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El primer golpe de conciencia fue como un flash de fotógrafo, seguido por un estallido sordo dentro de la mente. El fuego de la hoguera, en torno a la cual se habían dispuesto todos, le pareció casi congelarse. Se volvió lento. Podía ver cada lengua flamígera ascendiendo y apagándose. Un torrente de sentimientos le inundó el alma. Su corazón se llenó de anhelo mientras las lágrimas afloraban a sus ojos y se deslizaban por sus mejillas. Tuvo la sensación de que estaba despierto, consciente, vivo. Como un aparato de radio que recibiera muchas frecuencias simultáneamente, su cerebro se saturó de datos que, ahora, se instalaban por sí solos en sus lugares correspondientes. Comprendía. Percibía. Una lucidez tan clara como el brillo de un diamante se materializó dentro de su ser más íntimo.

– ¡Lo veo…! -dijo en un grito ahogado.

Antes de desmayarse, Albert Cloister había comprendido algo que nunca sospechó; y no tanto por su significado en sí como por el modo de entenderlo. Un modo nuevo para él. Una luz iluminó el fondo de su espíritu. Abrió un hueco de visión. Aunque no siempre la visión aclara misterios u ofrece verdades. A veces se desvela lo que no quiere verse, lo que preferiría ignorarse. Como el dolor de los enfermos terminales o las mutilaciones de guerra. Estar ciego es a menudo mejor que ver.

Sólo quien pone el afán de conocer por encima de todo, puede arrojarse de veras en el crisol de la búsqueda de la verdad. La anciana indígena había notado ese anhelo en Albert Cloister. Conocer lo más doloroso es, para almas como la suya, menos doloroso que ignorar.

En la imaginación de Cloister, las llamas de la hoguera se hicieron brillantes como el haz de un foco antiaéreo. Ascendían hasta el cielo. De pronto, un ser emergió de su interior. Se giró con rapidez hacia el sacerdote, para mirarlo como una serpiente fija en su presa. Eran unos ojos serenos pero terribles, un rostro de gélida hermosura que se mantenía intacto entre las llamas abrasadoras. Aquella mirada hipnótica… Aquella presencia maligna.

Maligna.

El padre Cloister se quedó petrificado y notó cómo un escalofrío le recorría la espalda. No pudo evitar que su garganta emitiera un sonido de pánico. Sintió un mareo repentino y, a pesar de que estaba sentado, perdió el equilibrio y quedó tendido de espaldas en el suelo. Los sonidos de la selva se diluyeron en su mente como un oleaje lejano. Los gritos y los olores se borraron. Su unión con el mundo se paralizó.

Era ya de día cuando recobró el conocimiento. Se sentía débil y su alma seguía turbada con la visión que le asaltó al despertar desde su recuerdo como un perro rabioso.

Aquellos ojos perversos lo habían mirado a él. Precisamente a él.

Cuando despertó, su boca estaba seca y tenía un sabor acre. Forzó las glándulas salivares para humedecerse algo la lengua. Estaba desorientado. Tratando de pensar en lo ocurrido durante la noche, experimentó una cenestesia, una sensación de ruptura sensorial parecida en cierto modo al deja vu. Notaba su cuerpo con una abrumadora percepción de realidad. Sentía su propia existencia, su yo. Era él, y no otro. Se notaba a sí mismo con más certeza que nunca. Y la entidad del fuego había emergido para encontrarlo. Eso era lo que había ocurrido en la selva.

Cuando refirió su experiencia con la entidad del fuego al cardenal Franzik, éste le ordenó regresar a Roma a la mayor brevedad. Había algo que debía saber, y ya no era posible esperar más tiempo.

– El Maligno tienta al ser humano, querido Albert, y le acongoja con la desesperanza -dijo el prefecto de los Lobos de Dios, ya acomodado en el sillón de caoba y terciopelo rojo de su despacho.

– Estoy confuso. Pero, en cierto sentido…

– Te parece que las cosas concuerdan.

– Así es, monseñor. No sé cómo ni por qué.

– Los ataques del Maligno aumentan día a día. Este mundo es cada vez más un infierno.

– Sí, todo es Infierno, pero… aquella mirada…

– La salvación se fundamenta precisamente en vencer este infierno, superar las tentaciones. Esa frase responde a un plan del Maligno. Estoy seguro. Quiere guerra, y nosotros somos sus recios y duros oponentes. Tengo aquí un documento que debes leer. Lleva la firma del padre Gabriele Amorth.

– El exorcista de la diócesis de Roma.

– El mismo. Ten -dijo el cardenal, alargándole unas hojas grapadas a Albert-. Estoy seguro de que te interesará.

Eran las fotocopias de una entrevista al famoso exorcista y demonólogo, concedida al diario oficial de la Santa Sede, L'Osservatore Romano. En ella Amorth hablaba del incremento de prácticas satánicas en el mundo, de ocultismo, espiritismo, magia negra.

– Conozco la forma de pensar del padre Amorth, eminencia. Y como sabe, no estoy muy de acuerdo con él. Como científico no puedo aceptar que el Demonio campe a sus anchas en medio de jovenzuelos que juegan a lo que no comprenden.

– Como científico no puedes aceptar eso. ¿Y como sacerdote?

La pregunta de Ignatius Franzik fue como una losa de granito.

– No sé qué responder.

– Ya -dijo el anciano apretando los labios y agachando levemente la cabeza-. Tu fe no es pequeña, pero no te basta. Necesitas confrontarla con algo que la demuestre. Así es tu mente, que condiciona a tu espíritu. Yo era igual que tú, pero ahora… He visto demasiadas cosas que sólo la fe puede explicar, o justificar. Me gusta saber que todavía hay personas jóvenes en años y jóvenes de corazón. Investiga y hazlo con libertad. Arroja el prejuicio. Cristo quiso que nos hiciésemos como niños para poder acercarnos a él. Pero eso no significa que quisiera personas simples, sino abiertas, limpias, sinceras.

El viejo cardenal divagaba. La crispación de sus labios era bien conocida por el padre Cloister. Estaba preocupado y era incapaz de disimularlo.

– ¿Cuál es la información que debo conocer y que es tan urgente? -dijo Cloister, reconduciendo la conversación.

– ¿Cómo…?

– Por lo que era tan urgente mi regreso de Brasil…

– Ah, sí… -dijo Franzik-. Antes de eso quiero que visites a un gran amigo mío. Fue mi maestro en el modo de entender la teología y muchas otras cosas de la vida. Le he pedido que te reciba en su retiro, el monasterio benedictino de Padua. Cuando yo acababa de entrar en la edad adulta, él ya era viejo. Tiene más de cien años. Pero que eso no te condicione negativamente. Rige mejor que la mayoría, con independencia de su edad. Es el más sabio de los hombres que he conocido. Ve a verlo. Cuéntale lo que has descubierto y todo lo que te aflige. Por desgracia, no le queda mucho tiempo. Una extraña enfermedad del hígado lo corroe día a día.

– ¿Qué relación tiene con mis investigaciones?

– Mucha. Más de la que imaginas.

– Entonces, ojalá él pueda iluminarme.

– Lo hará. No te quepa la menor duda, querido Albert.

Capítulo 8

Boston.

El pasado del parque público más antiguo de Estados Unidos, el Boston Common, no era muy ilustre. Sus terrenos sirvieron como lugar de campamento para ejércitos diversos, se linchó en sus árboles a más de un condenado a muerte, y la hierba que cubría el suelo dio de comer a muchas vacas hasta bien entrado el siglo xix. En la actualidad, sin embargo, los barrios en torno al Boston Common están entre los más caros de la ciudad. Como Beacon Hill, situado al norte, donde se encontraba la casa de la doctora Audrey Barrett. En su calle, sosegada y a sólo dos manzanas del parque, se veían edificios de ladrillo oscuro, verjas de hierro forjado limitando las parcelas, faroles que parecían sacados de un libro de Sherlock Holmes y pequeñas escalinatas de piedra. Estando allí era fácil imaginarse en un típico barrio de Londres. Puede que Estados Unidos derrotara a los ejércitos de Su Majestad, pero Boston nunca dejaría de ser, en cierto modo, una ciudad inglesa.

La calle estaba en silencio. Pocos sonidos se atrevían a romperlo: el crepitar de las hojas secas al ser movidas por el viento, un zumbido casi imperceptible de la bombilla de un farol, el ruido de un gato revolviendo entre los cubos de basura. Al lado de uno de ellos, en el suelo, reposaba una calabaza del último Halloween que nadie se había molestado aún en recoger. Su rostro burdamente horadado no consiguió asustar a nadie en la Noche de las Brujas, pero ahora resultaba inquietante. Los ojos y la boca, que estuvieron iluminados por la luz de una vela, se habían convertido en pozos de sombras.