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– Ahora… no habla.

– ¿Qué te dice cuando te habla?

– No me… acuerdo.

– Haz un esfuerzo, Daniel, por favor. Es importante.

Al jardinero se le veía angustiado. Pero hizo lo que Audrey le pedía. Casi era posible sentir a su disminuido cerebro trabajando, haciendo lo posible por sacar de sus profundidades algún recuerdo. La psiquiatra le dio su tiempo. No quería apremiarlo. Mientras esperaba la respuesta de Daniel, se dedicó a releer las notas que había tomado en lo que llevaban de sesión. Joseph, por su parte, estaba de espaldas a ellos, mirando por la única ventana del cuarto, sin distinguir nada en la sólida oscuridad del jardín.

Daniel respondió finalmente. Pero lo hizo con una voz extraña y amenazadora:

– ¿Cuáles son las tres mentiras, Audrey?

Joseph se volvió bruscamente. Sin duda esas palabras habían salido de la boca del jardinero, aunque no parecían haber sido dichas por él. Esta vez no hubo silencios ni vacilaciones. Daniel habló con un aplomo inusitado e inquietante.

– ¿A qué te refieres, Daniel? -preguntó Audrey.

– ¿Qué le pasa? -dijo Joseph, muy preocupado.

Audrey le hizo callar con un gesto violento de la mano y una mirada breve y dura.

– Pero no son tres las mentiras, sino cuatro, ¿no es cierto, Audrey?

Habló de nuevo esa voz desagradable. A su gélido tono se le había unido ahora una falsa condescendencia. Daniel le guiñó un ojo a Audrey en señal de una complicidad igual de fingida.

– ¡Se acabó! -dijo Joseph-. ¡Despierta, Daniel!

Era una petición absurda, ya que Daniel no estaba dormido. Ni siquiera estaba hipnotizado, o algo similar, como esas personas que aparecían de vez en cuando en la televisión. Pero la demanda respondía con exactitud a lo que estaba sintiendo Joseph en ese momento. Aquel no era Daniel, y éste tenía que despertarse para volver del sitio donde se hubiera metido.

Daniel volvió. Y lo hizo en el mismo punto en el que estaba justo antes de entrar en esa especie de trance, cuando Audrey le pidió que hiciera un esfuerzo para recordar lo que le decía la voz de sus sueños.

– Yo… no… me acuerdo.

– ¿Eres tú, Daniel?

Estas palabras de Joseph eran una afirmación llena de alivio y no una verdadera pregunta.

– Claro… que soy… yo, Joseph.

– Claro que sí, campeón.

– ¿Puede callarse de una vez y dejarme hablar a mí? -irrumpió Audrey-. Ya ha hablado bastante por esta tarde.

Estaba furiosa. No tenía que haberle dejado asistir con ella a la sesión. Lo había estropeado todo, el muy imbécil.

– ¿Qué pretendía que hiciera? No podía quedarme ahí mirando mientras…

Audrey agarró a Joseph por la manga de su jersey, le obligó a acompañarla hasta la puerta de la habitación y salió con él afuera. Allí, le dijo enfurecida:

– ¡No podía quedarse ahí mirando qué, pedazo de palurdo! ¿Qué cree ese cerebro de mosquito suyo que iba a ocurrirle a Daniel? ¿Que iba a empezar a darle vueltas la cabeza, como a la niña de El exorcista?… -Audrey levantó un brazo y señaló con el dedo hacia el interior del cuarto de Daniel-. Ese hombre que está ahí dentro ha sufrido un trauma. Dios sabe qué le habrá hecho a su débil cerebro. Padece un estrés postraumático severo por culpa del incendio del que usted le salvó y, por lo que acabamos de ver, es posible que, además, tenga personalidad múltiple o que sea esquizofrénico. No ha ocurrido nada extraordinario en esa habitación, señor Nolan. Yo veo cosas así todos los jodidos días.

– Pues lo siento mucho por usted.

La sinceridad de esa afirmación desarmó por completo a Audrey.

– Yo también lo siento, créame. -Audrey suspiró y dijo-: Lamento haberle gritado.

– ¿Y qué me dice de haberme llamado palurdo y cerebro de mosquito?

– Sí, eso también lo lamento.

Joseph tendió la mano a Audrey. Ella tenía razón. Se había comportado como un palurdo con cerebro de mosquito.

– ¿Hacemos las paces?

– Claro.

– Entonces la invito a un café. -En esta ocasión fue él quien se adelantó a Audrey al decir-: Y no molestemos más a Daniel por hoy, ¿de acuerdo? Déjele descansar. Lo necesita.

– Está bien. Pero más le vale que ese café suyo sea bueno.

Resultó ser un café pésimo. Los barrios humildes no tienen locales con café expreso. Después de una conversación que no duró demasiado, Audrey se dirigía de vuelta a su casa. Llevaba encendida la radio de su Mercedes CLK, pero no iba atenta a la cadena de música que tenía sintonizada. Su cabeza estaba ocupada rememorando esa conversación. Joseph la interrogó sobre el asunto de las tres mentiras a las que se había referido Daniel. «¿Cuáles son las tres mentiras, Audrey?», había preguntado el viejo jardinero, cuando dio la impresión de transformarse súbitamente en otra persona. Audrey, algo confusa, le dio a Joseph la única explicación que se le ocurría:

– Hay una estatua en la Universidad de Harvard en la que puede leerse «John Harvard, fundador, 1638». Todos allí la conocen como la «Estatua de las Tres Mentiras», porque ni el hombre de la estatua es John Harvard, ni él fundó la universidad, que lleva su nombre, ni Harvard se fundó en 1638.

– ¿De veras? Pues no sirve de mucho esa estatua, ¿eh?

– Bueno. Dicen que da suerte tocarle los pies. Leo… un amigo mío de la universidad lo hacía siempre que pasaba junto a ella.

– ¿Y la estatua le daba suerte?

– No -dijo Audrey, que, en un susurro, añadió-: No nos la dio a ninguno aquella noche.

– ¿Qué?

– Decía que no, que no le dio suerte. Mi amigo Leo murió de un infarto hace unos años.

– Oh, vaya, lo siento.

– Son cosas que pasan…

– Y suponiendo que Daniel se refiriera a esa estatua con lo de las tres mentiras, ¿a qué venía eso? Quiero decir, ¿por qué se le ocurrió hablar de ello?

– Probablemente quería llamar la atención. En estos casos, a veces, el paciente se hace… -Audrey buscó la palabra correcta- una especie de exhibicionista.

– ¿Quiere decir que trataba de impresionarla?

– Algo así.

– Ya. Pero… ¿no le parece que es algo demasiado complicado para Daniel? Primero, él tendría que haberse enterado de que usted estudió en Harvard, además tendría que conocer la historia de esa «Estatua de las Tres Mentiras», y por último tendría que ser capaz de asociar una cosa y la otra para soltarle esa pregunta. No sé… A mí me parece que algo no encaja.

– Estos casos son más complejos de lo que parece. No es inaudito que un paciente con personalidad múltiple muestre aptitudes en algunas de sus personalidades que no están presentes en las otras. En ocasiones hasta se dan diferencias físicas entre ellas. Una vez tuve el caso de una mujer que tenía una visión normal en una de sus personalidades, y que, sin embargo, era miope en otra. La mente es un misterio, señor Nolan. Esto no es sólo una frase bonita. La mente es un misterio de verdad. Es posible que Daniel se enterara por alguna de las monjas de que yo había estudiado en Harvard, y no es tan improbable que él conociera la historia de la estatua. Al fin y al cabo, lleva viviendo en Boston toda la vida. Y de hacer la conexión entre una cosa y la otra, puede que se ocupara ese otro Daniel.

Esta última explicación convenció a Joseph. De hecho, estuvo a punto incluso de convencer a la propia Audrey. Hasta puede que lo hubiera hecho si no fuera por el otro comentario que hizo Daniel y que Joseph parecía no recordar. El comentario fue «Pero no son tres las mentiras, sino cuatro, ¿no es cierto, Audrey?». Y era cierto, sí, porque ella ocultaba una mentira. Un secreto sobre algo que ocurrió una noche en Harvard, hacía catorce años, precisamente junto a la Estatua de las Tres Mentiras…