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Si en general se puede dudar de que las casualidades existan, aquél era un buen momento para creer, efectivamente, que no existen. Nada parecía indicar que, desde el momento en el que desenterrara al cura español, algo hubiera ocurrido sin motivo, al azar, al capricho de un destino inmotivado. Muy al contrario: todo guardaba relación y encajaba poco a poco, quizá de un modo aún oculto, pero que caminaba hacia su resolución. El mismo hecho de sentirlo de ese modo llevaba al jesuita a estar seguro de ello.

Mientras regresaba en un taxi de la Checker Cab al colegio-residencia en que se hospedaba, el padre Cloister recordó la última frase que sor Victoria le había dicho antes de despedirse: «Están actuando fuerzas que creemos conocer, pero que en realidad desconocemos. Ojalá me equivoque, aunque creo que no lo hago. Tenga cuidado y que Dios le guarde».

El sacerdote apretó inconscientemente su cartera mientras el automóvil enfilaba la calle Beacon, en la que se hallaba el famoso pub Bull & Finch, justo enfrente del Public Garden. Al pasar por delante de su fachada, el taxista dijo:

– Mire, ahí está Cheers.

Cloister salió de su ensimismamiento.

– Perdón, ¿cómo dice?

– Cheers -repitió el hombre.

– Ah, sí, sí.

– ¿Recuerda usted la serie de televisión? A mi mujer y a mí nos encantaba. La vemos siempre que la reponen.

A partir de ahí, de la mención del lugar más conocido de Boston en todo el mundo, la grata e intranscendente charla liberó un poco al sacerdote de sus pensamientos abismales. Aquel simpático taxista pertenecía a una familia bostoniana desde hacía varias generaciones, y era un profundo conocedor de la historia de la ciudad. Le habló de los ingleses que la fundaron, de Paul Reveré, de la guerra de Independencia, de la iglesia en que se pronunciaron los primeros discursos contra la esclavitud, y de los astilleros y del puerto desde el que partieran los más veloces y ágiles veleros de los dos últimos siglos.

Cuando el taxi llegó a su destino, Cloister sintió algo de pena. Lo que el conductor le estaba contando le parecía muy interesante, y además era una evasión. Cerrar la puerta del coche, al salir de él, significó pasar página y abrir la primera hoja de su nueva investigación. Una investigación que quizá culminara sus pesquisas anteriores y le aclarara lo que tuviera que ser, para bien o para mal. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras contemplaba cómo se alejaba el taxi, torcía por una bocacalle y desaparecía de su vista. El cielo seguía despejado, luminoso, en contraste con la oscuridad que cubría su alma. Sintió algo extraño, como si un tiempo acabara y empezara otro; como si el mundo fuera distinto aunque igual que un poco antes, un día antes, una hora, un minuto antes. Dejó que su mirada se perdiera hacia el fondo de la calle que el taxi había tomado, siguiendo su camino. El mismo bullicio abigarrado de gentes y vehículos que cabía esperar. Pero algo, algo sutil, había cambiado. Dentro de sí.

El sacerdote removió la lengua dentro de la boca y se dio cuenta de que tenía en ella un sabor metálico. Por fin había decidido dejar de fumar. Sus pulmones empezaban a resentirse del paquete largo de cigarrillos que había estado consumiendo a diario desde hacía más de quince años. Ahora llevaba un mes sin tabaco. Aquel día era el número treinta de la cuenta. Sacó de un bolsillo interior de su chaqueta una caja de chicles de nicotina y se metió dos en la boca. Enseguida liberaron dentro su sabor rancio e intenso.

La bombilla de ahorro energético emitía un leve zumbido y vibraba de un modo casi imperceptible. Albert Cloister estaba tumbado en la cama de su habitación, enfrascado en la lectura de los informes psiquiátricos de Daniel. Quería conocer las interioridades de su mente antes de pasar la mini DV en el equipo de vídeo portátil que llevaba consigo. Le intrigaba sobremanera la desaparición de la doctora que había escrito los informes. Algo ocurrió durante el exorcismo que el padre Gómez no alcanzaba a comprender, pero a lo que ella sí debió de encontrarle algún significado. El exorcista había interiorizado tanto su labor de lucha contra el Maligno que el mundo exterior a él y su conexión con el exorcizado quedaron anulados, como en una especie de amnesia parcial, semejante a la que experimenta quien protagoniza una situación traumática. Renunció a practicar nunca más exorcismos y no se atrevió siquiera a ver la grabación. El obispo sí lo hizo, y encontró elementos fuera de lo común en un caso de supuesta posesión diabólica. Sobre todo, el grito desgarrado «TODO ES INFIERNO», que le hizo ponerse en contacto con su antiguo amigo en Roma, monseñor Ignatius Franzik. Era un caso para el grupo que el cardenal dirigía.

Cloister acababa de leer el primero de los cuadernos de la psiquiatra. En sus páginas se narraban las terribles visiones de Daniel. Lo que más llamaba la atención de la doctora era que esas visiones tenían características impropias de un deficiente mental severo como Daniel Smith. Algo no cuadraba en todo ello. Se escapaba, no ya de lo usual, sino de lo esperable. La visión inicial de la psiquiatra era claramente confusa. Cloister se dio cuenta de que aquella mujer no estaba preparada para comprender en su auténtica medida el problema del viejo jardinero. Y no es que él tuviera la fórmula. Se limitaba a constatar ese hecho. Como ella, pensaba también que las descripciones de mundos diabólicos eran excesivamente precisas. Incluso, a veces, el jardinero empleaba expresiones o palabras demasiado cultas. En ciertas ocasiones otra persona distinta parecía emerger, expresándose por boca de Daniel, como ocurrió dramáticamente en el exorcismo. La psiquiatra consideraba la posibilidad de una conexión telepática con otra u otras personas, algo en lo que, como ella había anotado y era cierto, el mismo Albert Einstein creía. Esto hizo sonreír a Cloister, que no esperaba una mente tan abierta en aquella mujer, simplemente por su propia experiencia con científicos. La estadística decía que el mundo está compuesto, en su mayoría, por personas acérrimamente incrédulas o tenazmente crédulas. El punto medio, en el que los antiguos sabios griegos colocaron la virtud, era el menos común de todos los lugares.

El segundo cuaderno empezaba desarrollando las ideas del primero, y recogiendo nuevos sueños de Daniel. Pero las cosas iban cambiando. La doctora parecía involucrarse paulatinamente de un modo obsesivo. Era como si algo la hubiera llevado o inducido a convertirse en parte activa de los sueños. Se trataba de algo difícil de definir. Las narraciones la impresionaban más que al principio y la distancia entre el paciente y el médico se había reducido, o incluso anulado. Llegó un momento en que las anotaciones del informe eran sólo frases sueltas, ideas inconexas. Se daba el caso de que la doctora parecía estar experimentando un ataque a su propia razón. El mismo hecho de solicitar un exorcismo ponía de manifiesto que aquella mujer tenía la necesidad, el ansia de saber algo. Y Cloister conocía bien esa sensación.

Dentro de ese segundo cuaderno había una anotación enigmática: «globos amarillos». Esta breve frase estaba rodeada de tinta, en un óvalo tan oprimido que había llegado a romper el papel en algunos puntos. A Cloister esa frase no le decía nada, salvo porque el sacerdote exorcista había incluido en su informe que Daniel dijo lo mismo durante su exorcismo, cuando mencionó la localidad de New London, en Connecticut, y otro lugar cercano, una isla al parecer, de la que no logró entender el nombre.

Más adelante en el cuaderno había otra anotación que Cloister tampoco sabía cómo interpretar. Una visión anterior a la de los «globos amarillos» narraba la muerte de un vigilante de universidad durante una especie de acto reivindicativo llevado a cabo por unos estudiantes. Era una historia confusa, que tampoco significaba para Cloister nada especial por sí misma. Era la letra de la doctora la que, a la luz de sus conocimientos grafológicos, tenía interés. Se trataba de una escritura muy firme y redonda al principio, como en todo el primer cuaderno, que luego se iba tornando insegura, temblorosa, irregular. Sólo podía explicarse algo semejante por un repentino choque emocional. Esta impresión del sacerdote la corroboraba el hecho de que ese momento de las notas fuera el pistoletazo de salida del resto de extrañezas en el informe. A partir de ahí, todo cambiaba. El equilibro se tornaba vaguedad, lo concreto y específico, en errático. No había además que olvidar que ella desapareció después del exorcismo, y que nadie había podido localizarla por el momento. Su teléfono celular se mantenía apagado y ningún conocido tenía noticias de ella desde la tarde en que se celebró el rito en la residencia de ancianos. En todo caso, no había muchos a quienes preguntar. La doctora era soltera, vivía sola y se relacionaba con muy pocas personas. Aparte de su consulta, la parroquia a la que acudía y su labor en la residencia de ancianos, nada. En su trabajo, únicamente mantenía una más bien distante relación con su secretaria. En la parroquia y la residencia, hablaba con un par de sacerdotes y varias monjas. Pero personas con las que tuviera una relación íntima, o algún hombre en su vida, no se conocían.