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– ¿Pensáis quedaros ahí sentados toda la noche? Es hora de empezar.

Cada uno se centró en un edificio distinto. Zach en el pabellón Rubenstein, Leo en Belfer y Audrey en Littauer, que acogía alfórum de la facultad. Sólo restaba uno de los pabellones, Taubman, del que empezaría a ocuparse el que terminara antes. Lo llenaron todo de panfletos: paredes, ventanas, puertas, árboles, setos, faroles… Y no tardaron demasiado en hacerlo, porque emplearon trozos de chicle para fijarlos. Fue idea de Leo, y funcionó a la perfección

Audrey no había vuelto a probar un chicle desde aquella noche. El simple olor de uno conseguía revolverle el estómago. Algo parecido al efecto que empezaba a provocarie el whiskey. Se había bebido casi media botella. Estaba en el salón, más caída que realmente sentada en su sillón favorito, frente a la chimenea que acababa de alimentar. Quizá sí hubiera perdido técnica, después de todo. Puede que saber beber alcohol no fuera igual que saber montar en bicicleta, y que, con el tiempo, se olvidara. Pero otras cosas no se olvidan jamás…

Ir desde la facultad de Ciencias Políticas hasta el Old Yard fue angustioso. El medio kilómetro que los separaba se les hizo indeciblemente largo. Una cosa era subir la calle John F. Kennedy de día y sin nada que ocultar, y otra muy distinta hacerlo en mitad de la noche con el miedo permanente de ser descubiertos. Habría sido mucho más fácil y menos peligroso regresar al coche y aparcarlo de nuevo, esta vez cerca del Old Yard. Por desgracia, ya era demasiado tarde cuando se les ocurrió hacer eso. El mal rato que pasaron de camino al Old Yard terminó al alcanzar por fin su extremo sur, marcado por Dudley House. No se permitieron mucho tiempo para recuperar la calma y el aliento. Allí mismo había dos residencias de estudiantes, por lo que tenían que moverse deprisa.

Colocaron panfletos en todos los rincones posibles de las inmediaciones, y después le llegó el turno al edificio más antiguo de Harvard, el Massachusetts Hall, que acogía las oficinas de los dignatarios de la universidad y también cuartos de estudiantes, en los pisos superiores. Sólo les faltaba Harvard Hall, otro edificio de la universidad antigua, que tenía, además, su propia leyenda. Según ésta, en la noche del 24 de enero de 1764 se produjo una gran tempestad de nieve y viento. Y fue precisamente en esa noche tan poco propicia para el fuego cuando en el campus se escuchó el aullido estridente de una alarma de incendios. Harvard Hall, cuyo más preciado tesoro eran los cinco mil volúmenes de su biblioteca, ardía en llamas. Era una época de vacaciones y apenas había nadie en el campus para intentar apagarlas. El fuego se ensañó con el edificio. Ardieron prácticamente todos los libros. Entre ellos, y según cuenta la leyenda, todos los que John Harvard donó en 1638 ala recién fundada universidad. Todos menos uno, que logró escapar del fuego gracias a que un estudiante, de nombre Ephraim Briggs, se retrasó en su entrega. El título de ese único libro de John Harvard que sobrevivió a un incendio tan atípico y feroz como aquel, era La guerra del Cristianismo contra el Diablo, el mundo y la carne, de John Downame.

Audrey y Leo empezaron a colocar panfletos en las paredes y las inmediaciones del Harvard Hall. Tenían prisa pon terminar, porque después podrían volver al coche. Y, una vez en él, lo que restaba era más fácil: Zach daría unas vueltas por la zona mientras ellos dos lanzaban panfletos al suelo desde las ventanillas abiertas, como si fuera confeti.

– ¿Qué vas a hacer, Zach? -susurró Audrey, repentinamente alarmada.

En vez de colocar panfletos, su novio se había agachado junto a una de las ventanas del sótano, oculta por detrás de unos arbustos.

– ¡No! -gritó Leo.

Lo hizo en voz alta, a su pesar. No pudo evitarlo al ver lo que acababa de hacer Zach.

– Cállate… Imbécil.

Leo juró para sus adentros que si Zach volvía a decirle eso le partiría la cara. Fue un pensamiento rápido, casi inconsciente, porque estaba aterrorizado. Zach había envuelto un puño con su bufanda y había roto el cristal de la ventana. Y nada de ello entraba en los planes. No en los de Leo, al menos.

– ¿Tú sabías algo de esto? -le preguntó a Audrey.

– Zach, ¿adonde demonios vas?

La contestación de Audrey respondía a la pregunta de Leo. Ella estaba igual de sorprendida que su amigo.

– Este edificio va a arder por segunda vez -dijo Zach.

Había limpiado los restos de cristales del marco para iibnrse un hueco por el que entrar en el sótano de Harvard Hall. Antes de desaparecer en su interior, añadió:

– Eso sí que llamará la atención de nuestros compatriotas sobre Iraq, ¿no os parece?

Ellos no contestaron. Estaban demasiado aturdidos para pensar en una respuesta. Y lo peor es que no sabían qué hacer. Debían ir tras Zach e impedir que quemara el edificio. Eso parecía lo más correcto. Pero el deseo de huir era fuerte.

– Yo me largo de aquí-dijo Leo-. No quiero saber nada de esto.

– Espera, Leo… Yo…

Audrey aún no había decidido qué hacer. Vara eso necesitaba un poco más de tiempo y también que Leo no la dejara allí sola.

– ¿Hay alguien ahí?

La inesperada voz hizo que Audrey y Leo contuvieran el aliento. Vieron acercarse el haz de una linterna, y casi tropezaron el uno con el otro intentando escapar, cuando sus piernas les respondieron de nuevo. El guardia de segundad venía por Johnston Gate, a su izquierda, y la primera intención de Leo y Audrey fue salir corriendo en sentido contrario, hacia Hollis Hall. Pero se dieron cuenta a tiempo de que no llegarían a la esquina, antes de que el guardia apareciera. Por mero instinto, se lanzaron con sus bolsas hacia una caseta que tenían delante. Los dos sudaban a pesar del frío. Tuvieron suerte de que al guardia no lo acompañara un perro, porque, en ese caso, ya los habría descubierto. Audrey y Leo se asomaron con cautela para ver qué hacía el guardia, un hombre bajo y dueño de una voluminosa barriga. No estaba muy lejos de allí cuando oyó el grito de Leo y había venido a echar un vistazo. Esperaba encontrarse a algún estudiante borracho vagando por las cercanías del Harvard Hall. Por eso le preocupó descubrir los panfletos que los tres amigos habían estado pegando.

– ¿Pero qué diablos…? «Hoy morirán mil niños más en Iraq» -leyó el guardia en voz alta.

Se preocupó todavía más al inspeccionar el edifico y ver que una de las ventanas del sótano estaba rota. Aquello no era la obra de un borracho inconsciente. Quienquiera que fuese, se había molestado en abrir un hueco limpio de cristales por el que colarse en el edificio.

– Harry… -llamó por su walkie, e insistió al recibir un zumbido de estática por única respuesta-. Harry, ¿me oyes?… ¡Maldito cacharro!

El guardia subió a grandes zancadas las escaleras que llevaban hasta la puerta,. En unos pocos segundos consiguió encontrar la llave apropiada, abrir y entrar en Harvard Hall. Desde su escondrijo, Audrey y Leo vieron cómo iban encendiéndose luces sucesivamente, conforme el guardia, avanzaba por dentro del edificio. Pero llegó un momento, en el segundo piso, en que dejaron de encenderse.