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Allí no parecía haber nada que pudiera definirse como relevante. Cloister volvió sobre sus pasos hasta el altar, para recoger su cuaderno, cuando distinguió algo sobre la tabla. Parecían unos trazos gruesos. Con la mano sana retiró el polvo y vio tres números: 109. Una cifra sin significado para él, pero que parecía escrita con… Una idea absurda le asaltó: parecía sangre. Su textura se correspondía con el fluido de la vida. Pero, ¿sangre? ¿Quizá de los que allí murieron en tan luctuosas circunstancias? El jesuíta apartó ese pensamiento y volvió a reparar en una sensación que había tenido al entrar en aquel lugar, una sensación opresiva a la que no quiso dar importancia, porque seguramente se debía a su propia sugestión.

Se equivocaba, sin embargo. En aquella cripta desacralizada sí había sucedido algo relevante. Fue cuando se cortó con el trozo de vidrio en el dedo. Su grabadora se había activado sola, sin que su voz, o la de ninguna otra persona, hubiera intervenido para ponerla en marcha. La memoria digital recogió algo que sólo podía recogerse en caso de detectar sonidos. Los impulsos eléctricos que modificaban el estado del material de la memoria hicieron su labor. Se grabó algo; algo que duró apenas veinte segundos.

El sacerdote sacó una foto al altar y puso los brazos en jarras mientras daba un último repaso a la estancia desde el centro, girando sobre sí mismo hasta abarcarla completamente con la luz de la linterna. No sabía lo que estaba buscando. Y, sin embargo, lo había encontrado.

– ¿Ya se marcha? -preguntó a Cloister el recepcio-nista, que estaba apoyado en la puerta del edificio, al verlo salir por el lateral de la carbonera.

– Sí. Volveré más tarde. Con alguna lámpara para hacer fotos.

– Muy bien. Y gracias por darle ese dinero a mi padre. Espero que le disculpe por ser tan… interesado.

La mirada candorosa del muchacho no extrañó demasiado al sacerdote, que le devolvió la mirada con una sonrisa.

– No se preocupe. Su ayuda ha sido valiosa. Les agradezco a ambos su amabilidad y su disposición. Gracias por todo.

Cloister caminó por la avenida Commonwealth. La visita que acababa de concluir a la antigua cripta habría sido imposible de definir con palabras. Ya en el colegio de los jesuítas encendió su ordenador portátil y abrió el documento de texto en el que acumulaba todas las anotaciones de la investigación, junto con sus ideas y futuras acciones previstas. Escribió un par de líneas con nuevos pensamientos y luego puso en marcha la grabadora y oprimió el botón de reproducción. Sus palabras fueron escuchándose sin los espacios en blanco de los silencios. El sacerdote pasó al documento la descripción de la cripta y sus sensaciones. Recordaba su última frase. Se refería a la sensación opresiva que estaba experimentando. Pero el archivo de audio no finalizó después de esa anotación de voz. Grabó algo más. Otra voz que se oía casi como un susurro.

Al principio, Cloister estuvo a punto de pasarla por alto, ya que obviamente no la esperaba. Lo asaltó de pronto, como una losa que cae. Aquel susurro resonó atronador en sus oídos, y más aún dentro de su cabeza. La voz hablaba en su idioma, era tenue pero muy clara, masculina. Cuando escuchó al completo lo que se había grabado, el sacerdote estuvo a punto de caerse de la silla. Se frotó la frente y percibió que su cuerpo temblaba.

¿Ya estás aquí? le estaba esperando. Cuánto me alegro de que hayas venido. ¿Vas a ser mi amigo? yo sé que quieres conocerme. No vas a poder evitarlo. quieres saber la verdad, y yo la conozco.

Una conmoción golpeó a Cloister como nunca antes le había ocurrido. El miedo inundó sus venas, cual líquido negro y espeso. Ya no había dudas, si es que antes aún cabían. Todo aquello iba con él. Estaba metido hasta el fondo. Y eso hacía que al propio miedo se le uniera una especie de vértigo. Quedaba para él anulada la necesaria frialdad de la observación con perspectiva, como le ocurriera a la doctora Barrett en sus sesiones con Daniel. Aunque sonase distinta, aquella voz registrada en la fría memoria digital quizá era la misma que emergió del viejo jardinero durante el exorcismo y otras veces antes. Esa voz ahora llamaba al jesuita. Lo llamaba a él.

Tenía que regresar al edificio Vendange inmediatamente. Vencer el temor y lanzarse en las fauces del misterio. Aquella voz era una psicofonía, pero no una simple psicofonía. Era demasiado clara. Sobrecogedoramente clara e inteligible. Iba más allá de la incursión inaudible para el oído humano en el momento de producirse, pero registrada en un sistema de grabación de sonido; un fenómeno que había sido descubierto oficialmente en 1959 por un artista y productor de cine sueco llamado Friedrich Jürgenson. Fue un suceso casual. Jürgenson estaba recogiendo sonidos de la naturaleza y cantos de pájaros para un reportaje con un magnetofón. Cuando revisó posteriormente los sonidos registrados, comprobó que una voz se había «colado» en la cinta. Una voz que él no pudo oír cuando realizó las grabaciones. En ella, Jürgenson reconoció a su madre fallecida. Lo llamaba de un modo que sólo ella empleaba: «Friedel, Friedel, ¿puedes oírme?».

Este origen, admitido por los estudiosos de fenómenos paranormales, no excluía la sospecha de que grabaciones psicofónicas ya se hubieran registrado en la recién nacida Unión Soviética a principios de la década de los veinte. En esos mismos años, en el mes de octubre de 1920, el mayor genio inventor de los tiempos modernos, Thomas Alva Edison, concedía una entrevista a la prestigiosa Scientific American en la que afirmaba estar trabajando nada menos que en el desarrollo de un aparato para establecer comunicación con los espíritus de los muertos. Consideraba esta posibilidad como algo científico y razonable. Creía en la conservación de la personalidad después de la muerte, e incluso en que los espíritus de los fallecidos eran capaces de interactuar con la materia desde el más allá.

En cualquier caso, las psicofonías eran un hecho, aunque no existiera una teoría indiscutiblemente plausible acercade su origen o procedencia. Para unos, se tratabade voces del «otro lado»; algunos creían que eran ecos del pasado, atrapados en un lugar concreto; otros le daban la explicación de ser proyecciones mentales de los propios investigadores. Pero aún no había una explicación científica satisfactoria.

Albert Cloister conocía bien el fenómeno. En alguna ocasión había realizado investigaciones sobre él con sus compañeros de los Lobos de Dios. Recordaba, sobre todo, un caserón lúgubre del sur de Inglaterra en el que los fenómenos paranormales no dejaban vivir a la familia que allí residía. Era una casa antigua, heredada de unos parientes lejanos. Los nuevos inquilinos, los Taylor, eran cuatro, un matrimonio de mediana edad con dos hijos, una chica de catorce años y un niño de nueve. Eran profundamente católicos y, desesperados, recurrieron a la Iglesia para solicitar ayuda. En el sótano fueron descubiertos restos humanos. La jovencita, llamada Claire, provocaba fenómenos poltergeist en sus días de menstruación. Allí se juntaron diversos sucesos extraños, incluidas varias psicofonías recogidas en la casa. Cloister tenía siempre presente una que le quedó grabada a fuego en la memoria. Era un grito infantil desgarrador y desconsolado, terrible, que le produjo una pena insondable la primera vez que lo escuchó. El niño sollozaba antes de decir: «¡Mamá, mamá! ¿Por qué me entierras vivo?».

Muchos de los que se reían de las psicofonías, o las tomaban por un fraude, no hubieran tenido valor para colocar una grabadora en sus propias casas y haberla dejado encendida allí sola, para luego revisar su contenido. El humor y el desdén disipan fantasmas, pero sólo en apariencia. No, las psicofonías no eran ninguna broma de charlatanes. Eran una realidad inquietante, a veces dramática, que la misma NASA o el Vaticano habían tomado en seria consideración. Por eso el sacerdote no se sorprendió, en sí, con el registro de audio que su grabadora captó en la cripta, sino con su contenido específico. Se había abierto una vía de comunicación con alguna clase de entidad. Aquello no podía ser un eco de tiempos pretéritos. Era una voz inteligente que se dirigía a él desde otra dimensión.