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Vencida la conmoción inicial, el siguiente paso lógico era tratar de repetir el suceso, pero esta vez participando de un modo activo. Se habían dado muchos casos de psicofonías que eran respuestas a preguntas concretas de los investigadores. Sobre la mesa de su habitación del colegio, el ordenador portátil aún estaba encendido, aunque había entrado en suspensión. El sacerdote lo activó y creó un nuevo documento de texto encabezado como «COMUNICACIONES». En él fue escribiendo las preguntas que se le ocurrían a modo de test. Eran cuestiones que después lanzaría al aire, en la cripta, con la grabadora en marcha. Si estaba en lo cierto -y ya no le cabía duda de que lo estaba-, la entidad respondería a ellas. La comunicación se habíaabierto. Ignoraba adonde lo conduciría eso, pero, como la propia entidad había dicho en la psicofonía, él quería saber la verdad. Lo necesitaba.

Volvió a escuchar aquella voz que le susurraba a través del aparato electrónico. Su cadencia era serena, quizá con un cierto punto de ironía. Daba pavor en sí misma.

¿Ya estás aquí? le estaba esperando. Cuánto me alegro de que hayas venido. ¿Vas a ser mi amigo? yo sé que quieres conocerme. No vas a poder evitado. Tú quieres saber ta verdad, y yo la conozco.

Capítulo 23

Fishers Island.

Audrey se asomó una vez más para comprobar si alguien salía de la casa. Llevaba escondida entre los árboles desde el amanecer. Había dormido dentro de su coche, que no estaba muy lejos de allí, medio oculto entre la frondosa vegetación. No se atrevió a dejar encendida la calefacción durante la noche, y había pasado un frío espantoso. Sólo consiguió dormir pequeños intervalos de tiempo, tras los que se despertaba siempre de un modo repentino. En una de esas ocasiones -eran las cinco de la madrugada-, Audrey siguió un impulso irresistible del que luego se arrepentiría. Encendió su teléfono celular, que había tenido apagado desde que abandonara Boston, y llamó a Joseph Nolan, el honesto y valiente bombero que le había servido de apoyo y consuelo. El era, junto a la madre Victoria, lo mejor que le había ocurrido desde la desaparición de Eugene. Joseph había tardado en contestar al teléfono. No era de extrañar. A esa hora tan temprana la llamada de Audrey debía de haberlo cogido durmiendo. Al final se oyó un «Dígame» somnoliento al otro de la línea. Escuchar la voz del bombero había hecho que el corazón de Audrey se encogiera de cariño y nostalgia. Nostalgia por lo que nunca llegaría a ocurrir. «Podría haber llegado a funcionar, Joseph», le había dicho Audrey. «Yo podría haber llegado a amarte.» Ella ya lo amaba. Esa era la verdad. Pero Audrey no llegó a decírselo a Joseph. Ni tampoco le dio tiempo a él a responder. Cortó la llamada de golpe y luego apagó su teléfono otra vez.

A la isla de Fishers Island le costaba ponerse en marcha un nuevo día. También a Anthony Maxwell, el hombre que, según Daniel, robó al hijo de Audrey en el parque de atracciones de Coney Island. Maxwell era el dueño de la casa que ella vigilaba, una bonita construcción de madera blanca y fino ladrillo junto a una superficie de agua dulce llamada el Lago del Tesoro. A pesar del sugerente nombre, no fue entre sus aguas donde Maxwell había encontrado el dinero necesario para adquirir su mansión…

– «Lo que debes hacer y lo que no, lo aprenderás con Bobby Bop» -murmuró Audrey distraídamente.

Era una frase pegadiza, había que reconocerlo. Audrey no lograba quitársela de la cabeza, y eso la enfurecía, porque la frase era de Maxwell. Audrey se quedó espantada al descubrir que se trataba de un célebre escritor infantil. Sus cuentos para niños, escritos a lo largo de los últimos tres años, lo habían hecho famoso y considerablemente rico, además. Eso le reveló el marinero de servicio en el puesto de la Guardia Costera de Fishers Island, cuando Audrey le preguntó por la casa de Anthony Maxwell. El puesto era el único lugar abierto de la isla a la hora intempestiva de la noche en la que Audrey desembarcó del ferry, y el aburrido guardacostas le relató la historia completa del escritor. Fue también el guardacostas quien le enseñó la frase pegadiza que aparecía al final de todos los cuentos de Maxwell: «Lo que debes saber y lo que no, lo aprenderás con Bobby Bop». Era como un reclamo para los niños. «Es un reclamo, sí. Un anzuelo con el que atraerlos», pensó Audrey de un modo casi inconsciente. El vello del cuerpo se le erizó.

Audrey odiaba a Maxwell. Lo odiaba. Iba a hacerle pagar. Para eso había venido a Fishers Island. Ella misma se encargaría de castigarlo. Lo decidió incluso antes de salir de Boston. No deseaba que la policía se inmiscuyera, porque eso llevaría a una investigación interminable en la que quizá no se encontraran pruebas suficientes para incriminarlo. Audrey no podía arriesgarse. Sólo a ella le correspondía hacer justicia. Pero aún no estaba segura de cómo cumplir esa tarea. O, más bien, no sabía si tendría valor suficiente para hacer al escritor lo que éste merecía. Así es que, por el momento, pensaba limitarse a observarlo. Maxwell había pasado de ser un depredador a convertirse en la presa de Audrey.

Y allí estaba él, por fin. Audrey se encogió todavía más en su escondrijo al ver que el escritor salía de la casa. No acertó a distinguir sus rasgos desde aquella distancia, pero la adrenalina de su cuerpo se disparó. Puede que fuera un aviso, puede que fuera sólo la emoción de la caza.

Maxwell vestía una estrafalaria chaqueta de franela, de cuadrados marrones y verdes. Audrey lo vio desperezarse de camino a un cobertizo anexo a la casa, del que volvió con una cesta cargada de leña para la chimenea. Eran labores cotidianas de un hombre normal. «Claro que lo son -se dijo Audrey-. ¿Qué esperabas encontrar?» No supo responder a esa pregunta, porque lo que, ingenuamente, no esperaba era descubrir a un hombre que no pareciera repulsivo u odioso a simple vista, que no tuviera la frente marcada con el sello de «asesino», «secuestrador» o, el más despreciable de todos, «pederasta».

Imaginó que Maxwell se disponía a desayunar. Ojalá tuviera ella también algo que llevarse a la boca. No había comido nada desde el almuerzo del día anterior. Audrey casi sintió vergüenza de estar hambrienta, pero sus tripas no mostraron ningún reparo en quejarse.

El escritor se tomó su tiempo para desayunar. No volvió a salir de la casa hasta una hora después. Audrey se aseguró de que él iba a coger su coche, y luego salió corriendo en dirección al suyo. Una sola carretera llevaba hasta la casa de Maxwell, de modo que no había dudas sobre qué camino pensaba tomar el escritor. Lo siguió en dirección al núcleo urbano de la isla, hacia el oeste, tratando de mantener siempre una cierta distancia, más por cultura cinematográfica que porque eso fuera realmente útil. Circulaban ellos dos solos por una carretera particular que, en ciertas épocas del año, incluso estaba custodiada por guardias privados. Por suerte para Audrey, ésta no era una de esas épocas. De lo contrario, no le habría resultado tan fácil apostarse junto a la casa del escritor.

Llegaron al pueblo sin mayores contratiempos. Audrey siguió a Maxwell también por sus calles, hasta que éste detuvo el coche. Ella aparcó en una esquina, un poco más adelante. Se fijó en que el escritor entraba en el único supermercado local, el Village Market. Audrey consideró que era mejor esperar a que saliera, pero luego se le ocurrió que el supermercado podía tener un acceso secundario por el que el escritor podría salir sin que ella se diera cuenta, así es que entró también en el local. Encontró a Maxwell hablando con una cliente. Audrey se aproximó a una caja de verduras, entre las que fingió rebuscar, pero todos sus sentidos estaban pendientes del escritor. Tenía una urgencia casi maníaca de oír su voz, de escuchar lo que él estaba diciendo.