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– Lo prometo.

La religiosa besó la frente de Daniel antes de abandonar la habitación.

– Que Dios te proteja, hijo mío.

Capítulo 12

Roma.

Albert Cloister cruzó a paso ligero el patio que separaba la Biblioteca Apostólica del Archivo Secreto. Era una mañana desapacible, tras varios días de tiempo frío pero bueno. El cielo plomizo amenazaba lluvia y parecía reflejar los pensamientos que el jesuíta llevaba dentro de sí. El día anterior había visitado Padua y conversado con el anciano fray Giulio, un hombre excepcional, sin duda, pero que no había hecho sino aumentar sus dudas y su deseo de conocer. Por eso estaba allí ahora, encaminándose al más importante centro de investigación histórica y uno de los lugares más enigmáticos del mundo, el archivo con mayor número de documentos antiguos, manuscritos, cartas, códices. En sus casi cien kilómetros de estanterías se custodiaban escritos que no veían la luz del sol desde hacía siglos y, a juzgar por lo que contenían, no la verían en otros tantos siglos más. Sobre todo algunos textos apócrifos que iban mucho más allá de la visión alternativa de los manuscritos de Nag Hammadi, o de los otros que se conocían.

Precisamente, Cloister estaba seguro de que el códice del que le había hablado el monje debía de ser uno de esos escritos apócrifos. Lo que parecían ser piezas sueltas de un puzzle ignoto, se revelaban como elementos con sentido, conocidos por otras personas, como el anciano y su propio jefe, monseñor Franzik. Ellos sabían más de lo que él se había figurado. Cuando todo empezó, con la exhumación del antiguo párroco en aquel pequeño pueblecito español, nunca hubiera imaginado que las cosas llegaran a ser tan serias. ¿O sí?

El jesuita atravesó el vestíbulo hasta el ascensor. Bajó hasta la planta de la cafetería y se sentó a una mesa con un café doble. A los pocos minutos, la figura esbelta de Igna-tius Franzik apareció en el umbral. Su rostro estaba serio, pero exhibía el gesto de quien trata de ser constructivo. Un gesto que se ve a menudo entre los médicos que desahucian a sus pacientes terminales.

– Siéntate, Albert -dijo el cardenal a su pupilo, que se había levantado, y acompañando sus palabras de un gesto de la mano-. Sin formalidades.

– Gracias, monseñor.

– Anoche telefoneé a fray Giulio. Me dijo que le impresionaste vivamente.

– Él sí que me impresionó a mí. Sobre todo por las cosas que me contó.

– Comprendo que estés confundido. Espero que no tomes a mal que no te informara hasta ahora de ciertos detalles.

– ¿Detalles?

El tono de voz de Cloister reflejaba más incredulidad que enfado.

– Sí, sí, reconozco que son más que eso. Mucho más que eso. Sin embargo, comprenderás que no se trata de algo como para ser divulgado.

– Pero, monseñor, yo llevo ya varios años investigando, y nunca negué mis temores, mi aflicción o que mi espíritu estaba turbado. No es una recriminación como tal. Sólo estoy algo dolido.

– Siento oír eso. Pero, al margen de lo personal, lo verdaderamente importante es llegar al fondo del problema, la cuestión, o como quiera que debamos llamarle. Todos estamos confusos, Albert. Antes de bajar a la zona restringida del Archivo, déjame que te cuente lo que le sucedió a un joven sacerdote como tú, que también trabajaba para los Lobos. Llevaba ya un tiempo de servicio cuando yo fui designado prefecto. Mi antecesor, Guethary, me habló muy bien de él. Era un belga que sirvió en las misiones africanas y allí descubrió que hay un mundo detrás de lo visible. Algo que debería ser obvio para un religioso y que a menudo parece olvidarse. Tantos de nosotros parecen vivir como si esta vida fuera la única… En fin -siguió el cardenal-, envié a Nueva Orleans a aquel joven, llamado Horace, con la misión de investigar unos casos de magia negra. Corría el año 1981. Cuando él llegó acababan de raptar a un niño negro albino para un ritual de vudú. En Nueva Orleans se practica más vudú que en cualquier otro lugar del mundo, incluido Haití. No me extraña que esta ciudad sea la antítesis de Jerusalén, la tres veces santa. Nueva Orleans es la cuatro veces maldita: por cristianos, musulmanes, judíos y aborígenes indios americanos. Pues bien, era Halloween, la víspera pagana de Todos los Santos. Esa noche, en las últimas estribaciones del barrio francés, se estaba celebrando un rito, una tapadera de algo más importante. El padre Horace pudo introducirse allí acompañando a un periodista local. La macabra intención del rito era provocar el fallecimiento a distancia de un hombre. A la policía de la ciudad le estaba vedado el paso, y las autoridades preferían no inmiscuirse en aquellas prácticas funestas. El padre Horace sabía lo que estaba pasando realmente. Más allá de aquel patio mugriento debía esconderse un auténtico bokor, un sacerdote del mal, sin tambores, ojos en blanco ni bailes frenéticos, oculto en algún lugar próximo. El rapto del niño albino, por la blancura antinatural de su piel, significaba la confección, a costa de su tormento, de un muñeco vudú. Y no precisamente de los que se venden en cualquier esquina de la ciudad. El padre Horace logró encontrar el templo del bokor entre un laberinto de callejones estrechos y oscuros, y al pobre niño. Trató de abandonar la escena para alertar a las autoridades, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Lo descubrieron. Corrió por los pasajes y consiguió ganar de nuevo el patio exterior. Allí, una fuerza misteriosa le hizo detenerse frente a la hoguera que había en el centro del patio. Lo que vio fue para él inesperado y terrible. Y creo que ya sabes lo que es.

– Unos ojos… -dijo Cloister, en un balbuceo.

– Unos ojos, un rostro que lo dejó petrificado. Se frenó en seco y no pudo evitar que lo cogieran. Por suerte salvó su vida.

– ¿Podría yo ponerme en contacto con el padre Horace?

– Lo siento, pero murió al poco tiempo. Un infarto fulminante.

– Vaya…

– Sé lo que estás pensando.

– ¿Y me equivoco?

– No lo sé. Quizá su muerte tuvo relación con la entidad del fuego o quizá no. Fray Giulio también vio esos ojos y ha pasado de la centena. Probablemente fue algo… casual.

– Sí, supongo que es lo más lógico. Aunque estoy desorientado.

El cardenal se inclinó en la mesa y puso su mano en el hombro de Albert. Hubiera preferido que se mantuviera al margen de todo aquello. Pero no era él quien había decidido inmiscuirle.

– No pretendo abrumarte con más elementos nuevos en tu investigación, pero aún debo mostrarte un códice. Por eso estamos aquí. Sé que fray Giulio te habló de él.

– Sólo lo mencionó, pero no me dijo lo que contiene.

– Enseguida tendrás respuesta a eso. Sigúeme.

Los dos hombres abandonaron la cafetería y regresaron al ascensor. Franzik sacó una pequeña llave y la introdujo en el panel de mandos. Después pasó su tarjeta de identificación por el lector al efecto y oprimió el botón del cuarto sótano. Se trataba del modo de acceso al área restringida, el hipogeo del Archivo Secreto Vaticano. En él se custodiaban muchos documentos confidenciales, fuera del alcance de los investigadores acreditados. Allí sólo accedían unos pocos religiosos adscritos al Archivo y los especialistas contratados para restauración y catalogación de los fondos. Como si de una corporación de alta tecnología se tratara, o de una organización militar, todos firmaban un contrato en que se incluía una cláusula de confidencialidad.

El códice que el cardenal Franzik y el padre Cloister iban a consultar era una de esas piezas históricas secretas, una de las más desconcertantes y sugestivas que se guardaban en el Archivio. Se trataba de un conjunto de páginas de papiro, poco más de una treintena, y de unos veinte por treinta centímetros de tamaño, encuadernadas en unas tapas de cuero rodeadas por una cinta del mismo material. Franzik pidió a Cloister que se pusiera unos guantes para manipular el vetusto libro, que descansaba sobre una mesa japonesa de madera flexible, usada para las restauraciones. La luz era fría y tenue, y el ambiente de la estancia exquisitamente controlado en cuanto a temperatura y humedad. Los dos hombres se sentaron frente al libro, abierto ya por la página correcta, en un par de banquetas altas.