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Capítulo 18

Boston.

El despertador no llegó a sonar a la hora prefijada, las siete de la mañana, porque el padre Cloister lo apagó unos minutos antes. Se había despertado hacia las seis y media, después de un par de horas de sueño, tres a lo sumo. El resto del tiempo había estado despierto, pensando con poca claridad. Muchas experiencias anteriores se entremezclaban en su mente. Se sentía como un niño ante un problema demasiado complejo. No conseguía encajar los distintos elementos, y eso turbaba su ánimo. Nunca había sido un hombre soberbio, pero de haberlo sido, su orgullo estaría gravemente herido. Todos sus conocimientos, sus sentidos, su inteligencia, no le bastaban para comprender lo que estaba pasando.

Antes de levantarse tuvo deseos de fumar un cigarrillo. En lugar de eso fue al cuarto de baño, bebió un poco de agua y se metió en la boca un chicle de nicotina. Se dio una rápida ducha antes de vestirse y bajar a desayunar. No se quedó en la cafetería del colegio. Prefirió salir para estar solo entre los desconocidos de un bar cualquiera. Luego daría un paseo, tranquilo, dedicando tiempo a ordenar sus pensamientos. No más información hasta que hubiera asimilado lo que ya sabía. Después, una vez conseguido eso, una vez destilados los datos útiles o comprensibles para él en ese momento, regresaría a su habitación y visionaria la mini DV. Sólo entonces.

Cuando hubo terminado el desayuno, comenzó su solitario y largo paseo de meditación. Empezó su trayecto en la calle Devonshire, torció a la izquierda y se encaminó por la calle Franklin, en la que se hallaba el colegio en el que estaba hospedado. Luego siguió caminando hasta el acuario de la ciudad. Decidió visitarlo, aunque no podía decirse que fuera muy aficionado a las criaturas marinas. Sin embargo, era muy probable que las imágenes de paz y silencio le ayudaran a reflexionar con calma. Nada más lejos de la realidad, ya que el acuario estaba inundado de ruidosos niños. Cloister buscó un lugar lo más tranquilo posible y trató de enajenarse del bullicio. Las focas nadaban delante de él, dentro de su estanque. Las veía por debajo del nivel de la superficie, a través de unos cristales, y parecían contentas.

El jesuita sonrió observándolas. Cuando por fin decidió regresar, su espíritu estaba algo más tranquilo. Como el soldado antes de la batalla, cuando el sol naciente da fin a la vigilia, miró al frente con determinación. Quizá encontrara en la cinta del exorcismo lo que le faltaba aún para comprender el enigma que le perseguía y del que, de algún modo, era protagonista. Ahora sentía apremio. Al salir del acuario tomó un taxi, y nada más llegar al colegio subió a su habitación sin perder tiempo. Ninguna demora iba a mediar ya en su investigación de los hechos. Extrajo la videocámara digital de la bolsa de transporte, la enchufó a la corriente y la conectó al televisor. Después introdujo la cinta en el receptáculo y, tras comprobar que estaba completamente rebobinada, pulsó la tecla de avance.

Una imagen desencuadrada y parcialmente cubierta, apareció en la pantalla. El sacerdote exorcista estaba colocando la cámara. Su voz era desagradable, meliflua. Su cara pudo verse por vez primera cuando se alejó del mueble sobre el que había colocado la cámara, una vez ajustada la imagen. La toma mostraba ahora una gran parte de la habitación. Era uno de los humildes cuartos de la residencia de ancianos. La ventana quedaba fuera de la vista, aunque la luz penetraba por ella y se reflejaba en la pared en la que se hallaba la cama de Daniel. A un lado había una mesilla de noche sobre la que el sacerdote había puesto una imagen de la Virgen y los recipientes con agua bendita y sal. En el lecho, un sencillo crucifijo con la imagen de Cristo.

Lo que vio a partir de entonces fue muy impresionante, y en algunos momentos, sobrecogedor: la lucha entre el Bien y el Mal encarnada por aquellas tres personas tan distintas, y en aquel campo de batalla tan peculiar. Daniel parecía realmente endemoniado. Su voz se transformó en una mezcla de voces que parecían.emerger desde el mismo Infierno. El padre Gómez se mostraba alterado en extremo. Cualquiera hubiera dicho que estaba tan poseído como el anciano, cuyo rostro se desencajaba y llegaba a desfigurarse. La imagen no era muy buena, debido a la calidad limitada de la cámara y la poca iluminación de la estancia, pero Cloister se dio cuenta de que, en efecto, algunas cosas no eran fruto de una obsesión patológica. Cuando el sacerdote fue impulsado hacia atrás por una fuerza invisible, el viejo Daniel no parecía un simple enfermo mental.

Y más aún resultaba evidente cuando el grito que había llevado a Cloister hasta allí afloró a los labios del pobre hombre: «TODO ES INFIERNO».

Una hora después de visionar la grabación, el jesuita tenía aún impresas en la retina las imágenes del exorcismo de Daniel, y en sus oídos resonaba la inquietante frase que era ya tan familiar para él. Había pasado decenas de veces otro grito distinto; un grito en el que el viejo jardinero deficiente pronunciaba una frase incomprensible. Al menos incomprensible para Cloister, aunque en cierto modo la cadencia de las extrañas palabras no le resultaba del todo ajena. Podía tratarse de un conjunto de sonidos carente de significación, pero no lo creía así. Ya no creía en el azar ni en las coincidencias. Conectó el equipo de vídeo a su ordenador portátil y capturó el fragmento correspondiente al grito. Luego separó el sonido de la imagen y guardó el archivo de audio para enviarlo por correo electrónico.

Antes cogió su teléfono celular y buscó el número de Doriano Alfieri. El padre Alfieri era el nuevo experto en filología, lingüística y paleografía de los Lobos de Dios, reciente sustituto de otro hombre que había sido toda una leyenda, Giacomo Zanobi. Este último era un caso sorprendente y triste a la vez. A sus sesenta años aún no cumplidos, hablaba con soltura más de treinta lenguas, podía leer en otras cincuenta o sesenta, y conocía en total, más o menos rudimentariamente, alrededor de trescientas. Era un hombre considerado y amable, pero no había manera de entablar una conversación coherente con él. Y no por cuestiones de carácter. Con tanto estudio, algún mecanismo desconocido en su mente se había quebrado, propiciando que se mezclaran en una todas las lenguas que sabía. Algo así como el proceso inverso, en una sola persona, del episodio bíblico de la torre de Babel. Él comprendía perfectamente lo que le decían, pero era incapaz de expresarse en una única lengua delimitada. Eso hacía que casi nunca se le pudiera comprender a la primera, sobre todo cuando utilizaba una mezcolanza de idiomas extremadamente raros, como el sánscrito, el hopi y el volapuk. Sus trabajos como lingüista de prestigio habían estado a punto de caer en una vía muerta. Apartado de los Lobos de Dios por la conveniencia del grupo y por propia voluntad, tenía ahora un ayudante que, con esfuerzo y repeticiones constantes, le permitía seguir adelante en sus investigaciones. Para Cloister fue una pena su pérdida como integrante de los Lobos, pues lo apreciaba mucho.

– Padre Doriano Alfieri al aparato.

La seca frase al otro lado de la etérea línea telefónica sacó a Albert de sus pensamientos.

– Soy Cloister.

– ¡Albert! -dijo el otro sacerdote, el nuevo experto en filología y lingüística, ahora con una voz mucho más afable-. ¿Cómo te va?

– Bien, gracias. En una misión, como casi siempre… Perdona que te moleste, pero tengo una grabación que me gustaría que escucharas.

– Por supuesto.

– No sé si tiene algún sentido. Pero, de tenerlo, necesito saber lo que significa la frase que se oye. Ahora mismo te la envío por correo electrónico. ¿De acuerdo?

– Muy bien. Espero el archivo.

Cloister abrió el programa de correo de su PC, creó un nuevo mensaje, buscó en la libreta de direcciones la del padre Alfieri y le adjuntó el archivo de audio.