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– Demuéstrame que lo que dices es cierto y creeré en ti.

Daniel inspiró profundamente. Audrey creyó ver que su rostro se transfiguraba y que unos ojos terribles sustituían a los de Daniel durante un segundo. Luego, él le agarró su mano izquierda por la muñeca. Fue algo tan inesperado que a Audrey no se le ocurrió resistirse. Daniel extendió entonces el índice de su diestra y empezó a escribir con él una palabra, en la palma de Audrey, letra a letra.

Era un nombre: «Karen».

Por último, Daniel cerró con su mano la de Audrey, y dijo:

– Lo que has pedido, hecho está… Y ahora vete. Ya has oído a la monja: Daniel tiene que descansar.

Audrey recorrió con pasos acelerados la distancia entre la residencia y su coche. Al entrar en él, activó el cierre centralizado, aunque eso no le hizo sentirse más segura. No acertaba a explicarse qué era lo que la atemorizaba, pero tenía una sensación… Se notaba sucia por dentro.

Miró la mano en la que Daniel había escrito el nombre. Casi esperaba encontrar en ella algo inusual, aunque no sabía qué. Pero su mano estaba igual que siempre. Todo eran imaginaciones suyas, se repitió varias veces, en un intento de acallar la voz que, insistentemente, le peguntaba: «¿Y cómo explicas lo de Eugene?».

– Eugene…

Daniel era telépata. Ahí estaba la explicación. El había penetrado en su cerebro -Audrey casi sintió náuseas al pensar esto- y había encontrado en su memoria los recuerdos de Eugene, igual que logró encontrar los de la «Estatua de las Tres Mentiras» y la noche de Harvard. Afirmar de sí mismo que era el Demonio y escribir aquel nombre en la palma de su mano, había sido una mera escenificación, un truco hábil para hacerle perder los nervios.

La voz en la mente de Audrey se calló. Aunque la psiquiatra supo que sus argumentos no la habían convencido. Tomó una gran bocanada de aire y arrancó el coche. Necesitaba alejarse de la residencia y de Daniel. Recorrió dos manzanas, con la mirada siempre puesta en la calzada, de un modo hipnótico, intentando dejar la mente en blanco. Pero sus pensamientos caminaban por sí mismos, quisiera ella o no…

– ¡Maldita sea!

Audrey hizo frenar al coche en seco. De haber venido otro vehículo por detrás, no habría podido esquivarla. Sólo ahora se dio cuenta de ello. Estaba aturdida y decidió, juiciosamente, aparcar el coche junto a la acera.

Sacó del bolso su teléfono celular, marcó el número de otro celular y esperó.

– ¿Sí?

– ¡Michael!

– ¿Audrey…?

El profesor no estaba seguro de que fuera ella.

– Sí, soy Audrey.

– ¡Ah, hola! ¿Qué tal estás? ¿Me oyes bien? Estoy en un restaurante y aquí hay un ruido de mil demonios.

– Sí, consigo oírte. Llamaba para saber si… ¿estás bien?

– ¿Ocurre algo? Te noto un poco rara… ¡Mike, hijo, suelta eso! Perdona, Audrey, este crío es un demonio. ¿De qué estábamos hablando?

– ¿Tu mujer también está contigo?

– Sí. Y los tres vamos a comernos un delicioso «Especial de Joe».

– ¿Un «Especial de Joe»? -preguntó Audrey, con voz ahogada.

– Sí, de El Grill de Joe. Aquí, en la calle Dartmouth, junto al edificio Vendange. ¿Lo conoces?

– Está cerca de mi consulta.

– Pues si te animas a venir, ya sabes. Todavía no nos han traído la cena.

– No, gracias. Yo… no tengo hambre.

– ¿Seguro que estás bien, Audrey? -Ella colgó el teléfono. Las manos le temblaban otra vez. Pero en esta ocasión era de alivio.

A Audrey le llevó más tiempo del habitual llegar a su consulta. La lluvia había aparecido para rematar la soleada jornada. Miles de coches se arrastraban con una angustiosa lentitud por las calles mojadas, como si formaran parte de una procesión. Audrey se dijo que era el final apropiado para un día horrible como aquel. La molesta lluvia era lo único que faltaba para terminar de abatirla. La tristeza la envolvía de un modo casi tangible. Daniel había echado un puñado hiriente de sal en la herida abierta que siempre sería Eugene.

Era domingo. Ese día no tenía sesiones con ningún paciente. Pero ella no había acudido a su consulta para trabajar. Entró en el despacho y se dirigió a un mueble grande de madera que ocupaba la pared de la derecha. Por detrás de Audrey, entre la puerta y el lugar de la alfombra donde ahora estaba sentada, quedó una hilera de pisadas húmedas y manchas de barro. Iba a costarle una fortuna limpiarlas de su alfombra persa. Sacó una pequeña llave del bolso y abrió uno de los cajones del mueble. De su interior extrajo una caja de cartón, con el año «2000» escrito en la tapa.

La colocó entre sus piernas y la abrió, mientras daba un largo suspiro. Estaba llena de fotos. Nada más ver la primera, Audrey empezó a llorar.

Tuvo a su hijo Eugene a principios de 1992, exactamente nueve meses después del 14 de abril del año anterior, el día en el que aquel desdichado guardia ardió en el Harvard Hall, por culpa de Audrey y sus amigos. El ginecólogo de Audrey le dijo, tiempo después, que probablemente se había quedado embarazada de Eugene en ese mismo día. A veces, Audrey pensaba que debía haberse dado cuenta de que eso era una señal, una advertencia. Pero ¿qué habría podido hacer en ese caso?

El padre del niño era Zach. Y él se dio mucha prisa en abandonarla cuando Audrey se lo dijo. «No quiero ser responsable de nadie.» Así se despidió Zach de ella. Fue muy difícil seguir estudiando y cuidar de Eugene al mismo tiempo. Nadie la ayudó: Leo también se había alejado, y la madre de Audrey murió sin haber visto una sola vez a su único nieto; al «hijo del pecado», como lo llamaba. Lo crió ella sola, con todo su amor y toda su dedicación, y logró salir adelante y hacer de Eugene un niño feliz. Nada de lo que había conseguido en su vida le hacía sentirse tan orgullosa como eso.

Un puñado de fotos, guardadas en cajas parecidas a esa, era lo único que le quedaba de su amado hijo. El desapareció en una radiante tarde de verano del año 2000. Fueron juntos a pasar el día al parque de atracciones de Coney Island, y Eugene, simplemente, desapareció. Por eso le había afectado tanto a Audrey ver la foto que su amigo Michael tenía en el despacho, en la que el físico aparecía junto a su mujer y su hijo, también en Coney Island. La policía jamás consiguió descubrir qué había sido de Eugene. Nunca llegaron siquiera a estar seguros de si había muerto o seguía vivo.

El llanto de Audrey se redujo poco a poco a sollozos intermitentes. Afuera, la lluvia se había intensificado. Gruesas gotas de agua atacaban la fachada con violencia. Los coches atascados a lo largo de la avenida Commonwealth no dejaban de hacer sonar sus cláxones. Sobre los pitidos acababa de alzarse el aullido de la sirena de una ambulancia.

Cuando la policía abandonó el caso de Eugene, Audrey no quiso rendirse y contrató a un detective privado para que continuara con las investigaciones. Conforme fue ganando dinero, invirtió cada vez más en la búsqueda desesperada de su hijo. Ahora trabajaban para ella tres investigadores, repartidos por varios estados. Le enviaban un informe mensual desde hacía años, pero todos decían siempre lo mismo: «No se han producido avances significativos en el caso», o algo igual de descorazonador. Pero Audrey aún tenía fe. Aún creía, se obligaba a creer, que Eugene seguía con vida, en algún lugar. Cuando menos lo esperara, uno de esos investigadores la llamaría por teléfono para decirle que su hijo había sido por fin encontrado. Vivo. Audrey iría a dondequiera que fuese y lo traería a su hogar. Y entonces le daría todos sus regalos de una sola vez; los que Audrey le había ido comprando a Eugene cada Navidad y cada día de cumpleaños, desde que él desapareciera. Estaban guardados en un armario que sólo abría para meter nuevos regalos. Sus lazos y sus envoltorios de alegres colores acumulaban polvo allí dentro, en espera de Eugene.

Audrey era una mujer fuerte. Tenía que serlo. Pero estaba a punto de rendirse. Y justo ahora aparecía ese Daniel y le hablaba de «La verdad sobre Eugene». Una verdad que Audrey llevaba cinco años buscando sin tregua… ¿Sería cierto? ¿De verdad podría Daniel decirle qué le ocurrió a su hijo? Y la pregunta más importante de todas, aquella que Audrey apenas se atrevía a formularse: ¿Estaría Eugene vivo?