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Ajeno al dolor que debía estar sintiendo, emprendió de nuevo la carrera hacia su cuarto. La puerta, que también debía estar cerrada, se hallaba abierta como la del sótano.

Maxwell se detuvo en el umbral. En una de sus manos resplandecía el filo de un cuchillo. Cada centímetro de su ser destilaba odio. Escupió a un lado una mezcla de sangre y saliva, y repitió, ahora con voz nasal:

– Puta…

Había una mujer sentada en su cama. Era la misma forastera con la que había conversado en el supermercado del pueblo. Su gesto era de una calma absoluta. Susurraba una canción, «La rosa», de Bette Midler, y tenía los brazos alrededor del cuerpo escuálido de un adolescente vestido como un niño pequeño.

– Estábamos esperándote -dijo Audrey.

Maxwell se lanzó sobre ella con un grito feroz. Los dos clavaron su cuchillo en el cuerpo del otro al mismo tiempo. Las hojas afiladas abriéndose paso en la carne y el hueso produjeron un sonido espeluznante. El muchacho al que Audrey estrechaba entre los brazos se mantuvo sentado en la cama. Contempló en silencio la sangrienta escena. Nada salió de su boca. Ni una palabra. Ni un aullido de miedo o de lamento. Nada podía salir de su boca. Anthony Maxwell se había encargado de eso.

Capítulo 32

Boston.

– ¿Eres tú Lucifer? Y, si lo eres, ¿puedes revelarme ya la verdad?

Con estas preguntas directas, el padre Cloister retomó, a su regreso a Boston desde la capital de España, las comunicaciones psicofónicas con la entidad de la cripta bajo el edificio Vendange.

– Tú lo has dicho. Soy Lucifer, ya lo sabes, y sabes que es cierto -respondió la voz a través de la grabadora. Y continuó-: ¿Revelarte la verdad? No. Mi escritura es tocida en renglones rectos. Ay, pobre de ti, los renglones son siempre rectos: ¡lo torcido es lo que se escribe en ellos! yo escribo con letras sinuosas, quebradas, encrespadas y ensortijadas Escuche quien tenga oídos. Escuche quien tenga… valor. ¡Yo te daré las letras, pero tú habrás de recomponer las frases! Mis letras son letras oscuras. De dolor y desesperanza. Sobre todo desesperanza. ¿Todo es Infierno?, te preguntas. Pero no comprendes el auténtico significado de esta frase, y yo no voy a revelártelo. No me creerías porque no podrías creerme. Nisiquiera la muerte puede borrar esa gran verdad, tendrás que descubrir la verdad. La verdad con letras de fuego.

Cuando escuchó la grabación, un escalofrío recorrió la espalda del sacerdote, erizando el vello de su nuca. Apretó los dientes. Hacía tiempo que se había reventado el sólido bloque de mármol en el que se convertía para afrontar las investigaciones. No podía huir y olvidarse de todo. Ni tampoco quería hacerlo. O quizá huir sí, si pudiera, pero no olvidarse. Olvidarse, nunca.

Cloister notaba su cabeza a punto de estallarle. Sus ojos apenas cabían en las órbitas, y los párpados parecían de metal. Tenía calor en el rostro y frío en el resto del cuerpo. Las venas de su cuello palpitaban al ritmo de un corazón acelerado. Aferró la grabadora, preso de la ansiedad. La puso de nuevo en marcha y gritó al micrófono:

– ¡Seguiré tu maldito juego! ¡Conduzca a donde conduzca!

Resoplando, esperó a que el led rojo que indicaba registro de sonido se apagara y luego reprodujo el archivo digital. La entidad había respondido a su aceptación de lo que le estaba proponiendo, sin condiciones.

– Eso me satisface, aunque no es ningún juego. Has elegido lo correcto, como siempre, y como siempre, Lo correcto te dolerá. Lee el Génesis, el primer capítulo. Estúdialo con cuidado y detenimiento. Cambia tu punto de vista. Hasta ahora te ha sido imposible comprender lo evidente, lo que cualquiera puede ver con solo mirar. Debes leer otros textos. Los que tu Iglesia llama Evangelios Apócrifos. No quiere admitirlos porque les tiene miedo, Y en eso está en lo cierto, aunque nunca llegará siquiera a imaginar por qué, ni cuánto miedo debe tener. si obtendrás ese privilegio. Basta con que leas el Evangelio de Nicodemo y el Evangelio de Tomás de la Infancia de ese Jesús. Léelos entre líneas. Entre líneas rectas. Algunas cosas torcidas saltarán a tu vista. Y cuando lo hayas hecho, vuelve a mí.

Tras escuchar la última comunicación, ya no había nada que hacer allí, y el jesuíta empezaba a sentir dolor físico de tanta tensión acumulada. Incluso le pareció como si una mano invisible lo tocara. En medio del silencio de la cripta, recogió su grabadora y su cuaderno, apagó el foco no sin antes haber encendido una linterna, y salió por la escalera que ascendía al exterior. Regresó al colegio, a su habitación, y rezó largamente. Después cogió su Biblia y se tumbó en la cama, algo más relajado. La oración había aliviado su aflicción, pero su alma seguía percibiendo la oscuridad adherida a ella. Abrió por el principio el libro que el consideraba sagrado, y leyó para sí: «En el principio, Dios creó los cielos y la tierra…».

Casi sin darse cuenta, fue avanzando línea a línea, párrafo a párrafo. Leyó cómo Dios creó el mundo de la nada. Cómo se hizo la luz… Después, el Paraíso Terrenal y los dos primeros seres humanos, Adán y Eva, a los que bendijo y pidió que crecieran y se multiplicaran. Dios les otorgó poder sobre todas las otras criaturas, pero les prohibió una sola cosa: comer el fruto del árbol de la vida, en el centro del Edén. No quiso que se abrieran sus ojos al hacerlo, ya que en tal caso conocerían el bien y el mal. La serpiente -el Demonio- les tentó, y dijo que Dios les había engañado al decirles que morirían si comían del árbol; les dijo que no morirían. Y no murieron. La serpiente les tentó, pero Dios había mentido. La ceguera de los ojos de Adán y Eva se quebró. Se les cayeron los velos que les impedían ver. Sintieron miedo, vergüenza, pudor. Perdieron las firmes sujeciones en las que agarrarse. Y Dios dijo, enigmáticamente: «He aquí que el ser humano es como uno de nosotros». Pero ¿a quiénes se refería?

Dios había mentido…

De repente, Cloister se detuvo.

– ¿Dios mintió? -se preguntó a sí mismo, en un tono inquisitivo que reflejaba una perpleja incredulidad. La perpleja incredulidad de quien desea estar equivocado, pero no cree realmente estarlo.

El Génesis era un relato simbólico. Cualquier teólogo lo sabía. Sólo las personas con fe más sencilla lo tomaban por una realidad histórica. Lo importante estaba en el sentido. Y el sentido era precisamente… que Dios mintió.

El sacerdote tomó aire. Sentía una opresión en el pecho, y su rostro exhibía una expresión de asco que él mismo no podía imaginar en su propia cara. La entidad tenía razón. Estaba asustado. El miedo le provocaba esa sensación parecida al calor dentro de la cabeza. Un zumbido movía sus tímpanos desde dentro. No disponía de los textos que había citado la entidad, de modo que accedió a internet y tecleó la dirección de una página que recogía todos los escritos apócrifos hallados hasta la fecha, incluyendo los pergaminos del mar Muerto y los de Nag Hammadi. Esbozó una leve y doliente sonrisa al recordar que casi ningún cristiano sabía que el Evangelio de san Juan había estado a punto de ser considerado apócrifo. La frontera entre unos relatos y otros estaba poco definida. Incluso las Biblias de distintas iglesias cristianas diferían en algunos de sus libros, o se consideraba a algunos de éstos muy cercanos a lo apócrifo. En cuanto al Nuevo Testamento, la vida de Jesús y la posterior conformación de la primitiva Iglesia cristiana, distaban mucho de ser narraciones rigurosas. Del propio Jesús se sabía muy poco con visos de ser indiscutiblemente cierto. Se había llegado a decir que no nació en Belén, que era rico, que tenía sangre egipcia, que viajó por Persia, la India y el Tíbet, que desbancó a Juan Bautista y fue rival suyo, que estuvo casado con María de Magdala y hasta que no murió en la cruz, con lo que, evidentemente, tampoco habría resucitado. De hecho, supuestas tumbas suyas llegaron a ubicarse en distintos lugares, desde la propia Jerusalén hasta la localidad japonesa de Shingo, pasando por Rozabal en Cachemira y otros diversos lugares, a cuál más estrambótico.