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– La Biblia del Diablo de Podlazice…

– ¿De qué hablas? Me estás dando miedo.

Cecilio Gracia habló tratando de ser jocoso, pero en su fuero más íntimo se estaba asustando de veras.

El jesuita pareció regresar a aquel tiempo y aquel lugar. Se giró de pronto hacia su amigo y, quizá para no ser descortés con quien le facilitaba el privilegio de acceder directamente a los fondos, dijo:

– ¿No conoces el Codex Gigas? ¿Nunca has oído hablar de él?

– Pues no, nunca que yo recuerde.

– Es una obra que se llegó a catalogar como libro diabólico. Lo hizo un monje de Bohemia que murió emparedado. Dicen que lo escribió en una sola noche y que le ayudó el mismísimo Satanás. Es una Biblia en latín, que también incluye una crónica checa y libros de Galeno, Flavio Josefo y san Isidoro de Sevilla. El original mide casi un metro de alto y está iluminado de un modo soberbio. En Suecia, donde llegó a concentrarse el catálogo de libros prohibidos mayor de Europa, lo tuvieron como una obra misteriosa.

– Bohemia, Sevilla, Suecia… ¡No entiendo nada!

– Perdóname, estoy tan excitado que mis ideas escapan sin orden. El libro acabó en Suecia en el siglo XVII y aún sigue allí. El contenido es un compendio de saberes, no sólo la Biblia. Antes de eso estuvo en poder de Rodolfo II, el reconocido amante del ocultismo, que lo tenía guardado en su castillo de Praga. Lo más inquietante es que, según la leyenda, entre sus páginas aparecía la imagen misma del Demonio…

Albert Cloister interrumpió su explicación. En ese preciso instante, tuvo la conciencia clara y evidente de comprender lo que significaba el hallazgo. El Codex Gi-gas no era un libro cualquiera, sino una Biblia maldita inspirada por el Demonio. Ahora sí le asaltó que la «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones» estaba editada en el año 1616. Y 616 era el número de Lucifer, la verdadera cifra atribuida al Príncipe de las Tinieblas en el Apocalipsis. Aún había más: el papa Paulo V fue quien, en 1614, instituyó en el Ritual Romano el procedimiento del exorcismo, el manual de guerra contra Satán. Pero éste no empezó a ponerse en práctica hasta dos años después, precisamente en 1616.

La conclusión ineludible que se deducía de todo ello era a la vez fascinante y aterradora. Las sospechas pasaban a convertirse en hechos: la entidad que se comunicaba psicofónicamente con él desde la cripta de la antigua iglesia católica, bajo el edificio Vendange de Boston, debía ser el propio Satanás. Y Cloister comprendió que lo había engañado de nuevo, pero engañándole y enviándole al otro lado del Atlántico, le había dado también la pista que necesitaba. Tortuosos caminos para llegar a la verdad.

Todo eso era lo que parecían demostrar las piezas del puzzle que acababa de unir. No sólo las que había descubierto en la Biblioteca Nacional española, sino otras diversas que ahora se juntaban por sí solas: el edificio Vendange estaba en la calle Dartmouth, es decir, «el que hiere con la boca»; el número de su entrada era el 160; allí se produjo el incendio más terrible de la historia de Boston, en el que murieron nueve bomberos, y que empezó el sexto mes en su decimosexto día, es decir, el 6-16… Lo único aparentemente fuera de lugar era el número escrito con sangre en la tabla del altar de la cripta. El 109 no tenía ninguna relación con el Demonio.

O puede que sí…

A Cloister se le ocurrió una idea que quizá tuviera algún sentido. Sacó su libreta de notas y escribió en ella el número 109 en numeraciones hebrea, griega y romana. Las observó durante un buen rato. Ninguna de las tres distintas grafías le inspiraba nada concreto. Nada hasta que se dio cuenta de algo a lo que, en un primer momento, no dio crédito. Su amigo Cecilio Gracia lo observaba en silencio, inmóvil, tratando de no perturbar sus pensamientos, como si no estuviera allí.

– ¡Dios mío! -susurró el sacerdote.

– ¿Qué sucede? -inquirió Cecilio, rompiendo su silencio, en tono preocupado. Sabía que Albert Cloister investigaba sucesos paranormales, misterios, enigmas sin respuesta. Aquella reacción no presagiaba nada bueno.

El 109 en numeración latina era CIX. Si se invertía el orden de los signos, resultaba transformarse en XIC, que carecía de significado en esa numeración, pero que sí lo tenía en la numeración griega…

– Ji, iota, stigma: ¡XIC es 616 en números griegos!

El sardónico Príncipe de las Mentiras le había puesto un acertijo que él acababa de desvelar. Había recordado la frase en arameo invertido que gritó Daniel durante su exorcismo. Era el mismo truco. Una nube densa inundó su mente. Quedó embotado, fuera de sí, mareado físicamente. Agachó la cabeza sobre la mesa hasta tocar con la frente en ella.

– ¿Cómo has dicho, Albert? ¡Por amor de Dios, dime qué te pasa!

– No, no puedo contarte nada -dijo Cloister, sombrío-. Es mejor para ti que no lo sepas, créeme. Tendrás que darme ese margen de confianza. Espero que no lo tomes a mal. Lo siento. Lo siento de veras. Ahora tengo que irme.

Antes de que Gracia pudiera abrir de nuevo la boca, el sacerdote recogió sus cosas y salió afuera. Ni siquiera esperó al ascensor. Se lanzó a las escaleras y bajó hasta la planta de salida. Con su amigo detrás, casi sin poder seguir su paso, atravesó la puerta de seguridad -que para salir no requería tarjeta ni código- y, luego, el arco detector custodiado por un vigilante jurado. Sólo un momento volvió la mirada atrás, para decir de nuevo a su amigo:

– Lo siento.

– Yo también lo siento -contestó éste. Y ya para sí, porque el padre Cloister había salido por la triangular puerta acristalada-: Ojalá todo se solucione. Sea lo que sea.

Capítulo 31

Fisher Island.

No había una sola nube en el cielo. La noche era apacible. Sólo el motor del todoterreno de Maxwell interrumpía la quietud, hasta que éste lo apagó. Después de bajarse del coche, atravesó a oscuras la distancia que separaba el garaje de la casa. El escritor estaba de muy buen humor. Iba silbando una pegadiza musiquilla infantil que sirvió de himno en el acto del que había sido la estrella protagonista. Había firmado un buen montón de cuentos. Los padres de Fishers Island lo adoraban. Y él adoraba a sus hijos. Maxwell adoraba a todos los niños del mundo. Oh, sí que los adoraba… El principio de una erección se notó claramente en sus pantalones de pana. Ardía en deseos de entrar en casa y pasar un rato divertido con sus juguetes del sótano. La urgencia de esta necesidad le llevó a acelerar el paso para llegar cuanto antes. Aún silbaba la canción infantil cuando abrió la puerta de su casa. Pero lo que vio al entrar en ella le hizo detenerse abruptamente. La puerta del sótano estaba forzada. Alguien había arrancado la cerradura. Donde ella debía estar, sólo quedaban astillas y un hueco en la madera. Sintió cómo la ira le quemaba por dentro.

– ¿Quién? ¿Quién?

No obtuvo respuesta. La anterior expresión alegre de su rostro había mudado por completo. Sus ojos enloquecidos miraban a todas partes. Una vena hinchada le cruzaba la frente, y en las comisuras de sus labios empezó a acumularse saliva seca. Enfiló la escalera del sótano sin encender la luz. A punto estuvo de caerse rodando justo antes de saltar desde el último rellano de escaleras. Ya abajo, encendió una lámpara de pie.

– ¡NOOO!

Gritó con todas sus fuerzas. Habían profanado su templo. Le habían robado uno de sus juguetes. Su preferido.

Maxwell subió otra vez a la planta baja. Su boca espumajeaba de rabia. Se dio cuenta de que había un olor extraño en el aire. Era un perfume de mujer. Maxwell miró hacia el piso superior, por el hueco de la escalera, como si hubiera percibido allí una presencia extraña, y gritó:

– ¡PUTA!

Pasó por la cocina y emprendió de nuevo una carrera maníaca, esta vez escaleras arriba. Ahora no consiguió evitar tropezarse. La nariz de Maxwell emitió un crujido terrible al golpear la barandilla de hierro. Cuando se levantó, la sangre le cubría el rostro y su nariz estaba torcida en un ángulo extraño.