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La expectación del padre Cloister iba en aumento. Aún no sabía el curso que tomaría la historia, ni qué tenía que ver con su caso. Pero estaba seguro de que tendría que ver mucho. Quizá demasiado. El vello de la nuca se le erizó mientras el anciano continuaba.

– Una de las niñas, la cabecilla, pertenecía a una familia a la que tachaban de maldita. Veinte años antes, en un pueblo cercano, llamado Torremuzza, las gentes mataron a un abuelo suyo, su esposa y varios de sus hijos. Cavaron una gran fosa común y enterraron en ella sus cuerpos, junto con los restos de varios animales que les pertenecían, y una gran cantidad de azufre. El niño más pequeño tenía sólo cuatro años… Pero esa familia atemorizaba a las gentes de la región. Después de que dos de los hijos violaran y asesinaran a una joven del pueblo, a la que descuartizaron tras ahorcarla en un árbol, los habitantes, entre los que se incluía el párroco, decidieron tomarse la justicia por su mano y mataron a los miembros de la familia. Acabaron con ellos como perros, sin juicio ni defensa. El mal había penetrado en los corazones de todos. El dolor se pagó con dolor. El mal se tapó con sangre, tierra y azufre. Esto último fue idea del sacerdote. En tiempos, el azufre fue usado por la Inquisición para espolvorear las ropas de los condenados por ella antes de quemarlos. Desde siempre se ha asociado el Infierno con este elemento químico y sus emanaciones desde las profundidades de la tierra. El odio alcanzó las más elevadas cotas imaginables. Cuando el mal es verdaderamente profundo y real, los seres humanos vuelven a sus orígenes primitivos. Aflora el cazador sediento de sangre, la criatura inmisericorde, el temible depredador. En aquella región de Sicilia, el mal había arraigado con raíces de roble y vigor de hiedra. Estaba entremetido por las rendijas más pequeñas. Llegaba a los sitios más recónditos.

»En cuanto al crimen de las niñas, el silencio imperó. Y el olvido. Quienes nunca llegaron a comprender, también quisieron olvidar. El dolor terrible, que hiere lacerante, no se puede soportar mucho tiempo. Para el pueblo, doce niños habían muerto en un desgraciado incendio. Cómo pudieron llegar las seis niñas y otros seis bebés varones a estar solos en un pajar, quedó como un misterio. Pero yo sí sé lo que pasó. Las seis niñas llevaron a los bebés al pajar y los asfixiaron. Luego prendieron fuego al sitio. El alcalde, el coadjutor de la parroquia, dos hombres del campo y yo mismo, llegamos antes del desenlace. Vimos a las niñas riéndose y dando saltos, con los rostros… No sé cómo definir las expresiones de esas caritas mientras contemplaban su macabro crimen. Para mí, aquello era obra de Satanás. De algún modo las había poseído. Pero los endemoniados no pierden del todo su voluntad, así es que mi ánimo se perturbó hasta lo indecible. Entre todos tratamos de agarrarlas. Uno de los rudos labriegos se derrumbó de la impresión como un fardo. Los demás reaccionamos, aunque no lo bastante rápido para evitar el incendio. Lo provocó una de las niñas, con una botella de gasolina. Las llamas crecieron y se fueron extendiendo. Nosotros corríamos para sacar a las chiquillas. Lo intentamos todo, pero en vano. Las seis murieron junto a los cadáveres de los recién nacidos. El labriego que se desmayó pereció esa misma noche por la impresión. El alcalde se quemó medio cuerpo mientras luchaba para salvar a las niñas, y no vivió más que unos días. El otro labriego falleció dos meses después sin que nadie supiera por qué. Su mujer lo encontró en la cama con los ojos abiertos como platos y los dedos de las manos crispados. Mi coadjutor, un hombre bueno y noble, se ahorcó un poco después. Yo también me quemé las manos y el rostro. La niña de la botella me roció con gasolina cuando ella misma estaba envuelta en llamas. Pero, a diferencia de ellos, mi vida ha sido larga. Quizá sea un castigo o una maldición. Entre las llamas que consumían mi rostro vi, como en un espejo, otro rostro. Su serenidad era infinita. Me pareció incluso triste o melancólico. Me miró, y yo supe que era el mal personificado. No se burló de mí, ni hizo nada. Sólo se mantuvo un instante y luego desapareció. Aquella mirada nunca la he olvidado ni la olvidaré. Cuando cierro los ojos, la veo frente a mí. En la negrura, siempre está presente.

– Todo lo que acaba de contarme es terrible. Y ese rostro que usted describe… Así hubiera definido el que yo mismo vi. Era sereno y sobrecogedor. Pero ¿adonde conduce esto? ¿Qué significa?

El anciano agitó la cabeza sobre su almohada. Sus brazos caían, lánguidos, sobre la áspera colcha de lana tosca. En una de sus manos aferraba una cruz de plata. Aquella visita iba más allá de la de un joven enfrentado por primera vez a los poderes oscuros. Su alma necesitaba apoyo, ser confortada, guiada con consejos. En su larga vida, fray Giulio nunca pensó que, de un modo tan poco ruidoso, sin convulsiones ni revoluciones, llegaría hasta él quien cerrara su círculo. Quien comprendiera su visión porque él mismo la hubiera tenido. ¿Qué podía significar? ¿Adonde podía conducir? Lo ignoraba. La fortaleza que en sus muchos años demostró frente a todas las situaciones, incluso frente a dos guerras mundiales, ahora estaba quebrada, hecha añicos como un frágil cristal. Y más aún desde que la madre Teresa de Calcuta y el mismo papa Juan Pablo II murieran… Pero de eso no pensaba! hablarle al joven sacerdote. No podía pensar en ello. No quería pensar en ello. Sus últimos momentos se tornaban amargos, de una amargura que empezaba a extenderse por su interior como un veneno. Sólo por pura heroicidad logró reponerse para contestar a Albert con una mentira piadosa que era más para conjurar los propios fantasmas que para apaciguar al jesuíta. La mentira era mejor que la verdad cuando la verdad no puede hacerle a uno libre.

– Esa entidad maléfica pretende desviarte de tu recto camino y de tu labor. Pero no dejes que infunda el mal en ti. Debes mantenerte firme, con voluntad y resolución. Confía siempre en Dios. Él es la luz que nos ilumina en el camino tenebroso, aunque no comprendamos sus acciones. Confía en Dios, en Dios Nuestro Señor, y él abrirá tu mente.

Aquellas palabras no sonaron tan convincentes como lo habrían sido de haberse pronunciado con auténtica convicción. Ni siquiera tenían un sentido pleno. Y la última frase, en la que el viejo monje le exhortaba a poner su confianza en el Todopoderoso, le recordaba demasiado a sus propias palabras en más de una ocasión, cuando las respuestas no llegaban, cuando no había respuestas claras que dar a una persona anhelante.

– Necesito saber la verdad -masculló Albert, y luego repitió la misma frase en voz alta.

– Ahora debes volver a Roma. Estoy cansado. Dile a Ignatius que le tengo presente en mis oraciones, y que él rece también por mí. Lo necesitaré muy pronto.

Fray Giulio reflexionó durante unos segundos. Desde el primer momento había dudado sobre si Cloister debía o no llegar hasta el final. Sentía miedo por él, a la vez que compasión. Pero las palabras del joven jesuita le convencieron por fin de que debía tener conocimiento de todos los datos, y volvió a pensar lo mismo que antes de conocerlo, cuando el cardenal Franzik le contó su caso: tenía derecho, y casi obligación como sacerdote, a buscar la verdad.

– Cuando regreses a Roma, dile a monseñor Franzik que te muestre el códice que se custodia en el Archivo Secreto.

– ¿Un códice? -inquirió Albert, extrañado.

– Sí. Un códice antiguo cuya procedencia se ignora. Espero que te sirva de algo en este camino espinoso que has de recorrer. El mismo Juan Pablo II transitó por él, al menos en los últimos momentos de su vida -el anciano reconsideró contarle todo, y lo hizo-: El también tuvo una visión del más allá y, como muchos otros, esa visión no fue feliz.

– ¿El Papa?

– Él también compartió nuestro desasosiego. Sabía de tus investigaciones a través del buen Ignatius. Nunca las tomó demasiado en serio hasta el final…