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EVELYNTAYLOR

Ciudad de Nueva York, Estados Unidos.

Directora en América de la agencia de modelos Gloria Tebaldu

Suceso acontecido el día 27 de septiembre de 2001.

Entrevistada el día 23 de noviembre de 2001.

Edad en el momento del suceso: 52 años.

Causa de su experiencia próxima a la muerte: Presenta una reacción alérgica a un alimento ingerido en un restaurante japonés. La reacción es tan virulenta que empieza a mostrar los síntomas durante la misma cena. Los servicios de asistencia médica consiguen estabilizarla y la ingresan en estado crítico. Tras dos días en la Unidad de Cuidados Intensivos, fallece. Su reanimación espontánea acontece en el depósito de cadáveres.

Extracto de su declaración: Se ve a sí misma desde el exterior. Los médicos actúan sobre ella, tratando de salvarla. Afuera, las personas que aguardan el desenlace, lloran desconsoladas. Ella intenta acercarse para consolarlas, para decirles que está bien. Pero no oyen su voz. Nadie se da cuenta de su presencia. Una sensación de opresión, más que de miedo, se apodera de la señora Taylor, que trata de regresar a la Unidad de Cuidados Intensivos. Su cuerpo está en la cama, sin vida. Por fin lo comprende. Entonces percibe un impulso hacia arriba. A medida que asciende y se aleja del hospital y del mundo, la oscuridad va inundando su campo visual. Ahora no hay referencias. Flota en un lugar sin tiempo ni espacio reales. De repente, en una lejanía imposible de estimar, comienza a distinguir una especie de procesión de personas grises. Casi no hay luz, no puede apreciar los detalles. Todos van hacia un sitio con forma rectangular. Es su propia fosa. Lo comprende cuando ve el ataúd y, ya con algo más de iluminación, los rostros de sus familiares y amigos. Una vez más trata de comunicarse con ellos, les grita sin efecto alguno. No ve ninguna luz blanca ni un túnel; tampoco escenas de su vida. Lo que presencia es cómo las personas que asisten al fantasmal entierro empiezan a envejecer muy rápidamente, y a medida que desaparecen tragados por un hueco invisible, profieren un alarido de pánico. Nota también la presencia de una sombra inmaterial, una conciencia que observa desde la negrura. Esa presencia maligna es quien lo dirige todo.

El mal estaba siempre ahí, omnipresente, en las tres declaraciones. Aunque fuese terrible de admitir, era como si sólo quien llegaba a ver más allá, quien alcanzaba un cierto umbral prohibido a la mayoría, tenía una visión completa: túnel, luz blanca, paz, tranquilidad, alegría, y luego oscurecimiento, luz roja, terror, desesperanza… Sobre todo desesperanza. Y algo más. Algo más que ninguno de ellos recordaba, pero que todos estaban seguros de haber percibido. Algo que se había borrado de sus mentes, quizá como acto de protección. O quizá por un motivo. Pero ¿cuál?

Otras investigaciones más antiguas, que habían estado desperdigadas, tenían también un sentido similar. Buscando como un ratón de biblioteca en los archivos del Vaticano, con ayuda de varios expertos en documentación, ante Cloister habían ido apareciendo declaraciones, informes, referencias a hechos del pasado semejantes. Las primeras de esas referencias se perdían en la noche de los tiempos, cuando los sacerdotes egipcios se golpeaban en zonas vitales de la cabeza para inducir una muerte reversible -que no siempre lo era- y echar una ojeada al mundo de los muertos. Sus relatos contenían a veces el testimonio de personas aterrorizadas frente a una visión del mal sin forma, una sombra oscura sin rostro. Más tarde, algunos monjes de la Edad Media referían experiencias similares. Incluso un médico inglés del siglo xix, que acabó sus días en la cárcel por sus prácticas poco ortodoxas, imitaba a los sacerdotes egipcios con los enfermos mentales del hospital psquiátrico que dirigía.

En suma, los casos no eran muchos en cantidad, pero su carga de sentido resultaba abrumadora y apuntaba siempre hacia una dirección que nadie había logrado determinar. Todavía.

El padre Cloister recordó los más importantes entre aquellos casos. Eran para él como los restos de un naufragio, que se resisten a ser tragados por las aguas y, en su pugna con el océano, emergen en parte a la superficie, esperando que alguien los rescate; aunque hay veces que lo que se encuentra hubiera sido mejor no encontrarlo, del mismo modo que en ocasiones se desea algo que es mejor no conseguir. Pero Albert Cloister, hombre de sólida fe en Dios, tenía una fe aún más sólida: la verdad.

Su tesis, por la que obtuvo el doctorado cum laude en teología, acababa en una frase en apariencia incompatible con la religión, que, por el contrario, bien entendida, quizá era el fundamento racional de la más profunda y sólida creencia humana: «La fe nos conduce a la verdad y la verdad no necesita creyentes; porque la verdad no necesita a la fe, pero la fe sí necesita a la verdad».

La verdad era lo único que él buscaba. Lo único por lo que estaba dispuesto a realizar cualquier sacrificio.

Desde que abandonó Notre Dame, los minutos habían ido pasando hasta formar horas enteras. Estaba a punto de anochecer. El crepúsculo empezaba a dar paso a la oscuridad. El padre Cloister salió del pozo de sus pensamientos, guardó los papeles en la cartera y se levantó para marcharse, caminando lentamente. Las aguas del río corrían, ajenas a sus cavilaciones. Nunca las aguas de un río son las mismas que en un instante anterior. Y, sin embargo, los pensamientos que llenaban la mente de Albert Cloister, densos como la brea e igual de oscuros, podrían haber hecho detenerse el flujo del Sena en cualquier imaginación. Se sentía abrumado e inquieto. Antes de regresar al colegio en que lo había hospedado su congregación, entró en un bar y compró un paquete de cigarrillos.

Capítulo 6

Boston.

Audrey tenía su consulta en la distinguida zona de Back Bay. Estaba en un edificio rehabilitado del siglo XVIII, que aunaba la elegancia de una época ya pasada con las comodidades de los tiempos modernos. Lo mismo se aplicaba a la propia clínica. Maderas costosas cubrían las paredes, hasta media altura, dejando espacio, más arriba, para cuadros de escenas idílicas. En el despacho de Audrey, la alfombra que separaba su mesa del inevitable diván donde se acomodaban sus pacientes, era una pieza genuina traída de Irán, la antigua Persia. Y, teniendo en cuenta su valor, podría jurarse que en verdad sería perfecta si no fuera por ese único nudo mal hecho adrede, que en las más excepcionales alfombras evita la perfección. No se puede desafiar a Dios tratando de hacer las cosas como él las haría. Eso siempre tiene un precio. A Dios no le gusta la competencia. Además, detesta las recriminaciones, por justas que sean. Es lo que Audrey creía. Y pensaba tener buenas razones para ello.

No había sacado mucho en claro de su primera conversación con Daniel. Apenas logró sonsacarle datos sueltos acerca de sus pesadillas. Lo que había averiguado sobre su estado mental fue gracias a lo que le contaron la madre superiora y otras monjas, más que a lo que Daniel le reveló. No era un buen principio, desde luego. Aunque, en su profesión, los principios raramente eran buenos -tampoco los finales-, y ¿qué otra cosa podía esperarse siendo Daniel retrasado mental? La religiosa había llamado cruel a Audrey por insinuar que de nada le serviría la psicoterapia al anciano jardinero, pero esa era la cruda verdad. ¿Y no dicen que la verdad te hace libre? Los argumentos no tenían importancia, sin embargo. Ésta era una guerra perdida de antemano. Resultaba difícil negarse a los ruegos de la madre superiora. Así es que, en una semana, tendría otra infructuosa conversación con su paciente retrasado y su flor muerta. Audrey había querido poner por escrito sus impresiones sobre Daniel, como era habitual hacerlo con los otros pacientes. El dossier mostraba su nombre, «Daniel Smith», y la fecha de ese día estampados en la portada. De modo rutinario, Audrey repasó sus notas leyéndolas en voz alta: