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– ¿Qué fue lo que vio Su Santidad?

– Sólo dijo una frase, articulada en un susurro. Una frase que yo no voy a pronunciar.

Cloister supo al instante cuál debió de ser esa frase, y sintió un repentino escalofrío. Quiso hablar de nuevo, pero fray Giulio se lo impidió. Su voz sonó ahora más profunda y pausada, como si arrastrara cada sílaba:

– La santa madre Teresa estuvo también en ese lugar terrible. Justo antes de expirar, el arzobispo de Calcuta le practicó en persona un exorcismo. Creía que el demonio se había apoderado de su cuerpo. Pero lo que sucedió fue bien distinto… Ahora déjame, hijo mío. Vuelve a Roma. Vete, por favor, déjame solo. Iluso de mí. Quise confortarte y este encuentro ha aumentado mi propio desasosiego. No puedo decirte ya nada más y debo preparar mi alma para los últimos momentos de vida de mi cuerpo. En verdad no sé qué más decirte. Ya no sé nada, ni siquiera lo que sé y lo que no sé. Ojalá en el otro mundo mis dudas se disipen. Tú aún tienes tiempo de resolver las tuyas, si es que Dios lo quiere. Regresa a Roma, y que la Providencia te guíe.

Las palabras finales del monje sonaron categóricas. Albert se levantó de la silla, turbado, y tomó su mano enjuta. La piel sobre ella era como un pergamino seco. La apretó suavemente y, sin decir nada, se dio la vuelta y salió de la habitación. Era su despedida. Ahogó el llanto, pero no pudo hablar. El pobre anciano moribundo le había hecho internarse más y más hacia el centro de la espiral que lo absorbía como un remolino en el mar. Era un hombre bueno y un sabio. Pero no dio sentido a lo que el jesuita acumulaba dentro de sí. Al contrario: la mención a Juan Pablo II, a la madre Teresa y su propia visión en Sicilia, siendo joven, le infundían aún mayores miedos y dudas. Era como si le hubiera estado esperando para tenderle un puente hacia la comprensión -hacia la clave que necesitaba- de una realidad que seguía oculta. Oculta, pero quizá a la vista de los ojos de su espíritu y de su mente.

Recordó entonces un poema que, al leerlo por primera y única vez siendo un adolescente, le sobrecogió de tal modo que nunca pudo olvidarlo, aunque no podía recordar quién era su autor o su título, ni el libro que lo citaba entre sus páginas. El poema, no obstante, se había grabado a fuego dentro de él.

La noche es luminosa cuando se compara con un alma oscura.

El cielo sin estrellas y sin luna parece claro. Qué densa es la tristeza de la negrura. Qué grávida y atroz.

¿Qué es la felicidad? Una realidad y una ilusión. Para algunos, existe. Para otros es quimera. Y locura.

Y espejismo.

Una lágrima no abre una verja. No rompe un candado. Se conmueven los corazones. Sí. Pero no lo suficiente. Qué pálido es el héroe. Qué falso cuando sólo puede arrojarse a la batalla. La felicidad, a veces, no es ni siquiera un anhelo.

Capítulo 10

Boston.

Audrey ya estaba despierta cuando sonó el teléfono, pero seguía tumbada en la cama. Apenas se había levantado desde su noche de borrachera. El día anterior no fue a trabajar ni se molestó en responder a las llamadas de su secretaria. Era otra vez ella la que llamaba.

– Dime, Susan -dijo Audrey, tras descolgar por fin el auricular.

– ¡Ya era hora! ¿Dónde te habías metido? Ayer estuve llamándote durante todo el día, a casa y al móvil, y tuve que cancelar todas las visitas de tu agenda.

Audrey se restregó los ojos. Le dolían la cabeza y los músculos del vientre.

– Dame un respiro, Susan, ¿quieres? Ayer fue un mal día.

La secretaria llevaba tres años trabajando con Audrey y aún no le había visto tener un solo día bueno. Uno en el que no acabara al final de la tarde contemplando, triste y meditabunda, la avenida Commonwealth.

– Está bien, Audrey. Pero dime una cosa, ¿piensas venir hoy?

– Por la mañana, no. Tengo que ver a un paciente.

– ¿A uno de la residencia de ancianos?

– Sí.

– Ésos no dan dinero.

Audrey hubiera podido dejar de trabajar aquel mismo día y, con sus ahorros y lo que le dieran por su elegante casa, vivir el resto de su vida sin el menor problema económico. Susan debía ser consciente de ello, pero estaba obsesionada con hacer ganar dinero a Audrey, y no sólo porque de ello dependiera su empleo.

– Esos ancianos no dan dinero, es verdad… -reconoció Audrey-. Intenta pasar para otros días mis citas de hoy por la mañana y de ayer, ¿de acuerdo?

– Tú mandas.

– Gracias.

Audrey estaba a punto de colgar el teléfono cuando Susan preguntó:

– ¡Audrey! ¿Sigues ahí?

– Sí.

– Se me olvidaba decirte que ha llamado un tal Joseph Nolan, preguntando por ti.

– ¿Joseph Nolan?

Esto era una sorpresa para Audrey.

– Dijo que os habíais conocido en la residencia de ancianos. Por lo visto, consiguió tu número de la madre superiora, y quería saber si podía hablar contigo.

– ¿Para qué?

– Ni idea. No quiso dejar ningún recado, pero yo que tú indagaría. ¡Tiene una voz sexy! ¿Es guapo?

Los hombres eran otra de las fijaciones de Susan. La lista de sus novios era tan extensa como el listín telefónico de la ciudad de Boston. Continuamente andaba pretendiendo buscarle pareja a Audrey, que no estaba interesada en el asunto. Ya se lo había hecho saber muchas veces, pero Susan no desistía con facilidad.

– Hablamos luego, Susan.

Audrey no estaba de humor para conversaciones intrascendentes. Colgó el teléfono. Quería volver a tumbarse en la cama durante un rato más, pero venció la tentación y se incorporó. Tenía cosas urgentes que hacer.

En ocasiones, la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad parecía una especie de roca. Al menos, ésa era la impresión de Audrey. Nada cambiaba en la residencia, o los cambios eran tan leves que resultaba casi imposible detectarlos. El tiempo pasaba despacio en aquel lugar. Audrey estaba segura de que, si pudiera viajar dos mil años hacia el futuro, encontraría el descuidado edificio de ladrillo exactamente igual a como lo veía en este momento. Era como las pirámides. Eterno. Pero no por ser capaz de sobrevivir al tiempo, sino por poder seguir estando perpetuamente muerto.

Audrey no fue a la habitación de Daniel esta vez. Pensó que el anciano estaría disfrutando del soleado día en el jardín trasero, y acertó. Estaba sentado en el mismo banco en donde lo encontró cuando se conocieron. Al verla, el viejo sonrió con su habitual expresión bobalicona.

– Tienes… mala… cara, Audrey.

– Sí, lo sé. ¿Puedo sentarme?

– Claro.

Permanecieron uno junto al otro, sin hablarse. Los dos con el rostro hacia delante, viendo pasear por la hierba a los otros ancianos residentes, que las monjas llevaban de la mano.

– ¿Hice algo… malo, el otro día?

Audrey se volvió hacia Daniel, sorprendida. El siguió con la mirada puesta en el mismo sitio.

– No, claro que no. ¿Por qué dices eso?

– Él… estaba… con… tentó.

– ¿Ese que habla contigo estaba contento?

– Sí. Yo no sé… qué te dije…, pero él me dijo que… lo había hecho… muy bien, que te había… asustado.

Audrey sintió un escalofrío. No era la primera vez que le ocurría estando con Daniel.

– Se supone que nunca recuerdas lo que te dice esa voz.

Daniel se encogió de hombros y respondió:

– Él quiso que me… acordara… de eso.

Otra vez, Audrey detectó miedo en Daniel. En un paciente normal, ella tendría claro cuál era el siguiente paso en la evaluación psicológica y el tratamiento. Pero el viejo jardinero no era un paciente normal. Ni tampoco era común lo que había ocurrido en la última sesión. Audrey no podía apartar de sus pensamientos esa mención de Daniel a cuatro mentiras. ¿Habría sido una inimaginable casualidad? Y, en el caso de que no fuera así, ¿cómo podría entonces explicar aquello? Éstas eran las preguntas a las que se había propuesto encontrar una respuesta. Desde que consiguió levantarse de la cama, no había parado de reflexionar sobre el mejor modo de conseguirlo. Le parecía obvio que para ello necesitaba poner al descubierto a esa otra personalidad de Daniel -tan enigmática-, que, en efecto, había conseguido asustarla. Y mucho.