Изменить стиль страницы

1. El paciente muestra lo que parece ser un caso claro de estrés postraumático, debido al incendio que devastó el lugar donde había residido durante toda su vida. A su agravamiento contribuyen otros factores: el hecho de haber estado a punto de fallecer, las secuelas físicas que le han quedado y el cambio de entorno al pasar a vivir en un lugar completamente nuevo.

2. El trauma parece manifestarse sobre todo en la forma de terribles pesadillas. Este síndrome confusional nocturno puede considerarse sintomático, ya que las pesadillas incluyen elementos que es posible asociar con la causa principal del trauma: el incendio (ver Nota 5, sobre el contenido de las pesadillas).

3. El paciente es retrasado mental. Por tanto, resulta plausible que no tenga plena consciencia de lo que le ha ocurrido y que los síntomas más severos del trauma se muestren así en una fase inconsciente, mientras duerme. De ahí la virulencia de las pesadillas. Otro posible síntoma, como la elusión de preguntas que tienen relación directa con el incendio -y también preguntas sobre las pesadillas, que están relacionadas con él indirectamente-, no puede ser confirmado por el momento como resultante de un estrés postraumático. El retraso mental del paciente impide sacar de ello las conclusiones que sí podrían obtenerse de un patrón estándar de comportamiento.

4. El paciente muestra un exagerado apego hacia una planta muerta, que es lo único que le queda de su vida anterior al incendio. Este ejemplo de emotividad desproporcionada podría ser también un síntoma de estrés postraumático, aunque se ha confirmado que el paciente ya mostraba el mismo comportamiento antes del incendio. De nuevo, el retraso mental supone una barrera en el diagnóstico y, sobre todo, en un eventual tratamiento psicológico.

5. Los datos que el paciente ha dado sobre las pesadillas son escasos y dispersos, aunque en ellos parece existir un cierto grado de conexión. Habló de plantas y animales muertos, de ríos secos y campos desolados (¿por un incendio?); también, de cielos «rojos como sangre» -frase textual- (¿el rojo de las llamas?).

Tratamiento farmacológico recomendado: continuación del suministro de ansiolíticos, y administración conjunta con antidepresivos. En el caso de que los síntomas no remitan, considerar el empleo de neurolépticos.

Audrey cerró el expediente y luego se restregó los ojos con las manos. Se sentía exhausta. Los problemas de los demás la agotaban, y eso no era bueno para su labor de psiquiatra. Pero… ¿qué más daba? ¿Qué le importaba ya nada, en realidad, desde aquella tarde de verano de hacía cinco años en que su hijo desapareció sin dejar rastro?…

Tenía que espantar esos pensamientos. Hay recuerdos que duelen y que no conviene desenterrar.

– Desenterrar -musitó.

Qué poco apropiada era esa palabra tópica para unos recuerdos que nunca habían muerto, ni habían sido enterrados. Con una expresión dolida en el rostro, Audrey se levantó de su butaca de cuero para dirigirse a la ventana del despacho. Era amplia, con un marco blanco de madera rematado por un arco suave. La tranquilizaba contemplar el tráfico de la avenida Commonwealth, cuyo bulevar central estaba flanqueado por una hilera de árboles y bancos. Cuando nevaba, como ocurrió unos días antes, los parches de hierba de ambos lados se cubrían de una capa blanca. Sobre ella, era normal ver al final del día una feliz mancha multicolor de niños, que se lanzaban bolas unos a otros y hacían muñecos de nieve.

Unos jóvenes pasaron por delante de los ojos de Audrey, en la calle, y sintió envidia de ellos. Seguramente fueran estudiantes de la Universidad de Boston. Muchas de sus instalaciones se levantaban a lo largo de la avenida Commonwealth. Los jóvenes eran tres: dos chicos y una chica. Iban embutidos en sus abrigos. La palidez de sus rostros, debida al frío, se compensaba por unas saludables manchas rojizas en los carrillos y, sobre todo, por una expresión de entusiasmo, difícilmente contenido, que se debía al mero hecho de estar vivos, de vivir. Audrey también fue así una vez. Ella, y sus amigos Zach y Leo. Los tres tenían esa arrogancia imprescindible para quien pretende cambiar el mundo, la confianza plena en que el futuro le depara a uno grandes cosas. Pero habían salido derrotados. El mundo no cambió. Cambiaron ellos. Y se hicieron mucho peores de lo que eran.

En el cristal de la ventana, Audrey vio el reflejo de su sonrisa amarga. Se sentía tan sola… Leo llevaba muerto nueve años. Su corazón se negó a seguir aguantando un cuerpo de ciento veinte kilos de peso con el hígado destrozado por el alcohol. A Leo lo dejó tirado su corazón; y a ella fue Zach quien la abandonó, tras enterarse de que estaba embarazada. «No quiero ser responsable de nadie», le dijo el muy bastardo, que no pensó en eso mientras se divertían en el asiento de atrás de su Chevrolet.

– La vida es una mierda -dijo Audrey, justo en el momento en que unas alegres risas le llegaban desde la avenida, atenuadas por el cristal.

Era el fin de la tarde de una jornada que había amanecido lluviosa y gélida. El paraguas de Audrey la separaba de un cielo gris con el que su aspecto sombrío no desentonaba. Pronto, hasta ese tímido gris desaparecería, cuando la noche se llevara consigo la poca luz que trajo el amanecer. Su agenda había estado repleta de sesiones de terapia. Un maníaco suicida, tres obsesivo-compulsivos y dos alcohólicos le habían contado sus más profundas miserias con todo detalle. Podría decirse que había sido un mal día, si no lo fueran todos. Y aún le quedaba otra sesión todavía más absurda que las anteriores.

Cuando llegó a la residencia de ancianos de las Hijas tle la Caridad, la madre superiora le indicó que Daniel estaba en su habitación, y hacia ella se dirigía Audrey. El estrecho corredor que llevaba a los cuartos de los ancianos le pareció claustrofóbico como nunca. El suelo, cubierto por baldosas de dos tonos de verde, estaba gastado por demasiadas limpiezas con desinfectantes baratos. Pero incluso por encima del hedor de la lejía, se detectaba en el aire el tufo propio de la enfermedad y la decrepitud.

No era la primera vez que se planteaba abandonar aquella penosa tarea que ella misma se había impuesto. Y nadie, ni siquiera la madre superiora, podría echárselo en cara si lo hiciera. Pero no podía dejarlo. Tenía que seguir obligándose a acudir a la residencia y a donar dinero para obras de caridad. Sólo así podría demostrarle a Dios cuánto se había equivocado al castigarla, arrebatándole a su hijo por lo que ocurrió en Harvard cuando ella era todavía una simple estudiante. «Fue un accidente, un horrible accidente», se repitió, como había hecho miles de veces.

Se sintió aliviada al llegar a la habitación de Daniel. Centrarse en lo que había venido a hacer a la residencia la permitiría alejar su mente de esos recuerdos dolorosos. Al entrar, vio que el anciano estaba sentado en la cama, con un rostro cansado pero risueño. Desde el interior del cuarto de aseo, una voz masculina canturreaba:

– Mirará hacia ti y te sonreirá. Y sus ojos dirán que tiene un jardín secreto, en el que todo lo que tú deseas, todo lo que necesitas, estará para siempre…

El agua del grifo dejó de correr. Ante los ojos de Audrey apareció un hombre con la rosa de Daniel entre las manos. Había estado regándola.

– … a un millón de millas de distancia -terminó Audrey el verso de la canción, con nostalgia en la voz.

– Es una buena canción, ¿verdad?

– Es una canción triste.

– Lo triste es cómo la canto yo… -Tras devolver la maceta a Daniel, el bombero ofreció a Audrey su mano derecha-. Joseph Nolan.

– Audrey Barrett.

– Audrey regó… mi planta -intervino Daniel.

– ¿De veras? -dijo el bombero.

– ¿Es usted familiar de Daniel?

A Audrey le había parecido entender que éste había sido abandonado en un convento de las Hijas de la Caridad y que nunca llegaron a descubrirse sus orígenes, pero quizá estuviera confundida. Daniel parecía mostrarse tan distendido y confiado en presencia de aquel hombre…