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– Voy a darle largas de todos modos.

– ¡Oh, vamos! No puede ser tan mala como parece… -Joseph se dio cuenta de que había dicho algo que no debía-. Quiero decir…

– No importa. Sé lo que quería decir.

– Es usted muy guapa -dijo la niña, de repente.

Audrey sonrió. Con tristeza al principio, hasta que descubrió al pequeño Howard mirándola, y vio cómo éste se sonrojaba. Joseph puso una mano sobre su corazón y dijo:

– Le juro que esto no lo hemos ensayado.

Ella tuvo que rendirse, aunque no estaba muy segura de que Joseph dijera la verdad.

– Supongo que puedo quedarme un poco y dar un paseo.

– ¡Estupendo! -exclamó Joseph-. Dame la mano, Tiffany. ¿Howard?

La niña se apresuró a hacer lo que le había dicho su padre, pero Howard no. Lo que hizo fue ponerse junto a Audrey y agarrar una de sus manos. Ella tomó la de Howard con una extrema delicadeza. Era tan frágil…

– Parece que la tienes en el bote, ¿eh, amigo? -le dijo Joseph a su hijo-. Fíjate en cómo te está mirando y grábate esa mirada, campeón. No la verás muchas veces en tu vida. Yo diría que es amor.

El bombero se dijo que el pequeño Howard tenía mucha suerte. Había una mujer excepcional bajo esa dura corteza. Y Joseph se había propuesto sacarla a la luz.

El paseo que Audrey dio con Joseph y los hijos de éste acabó siendo muy agradable. A pesar de todas las preocupaciones de ella y de su constante tristeza, el bombero consiguió hacerle recuperar la sonrisa. Era un hombre divertido. Y parecía, además, un padre cariñoso y dedicado. A Audrey se le pasó muy deprisa el resto de aquella tarde. Para alargarla un poco, se ofreció a llevar a Joseph a casa, donde iban a pasar la noche sus hijos. Se despidieron en el portal, y en los rostros de todos se notó que la hora de separarse había llegado demasiado pronto. Audrey se olvidó esa tarde de contar las horas que le faltaban para irse a dormir. Solía hacerlo, porque cada noche esperaba soñar con el ser al que más había amado en este mundo.

En él estaba pensando también ahora, dos días después de su paseo por el campus de Harvard, mientras el padre Cannon daba su sermón dominical. Audrey asistía todos los domingos a misa en la misma iglesia, la de San Vicente de Paúl, un baluarte para descendientes de irlandeses como ella. Los padres de Audrey habían sido católicos ardorosos, casi fanáticos, que siempre se esforzaron por inculcarle el temor de Dios. E hicieron bien su trabajo. Sentía desde pequeña un enorme temor hacia él, en su acepción más negativa. Su miedo hacia Dios era casi tan grande como el odio que había llegado a tenerle.

La parroquia se enorgullecía de su «sangre irlandesa», y ese orgullo siempre fue correspondido. Originalmente, el templo estuvo emplazado en otro lugar, pero cuando la expansión de la ciudad de Boston en el siglo XIX amenazó con su derribo, los feligreses -en su mayoría inmigrantes de Irlanda- decidieron trasladarlo a su localización actual. La misma fe que es capaz de mover montañas, pudo también mover, una a una, las piedras de la iglesia de San Vicente de Paúl. La fe de Audrey no le bastó, sin embargo, para alcanzar ningún tipo de paz interior. Pero al menos la condujo hasta la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad y hasta la madre Victoria.

Incluso en un lugar sagrado como la iglesia de San Vicente de Paúl, luchaban sin tregua dentro de Audrey las convicciones religiosas y su despecho hacia Dios. En un momento en el que pareció tomar ventaja lo primero, trató de concentrarse en las palabras del sacerdote. Pero fue inútil. Empezó entonces a fijarse en los frescos de las paredes, que tantas veces había contemplado. Mostraban las etapas de la Pasión de Cristo, los catorce pasos que lo llevaron de su condena a muerte a yacer en un sepulcro, tras sufrir un indecible tormento. Tampoco en esos cuadros encontró ningún consuelo. Sintió deseos de marcharse, pero se quedó donde estaba. Si ese pequeño sacrificio suyo hacía sentirse culpable a Dios, valdría la pena, se dijo. Volvió otra vez su atención hacia el padre Cannon. Era el primer domingo tras el día de Todos los Santos, y su sermón hablaba de la vida después de la muerte.

Acabado el oficio, todos los feligreses se mostraban alegres y sonrientes, quizá felices por compartir unas creencias que les ofrecían la salvación a cambio de sus miserias. Audrey sintió envidia. Y la inquietud que la atosigaba desde su último encuentro con Daniel regresó con más fuerza que nunca. El día anterior no había querido ir a verlo. Algo iba a ocurrir si se encontraba de nuevo con Daniel. Nunca como entonces había estado tan segura de uno de sus presentimientos. Audrey temía que pudiera tratarse de algo horrible, aunque de todos modos estaba decidida a visitarlo aquella tarde. Se resistía a olvidar simplemente al anciano jardinero y abandonarlo sin más. Resultaba curioso que alguien que carecía de toda esperanza pudiera dar esperanza a otro. Pero eso era exactamente lo que había ocurrido entre ellos dos. Daniel confiaba en que Audrey poseyera la cura para su sufrimiento, y ése era un milagro que ella se sentía obligada a honrar.

Había otra razón, además, para que no quisiera desistir: su curiosidad demasiado humana le exigía saber qué era eso sobre lo que su intuición la precavía.

Tardó un cuarto de hora en recorrer la distancia que separaba la iglesia y la residencia de ancianos. No salió inmediatamente del coche después de aparcar, sino que permaneció sentada en el interior durante un par de minutos. Ahora se sentía un poco más tranquila. Ya no tenía la sensación de que algo sombrío la aguardaba en la residencia. Quizá, después de todo, su intuición no resultara infalible. Antes de salir comprobó que seguían en su bolso las cartas Zener que le había prestado su amigo Michael McGale, profesor de física de Harvard. Estaba más dispuesta que nunca a utilizarlas para dilucidar si Daniel era realmente telépata.

Conforme a lo que ya se había convertido en un hábito, Audrey trató de imaginarse dónde podría estar Daniel. El día era soleado, así es que su primera elección fue el jardín. Encontró allí a varios ancianos, pero no a Daniel. Decidió entonces probar suerte en su habitación, también sin éxito. De los lugares habituales, sólo le quedaba la sala de ocio, hacia la que Audrey se encaminó. No había ya en la psiquiatra ninguna inquietud. Hacer frente a los propios temores era lo que se necesitaba para ahuyentarlos. Eso les decía a menudo a sus pacientes de la consulta, y Audrey estaba siguiendo su propio consejo.

La sensación de que todo estaba en orden se mantuvo, a pesar de que tampoco había rastro de Daniel en la sala de ocio. En ella vio a media docena de ancianos, sentados en butacones de hule. Sus miradas anhelantes de visitas que nunca recibirían le hicieron sentir una punzada aguda de compasión.

Daniel parecía haberse propuesto jugar al escondite. Y no sólo él. La madre superiora tampoco estaba en su despacho. Audrey se alarmó al ocurrírsele que quizá hubiera ocurrido algo malo. Imaginó a la madre Victoria con Daniel en las urgencias de un hospital. La salud del viejo era muy frágil desde el incendio del convento.

Audrey quería descartar cuanto antes esa idea para no perder su recuperada tranquilidad, así es que decidió preguntar a alguna de las otras monjas. De vuelta por el corredor, se percató de que aún no había mirado en un sitio, la sala de terapia. Su puerta entreabierta dejaba ver su interior en completa oscuridad. Abrió un poco más la puerta y tanteó con la mano en busca del interruptor, hasta que consiguió encender la luz.

Daniel estaba allí, acurrucado en una esquina de la sala. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, con su inseparable rosa aferrada entre ellos. Sollozaba débilmente, al tiempo que mecía su propio tronco hacia delante y hacia atrás.

– Auuudreyyy -dijo en un tono suplicante, aterrado-. Ayúuu… daaa… meee.