo, sin embargo, no sé quién es usted. Eso es injusto.

No había auténtica animosidad en este comentario de Maxwell, que, no obstante, obligó a Audrey a presentarse.

– Me llamo Audrey Ba… Baker.

No quiso decir su verdadero apellido, aunque le costaría explicar el porqué de esa reticencia.

– Es un placer, Audrey. Pero me ha dejado usted sin tema de conversación, porque imagino que, además de mi nombre, sabe también a qué me dedico.

– Usted escribe cuentos para niños.

– Sí. Los firmo como Bobby Bop. ¿A que eso no lo sabía?

– No -mintió Audrey.

– Los niños son mi pasión. No hay nada mejor que ellos en el mundo. ¿Tiene usted hijos, Audrey?

En toda su vida, ninguna pregunta fue tan difícil de responder como ésta.

– No, no tengo hijos.

– Oh, es una lástima. Los crios son capaces de iluminarnos la vida, se lo aseguro.

Maxwell dijo esto mientras sopesaba, en una de sus manos, una lustrosa sandía partida por la mitad. A Audrey le aterró la idea de que el hombre del que ella había venido a vengarse pudiera ser padre.

– ¿Y usted? ¿Tiene hijos?

El escritor desechó la sandía y miró fijamente a Audrey.

– No tengo hijos propios, pero adoro a los hijos de los demás.

– Perdóneme -dijo Audrey de repente.

Un calor abrasador le subía por el cuello de la blusa. Si seguía hablando durante un segundo más, el corazón le reventaría. Maxwell observó con cierta indiferencia cómo ella se marchaba a toda prisa del local.

– ¿Qué mosca le habrá picado? -dijo el dependiente, que había estado escuchando la conversación.

– No tengo la menor idea -dijo Maxwell-. Me llevaré estas dos -añadió, refiriéndose a dos mitades de sandía.

Capítulo 24

Boston.

Cuando Cloister regresó al edificio Vendange no estaba seguro de querer hacerlo y, a la vez, sentía un magnetismo imposible de neutralizar. Su ánimo estaba alterado, y su mente, repleta de ideas irreconciliables. Como investigador, no podía alejarse del centro del enigma, y como ser humano -como el ser humano que era-, con sus dudas y ansias de saber, necesitaba hacer aquello y superar sus temores. Era el instinto de conservación el que hacía que sus piernas no caminaran con tanto aplomo como él hubiera deseado. La parte más primitiva de su cerebro se revelaba contra la racionalidad.

Ya de nuevo en la cripta, allí abajo, solo, Cloister volvió a notar el ambiente opresivo. Pero ya no volvería a atribuirlo a la sugestión. Era real. Muy fuerte. Se podría cortar. Aquello era debido, como alguno de sus compañeros de los Lobos diría, a una densa concentración de energía psíquica.

El sacerdote optó por seguir las pautas habituales. La primera era no atrepellarse. Llevaba consigo una lámpara de batería, que instaló en el centro aproximado de la estancia. Luego extrajo de la cartera de mano su cuaderno de notas y su grabadora, y colocó esta última sobre el altar, con pilas nuevas. Repasó en el cuaderno las preguntas que había anotado en él. Luego dio un largo suspiro, respiró hondo y activó la grabadora. Empezó a formular las preguntas y fue dejando un espacio de sesenta segundos detrás de cada una de ellas, que midió con su reloj. Consideró que un minuto bastaba para cada posible respuesta, ya que las cuestiones eran muy simples y directas. Al final, añadió una pregunta más que se le ocurrió en el momento:

– Mi nombre es Albert Cloister. ¿Estás seguro de que soy la persona con la que quieres hablar?

»¿Por qué quieres hablar conmigo?

»¿Quién eres?

»¿Qué quieres de mí?

»¿Puedes manifestarte de algún otro modo?

»¿Eres el espíritu de un ser humano fallecido?

»¿Qué eres?

»¿De dónde vienes?

»¿Dónde estás?

»¿Eres un espíritu bondadoso o malintencionado?

»¿Eres quien habló por boca del jardinero deficiente?

Al no poder escuchar las hipotéticas respuestas, como en cualquier conversación normal, varias de las preguntas que Cloister formuló tenían un sentido muy similar. Algunas estaban contenidas en otras, pero eso no era una mala idea, ni mucho menos. En toda experiencia es positivo repetir cuestiones con distintas palabras para controlar la Habilidad de un testimonio. Las repeticiones tienen esa función, por lo cual no conviene evitarlas. No se trata de hacer tests elegantes, sino efectivos.

Una vez terminada la conversación sin interlocutor audible, el sacerdote detuvo la grabación para reproducir el archivo registrado. Elevó el volumen al máximo, y se dispuso a escucharlo con atención. Su propia voz sonaba con un aplomo más bien ficticio.

– Mi nombre es Albert Cloister. ¿Estás seguro de que soy la persona con la que quieres hablar?

– Sí

La afirmación fue clara y seca. La entidad le contestaba.

– ¿Por qué quieres hablar conmigo?

– Porque tú querrás hablar conmigo.

– ¿Quién eres?

– Tu amigo invisible… O, mejor, tu enemigo invisible.

Había ahora algo del tono irónico que Cloister detectó en la primera psicofonía.

– ¿Qué quieres de mí?

– Tu alma,

– ¿Puedes manifestarte de algún otro modo?

– Sí

Esa vez la palabra se prolongó, como si la entidad quisiera hacer ampulosa ostentación de su poder.

– ¿Eres el espíritu de un ser humano fallecido?

– No.

– ¿Qué eres?

– Lo que soy.

– ¿De dónde vienes?

– Del siempre, del principio de los tiempos, de la eternidad.

– ¿Dónde estás?

– En todas partes.

– ¿Eres un ser bondadoso o malintencionado?

– Estoy más allá del bien y del mal.