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Cloister se daba cuenta de que todo aquello suponía un enigma en sí mismo. Decididamente, algo le decía y le repetía que nada era casual. Por una sensación no racionalizable, imposible de transformar en algo cabal y coherente, sentía que aquel jardinero deficiente mental, aquella doctora y la ciudad de Boston tenían las claves del misterio.

El caudal de información había sido demasiado grande aquel día. No era capaz de procesar más datos. Sentía la cabeza embotada, y los párpados pesados por delante de unos ojos que exigían un descanso. El sacerdote reprimió sus ansias de visionar la cinta del exorcismo. Necesitaba encontrarse despejado y con todos sus sentidos en perfecto estado de funcionamiento. Quizá no pudiera dormir, pero al menos tumbarse en la cama con la luz apagada le aportaría algún descanso. Estaba acostumbrado a forzarse a descansar. Sus últimos años como Lobo de Dios le habían enseñado muchas cosas, y ésa era una de ellas.

Se desvistió, rezó sus oraciones y se metió entre las sábanas. Apagó la luz de la mesilla de noche, pero la iluminación de la ventana le permitía distinguir la lámpara del techo, redonda, con varios colgantes de vidrio. Fijó en ella la mirada como en un mantra. Los cables de enlace con el mundo se desconectaron poco a poco. Cerró los ojos y trató de desembarazarse de las visiones que emulaban las del pobre y viejo jardinero. Un remolino se formaba en su imaginación a medida que se desunía del mundo real. Un remolino oscuro que parecía hablarle, susurrarle dentro de su cabeza frases que le hacían pensar en los siglos y los milenios, el tiempo y la eternidad.

Capítulo 17

Connecticut.

«Venganza.» Audrey no estaba segura de si había dicho esto en voz alta o si únicamente lo había pensado. Era terrible que no confiara en su propia cordura quien dedicaba su vida a sanar las mentes de otros.

Ya había anochecido. Ésa fue en parte la razón que le hizo coger un desvío equivocado y perderse en su camino hacia la población de New London, en el estado de Connecticut. Acababa de detener su coche en el arcén de una carretera secundaría, estrecha y en mal estado. Un bosque impenetrable se extendía a su alrededor; ramas que se asemejaban a dedos raquíticos cubrían, por encima, la tira de asfalto.

Audrey conocía muy bien New London. Allí pasó toda su infancia y gran parte de su adolescencia, hasta que se trasladó a Hartford con su rnadre, tres años antes de comenzar la universidad. A esa mudanza las obligó la muerte de su padre, que nunca estuvo interesado en el dinero y que no les dejó, por ello, más que un puñado de dólares en una escuálida cuenta bancaria. Audrey sólo consiguió estudiar en Harvard gracias a una beca que le costó mucho conseguir y mantener. Nada en su vida había sido fácil.

Estos y otros recuerdos la apartaron por un instante breve del pensamiento que la dominaba: las revelaciones que Daniel le había hecho durante el exorcismo. Recordaba vagamente haber huido de la residencia, tras abandonar el ritual, y meterse luego en su coche para deambular por la ciudad durante horas, sin rumbo fijo. No se detuvo hasta quedarse sin gasolina en algún lugar cerca del puerto. Entonces se había echado a llorar con tanta furia que se hizo daño en la garganta. Las lágrimas no le sirvieron de alivio. Estas no. Eran de rabia y odio. Su hijo Eugene no se había perdido en Coney Island cinco años atrás. Ningún golpe fortuito le había provocado una amnesia que le impidiera recordar quién era y cómo volver a casa. No se había caído al mar, ni su cadáver quedó olvidado en la cuneta, después de que un coche lo atrepellara.

Nada de eso fue lo que ocurrió.

La verdad que le había revelado a Audrey el ser diabólico que poseía a Daniel era otra. Alguien le arrebató a su hijo en Coney Island. Se lo robó. Y Audrey sabía quién era el culpable de haber convertido su vida en un amargo tormento. Se llamaba Anthony Maxwell. Este nombre fue otra de las revelaciones de Daniel, porque, para Audrey, Maxwell siempre fue el payaso anónimo de los globos amarillos. El mismo payaso que acompañaba a Eugene en su última foto. Y pensar que ella llevaba años mirando sin la menor sospecha la imagen de aquel rostro sonriente, maquillado de blanco y rojo… El rostro de ese maldito bastardo que vivía cerca de New London, donde ella había vivido. Así se burlaba Dios de los seres humanos. Con casualidades como esta. Dios era cruel. Quien afirmara lo contrarío mentía o era un ingenuo.

Audrey quería venganza. La ira y el deseo de hacer sufrir a ese hombre la corroían. Para ella, Maxwell había dejado de pertenecer a la especie humana, porque sólo un animal era capaz de hacer lo que él había hecho. La propia Audrey se había convertido también en una bestia, en un depredador. El objetivo de su vida se reducía ahora a hacerle pagar a Maxwell su crimen y descubrir la última pieza del puzzle, que Daniel se había negado a desvelarle: si su hijo Eugene seguía vivo o no.

Le costó salir del coche. Tenía el cuerpo entumecido. El frío y la humedad del ambiente lograron calarle los huesos a pesar de su ropa de abrigo. De la parte anterior del automóvil partían dos conos luminosos. Iluminaban la gruesa capa de hojas en descomposición que lo cubría todo. Aún estaba lejos la primavera, y parecía imposible que esa podredumbre pudiera acabar convirtiéndose en un hervidero de vida. Igual de imposible le parecía a Audrey volver a ser quien era antes de aquel día.

Perder a Eugene había envenenado su alma, convirtiéndola en una mujer triste e inconsolable, que odiaba a Dios por encima de todas las cosas. Pero, en cierto modo, se había acostumbrado a vivir con ese dolor. Su creencia de que Eugene no estaba muerto, la anticipación con la que abría los informes de los detectives que lo buscaban sin descanso, hacían eso posible. Era un equilibrio extremadamente frágil, que las revelaciones de Daniel habían alterado. Resultaba irónico que lo que no había conseguido su fe en Dios, se lo hubiera concedido el Demonio. Reforzar su esperanza. Aunque no estaba segura de que eso fuera bueno. Si descubría que esa tenue esperanza era vana, el desengaño no le permitiría seguir viviendo.

Cruzó la carretera sin saber muy bien con qué intención. Tuvo el cuidado de mirar a uno y otro lado para asegurarse de que podía atravesarla sin peligro, como si esa carretera desierta fuera la ajetreada avenida Commonwealth. El apego a las viejas costumbres es, a veces, lo único que nos queda. Escudriñó la negrura sin éxito. No se veían los faros de ningún otro coche. Estaba sola y perdida. Pero en su cerebro no había espacio para la autocom-pasión. Estaba ocupado en ahuyentar algo frente a lo que su mente se cerraba por completo. La simple idea de reflexionar sobre ello era casi tan dolorosa para Audrey como admitir que su hijo pudiera estar muerto: ¿qué tipo de cosas podía haber sufrido Eugene si aún seguía vivo? ¿A qué tipo de vejaciones…?

– ¡AAAHHH!

Audrey gritó con todas sus fuerzas para acallar el abominable pensamiento. Su alarido atormentado espantó a alguna clase de ave nocturna. Y eso fue todo lo que ocurrió. Ella estaba sufriendo y al mundo le daba igual. Avanzó de vuelta al coche, y esta vez no miró a ambos lados de la carretera antes de cruzar.