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– Es sólo un fragmento -dijo Franzik, señalando la podrida hoja-. Lo que quiero mostrarte está recogido dentro de este códice, datado en el siglo n de nuestra era por su composición, estilo y escritura. La prueba del radio-carbono lo confirma. Aparte de que, por estar escrito en griego y sobre papiro corresponde a la región de Egipto o de Palestina, ignoramos todo lo demás. Quién o quiénes lo escribieron, en qué fuentes se basaron, cuál era su finalidad. Ni siquiera se sabe cómo llegó a formar parte de la biblioteca de San Juan de Letrán antes de venir a este archivo. Por suerte no se perdió durante el expolio de Napoleón, como otros textos irreemplazables. Pero lo verdaderamente importante es… Mira, aquí está. Ten cuidado con el papiro. Intenta no tocarlo.

Cloister se inclinó sobre la mesa. El códice reposaba en ella como el resto de un antiguo naufragio. El cardenal señalaba un párrafo, algo desvaído pero legible. Se refería a las tentaciones de Jesús en el desierto:

TODO ES INFIERNO

La frase asaltó al jesuíta. Levantó la vista y la dirigió hacia su jefe. Allí había unos hilos entretejidos. Pero más que los hilos de la Providencia, parecían componer una densa tela de araña: peligrosos, estremecedores, desconcertantes. Aquello era una búsqueda que tenía sus pistas desperdigadas en el tiempo. Era imposible saber todavía adonde conducían, aunque en la mente del padre Cloister no cabía que se tratara de casualidades. Hay sombras tan densas que, al arrojar luz sobre ellas, en lugar de disiparse se hacen aún mayores.

– Y eso no es todo, querido Albert -añadió Franzik, que dio la vuelta a varías hojas con sumo cuidado-. Un poco más adelante se menciona el postrero grito de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Y se afirma que sólo quien consiga resolver ese enigma conocerá la verdad. Si eso es exacto, ahí está la llave. De eso estoy seguro, aunque ignoro lo que puede abrir.

– La verdad… -musitó Cloister, sin que se tratara de una respuesta a las dudas del cardenal.

– La verdad, sí. Una verdad que tú habrás de descubrir. No soy capaz de imaginar a nadie más preparado para ello. Y, además…

El cardenal se detuvo, con una mirada extraña.

– ¿Además…? -inquirió Cloister.

– Hay algo que… hay una lógica detrás de todo esto. Es como si… algo te estuviera buscando a ti. No es mi intención decir tonterías, ni asustarte. Pero lo siento así. ¿Qué piensas? ¿Crees que son los desvarios de una mente que entra en sus últimos años de lucidez?

– En absoluto, monseñor. Yo también empiezo a tener esa sensación. Esa convicción. Algo me está guiando. Pero ¿por qué?

– No creo que nadie pueda responder a esa pregunta. Salvo tú mismo. Con la ayuda de Dios, naturalmente. Debes tener valor, mi buen Albert.

– Espero ser digno. Mi corazón y mi alma anhelan desvelar esa verdad.

Capítulo 13

Boston.

Daniel se quedó dormido al poco de marcharse la madre Victoria. Su respiración fatigosa se mezclaba con gemidos y esporádicos movimientos involuntarios de sus párpados y extremidades. Audrey se acomodó en la silla donde había estado sentada la monja. Posó la mirada en Daniel y en su rosa, y permaneció así durante largo tiempo, hasta que el sueño consiguió vencerla también a ella.

Se despertó alterada, aunque no hubiera ninguna razón para eso. Si había tenido una pesadilla, no la recordaba. Comprobó que Daniel seguía durmiendo con su sueño agitado. Audrey suspiró. Su ánimo se resistía a volver a la normalidad. Puede que sus sentidos presintieran algo que a Audrey se le escapaba. Este incómodo pensamiento la impulsó a levantarse de la silla. Fue hasta la ventana y se puso a mirar por ella. Recordó que Joseph había hecho lo mismo el día en que se conocieron. Qué lejano parecía ahora aquel primer encuentro…

– Lu… ees.

Daniel hablaba en sueños. Audrey se acercó a la cama y puso una mano sobre el cuerpo del anciano, para intentar tranquilizarlo.

– Shhh. Calma, Daniel.

– Globos… amarillos. Hay glo… bos amarillos. Algodón… dulce y un… ¡niño! -Daniel sonrió en su sueño. Era una sonrisa benigna e infantil, que de pronto se convirtió en una mueca de terror-. No… no vayas… No… ¡NOOO!

El viejo se despertó. Sus ojos, completamente abiertos y aterrorizados, miraron hacia Audrey sin conseguir verla. La psiquiatra estaba aturdida. Ella recordaba una escena de su pasado en la que había globos amarillos y algodón dulce… y también un niño pequeño. La tenía grabada a fuego en su memoria. Audrey tomó conciencia de la frase «No vayas» que Daniel había dicho. ¿Se referiría al niño? Agarró al anciano con ambos brazos y lo zarandeó sin contemplaciones.

– Sigue hablando, Daniel, por favor. ¡Habla!

Su expresión bobalicona había regresado. Ignoraba por completo a qué se refería Audrey, que sintió una impotencia dolorosa.

– Au… drey, me haces… daño. -Ella relajó sus manos crispadas y soltó los brazos de Daniel, en los que dejó las marcas rojizas de los dedos-. ¿Estaba… soñando?

– ¿Recuerdas algo del sueño?

Era una pregunta vacía y Audrey era consciente de ello. Daniel negó con la cabeza.

– ¿Estás enfa… dada, conmigo?

Audrey empleó todas sus fuerzas para recuperar la calma e intentar mostrarse sincera al decir:

– No estoy enfadada. Tranquilo, Daniel. Todo esto acabará bien. Te lo prometo.

– ¿De… verdad lo… crees, Audrey?

– Sí.

Daniel sonrió. Pero había algo erróneo en su sonrisa. El corazón de Audrey empezó de nuevo a latir agitadamente.

– ¿De verdad crees que todo va a salir bien, Audrey? ¿De… verdad… que… sí?

La mueca de Daniel que simulaba una sonrisa dio paso a una carcajada siniestra. Audrey había caído en su engaño. Era el otro Daniel quien le hablaba ahora. Quizá había sido él todo el tiempo. ¿Cómo podría Audrey saberlo?

– Tú otra vez… -dijo ella entre dientes-. ¿Qué quieres de mí?

– Oh, eso lo sabrás a su debido tiempo. Por ahora limitémonos a preguntarnos qué quieres tú de mí.

– No te comprendo.

– Te lo dije el otro día, Audrey. Yo sé lo que tú deseas saber.

– ¿Y qué es lo que yo deseo saber? -gritó Audrey, furiosa.

Daniel había salido de la cama y recorría la habitación mientras hablaba, como un profesor impartiendo su clase. Audrey se había colocado de nuevo junto a la ventana, para estar lo más lejos posible de él.

– La verdad sobre Eugene, Audrey.

Al oír aquel nombre, ella sintió un dolor insoportable. Cuando reunió fuerzas para hablar otra vez, su voz sonó vacilante y demasiado aguda:

– Tú no puedes saber lo que le ocurrió a Eugene.

El argumento de Audrey se basaba en admitir que Daniel era un telépata con visión remota que se manifestaba a través de la personalidad del Daniel oscuro. Por tanto, sólo podía saber sobre ella y su pasado lo que la propia Audrey supiera o recordara. Pero no más que eso. Una conclusión inevitable de ese supuesto era que Daniel podía saber quién era Eugene, pero no qué había ocurrido con él.

– Crees que mis poderes -dijo el viejo con el rostro encogido, simulando compasión- no me permiten saber lo que tú no sabes, ¿no es cierto?… Te equivocas, Audrey.

– Sólo Dios puede saber lo que tú dices que sabes… Sólo Dios y el Demonio.

– ¿Y quién dices tú que soy yo?

– No puedes ser Dios, y tú no eres el Demonio. Así es que no te creo.

– ¡Bienaventurados los que tienen fe, porque ellos son seres únicos! Tú, en cambio, perteneces al enorme y mediocre grupo de los incrédulos. Vosotros necesitáis ver para creer.

A Audrey ya no le sorprendía tanto el cambio de personalidad de Daniel, las expresiones elaboradas de su otro yo, sus paródicas referencias a citas y hechos religiosos. Pero esta vez Audrey detectó algo nuevo, que logró inquietarla. Una ansiedad animal. Este Daniel deseaba demostrarle que no mentía. La psiquiatra estaba segura de que sus promesas eran falsas. Por eso dijo: