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– Hecho.

– Muy bien… A ver, déjame que compruebe los nuevos mensajes. Un momento, se está bajando… Lo tengo.

A través del teléfono, Cloister escuchó en silencio cómo su compañero pasaba varias veces seguidas el archivo de audio.

– Lo siento -dijo el padre Alfieri-. No reconozco el idioma. Tiene un patrón lingüístico, no me cabe duda, pero…

– ¿Pero?

– Nada. Dame algo de tiempo y trataré de descifrar el significado. Llámame en media hora. Y, por cierto, vaya sonido. Me ha dado un escalofrío y se me han erizado todos los pelos de la nuca. ¿De dónde lo has sacado?

– Es de un exorcismo. Después vuelvo a llamarte.

Cloister colgó el teléfono esperando no haber parecido descortés con su compañero. Mientras esperaba, aprovechó para poner en orden sus ideas una vez más. Cogió su grabadora digital, transfirió los ficheros de audio al ordenador y fue repasando sus notas de voz. En un documento en blanco escribió lo más relevante. También añadió algunas nuevas cuestiones que habían surgido en su mente y guardó los archivos de sonido en una carpeta cuyo nombre especificaba su contenido y su número de orden, por si necesitaba volver a consultarlos. Nada más acabar de hacerlo, recordó a la doctora Barrett durante el exorcismo. Sobre todo, cómo se había acercado a Daniel hasta poder escuchar lo que él, bajo un estado de enajenación -diabólica o no-, le susurró al oído y que tanto la había alterado. En aquella mujer debía estar encerrado parte del enigma. Su olfato de investigador le decía que así era. Descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad.

– Por favor, con la madre Victoria. Soy el padre Albert Cloister.

La voz que había preguntado al otro lado de la línea, respondió que la religiosa no podía ponerse al teléfono en aquel momento porque estaba en un oficio.

– Gracias -dijo Cloister-. No le deje ningún mensaje. La llamaré más tarde.

El sacerdote se quedó pensativo. Tenía unos minutos aún. Sentía su cabeza algo embotada, y optó por darse una rápida y relajante ducha. Puso el agua muy caliente y se metió bajo los chorros humeantes. El vaho ocupó enseguida todo el cuarto de baño, y Cloister perdió la noción del tiempo. Cuando miró su reloj, pudo comprobar que había transcurrido casi una hora desde que telefoneó al padre Alfieri.

Cerró los grifos, se secó a toda prisa y con una toalla alrededor de la cintura, volvió a la mesilla de noche y repitió su llamada al lingüista.

– Hola otra vez, Doriano. Perdona. Siento haberme retrasado. ¿Has encontrado algo?

– Lo siento mucho. No soy capaz de entender ni una palabra. Creo que deberías llamar a Zanobi. Si ese grito tiene algún significado, él es, creo yo, la única persona que puede ayudarte. A mí me ha vencido.

– Sí, tienes razón. Contactaré con Zanobi, a ver si él puede encontrarle algún sentido.

– Que tengas suerte.

– Gracias. Para hablar con Giacomo Zanobi, voy a necesitarla.

– De todos modos -dijo Alfieri a modo de despedida-, si consigo algo nuevo, te llamaré.

Con los labios apretados, Cloister tomó su agenda y buscó el número de teléfono del padre Zanobi. Había intentado evitar recurrir a él, pero a la postre tendría que hacerlo. Zanobi podía descifrar aquel grito o bien descartar que tuviera significado. Necesitaba ese dato. Tanto en un sentido como en otro, era un elemento crucial.

– Palacio del Santo Oficio, ¿dígame?

– Por favor, deseo hablar con el padre Giacomo Zanobi. Mi nombre es Albert Cloister.

– Un momento.

Desde su separación de los Lobos de Dios, el padre Zanobi vivía y trabajaba en uno de los edificios emblemáticos del Vaticano, antigua sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, más conocida por su nombre anterior: Santo Oficio o Inquisición. Ahora ese edificio servía de residencia a cardenales, obispos y otros religiosos del Vaticano.

– ¿Oiga? -inquirió la misma voz que había contestado al teléfono.

– Sí, sí, dígame.

– Le paso con el padre Zanobi.

Un ligero golpe seco, y el silencio, precedieron a un nuevo timbre de llamada.

– ¡Albert! Comment are du?

Zanobi se lo ponía fácil esta vez: francés, inglés y alemán.

– Bien, bien. Gracias, amigo mío. Perdona que sea brusco, y que me atreva a molestarte, pero necesito un favor.

– Covec.

Cloister supuso, por el tono, que eso era un sí.

– Bien, voy a enviarte a tu cuenta de correo electrónico un archivo de audio. Tu sustituto en los Lobos ya lo ha oído y no puede descifrar su significado, si es que lo tiene. Él cree que sí, y es quien me ha sugerido pedirte ayuda. De todos modos, iba a hacerlo. Si no te importa, querría que utilizáramos el convenio de signos de otras veces. Yo te hago preguntas y tú me contestas con un monosílabo para afirmar y dos seguidos para negar, ¿de acuerdo? Es importante.

– Jai.

– Perfecto… Ya te he enviado el archivo. Cuando lo tengas en tu ordenador, dímelo.

El triste silencio de una conversación imposible duró aproximadamente un minuto. Luego, Zanobi dijo:

– Ow.

– Muy bien. Ábrelo, por favor, y escúchalo. A ver si tú lo entiendes.

Cloister esperó, mientras escuchaba a su viejo amigo musitar extrañas palabras en voz baja. Algunas parecían ruidos guturales o murmullos deslavazados.

– Albert, ¡Albert!

– Aquí estoy. ¿Qué sucede?

– Onmi sluder pragnam dot.

– Un momento, Giacomo. Respóndeme con monosílabos. ¿Tiene sentido lo que has escuchado?

– Asgh.

Un sí. El grito de Daniel no era un galimatías verbal sin significado. Lo que Cloister y Alfieri sospechaban.

– Bien. ¿Has conseguido descifrarlo?

– Po vul.

Dos monosílabos seguidos. Eso era un no.

– ¿No?

– Hoi ge.

– ¿Crees que podrás conseguirlo?

– Ma -se escuchó al otro lado de la línea, rotundo.

– Excelente entonces. Hagamos una cosa. Si lo descifras, llámame a mi número de celular. En cualquier caso, si no lo has hecho tú antes, yo te telefonearé mañana por la mañana. Por cierto, ¿crees que se trata de una lengua antigua?

Otro claro «sí» salió de la especie de morse en que ambos hombres se comunicaban. La pregunta tenía sentido, pues las personas víctimas de una posesión solían expresarse en lenguas muertas, como el sánscrito, el arameo o el latín. A eso, la Iglesia lo denomina xenoglosia.

– Bueno, amigo mío -dijo Albert-, te dejo. Gracias por tu tiempo y tu saber. Un abrazo muy fuerte.

No había más que colgado el auricular, y apenas retirado la mano del mismo, cuando el timbre del teléfono sonó, causando a Cloister un pequeño sobresalto.

– ¿Albert?

Era Zanobi. Tan pronto. Debía de haberse olvidado de algo.

– ¿Necesitas algo más, amigo? -le preguntó Cloister.

– Fon ut.

– Entonces… ¿Es que lo has descifrado?

– Wee.

Una mente prodigiosa. Sólo podían haberse ordenado las distintas palabras como por arte de magia, para haberlo logrado tan rápido.

– ¡Fantástico! -exclamó Albert, lleno de asombro y entusiasmo.

Se sentía sobreexcitado, pero una furtiva tristeza lo invadió de pronto. Tristeza por su pobre amigo, víctima de esa confusión de lenguas que le había tenido sumido en la desesperación. Unos pocos años atrás, su elocuencia era proverbial. Se le ponía como ejemplo de expresión perfecta. Su mente regía los conocimientos lingüísticos como nadie, hasta que el arco se tensó demasiado y se partió.

– ¿Padre Cloister? -La voz que ahora escuchaba no era la de Giacomo Zanobi, sino la de otro hombre, que parecía algo más joven-. Soy el padre Lorenzo Ponti, ayudante del padre Zanobi.

– Encantado de hablar con usted.

– Mi jefe ha conseguido entender el contenido del archivo que usted le ha enviado. Es algo muy extraño. Se trata de arameo, pero estaba pronunciado al revés.