Ganaba mucho dinero, es verdad, pero cuando empezara la cuesta abajo no sería suficiente.
Cuando comenzaron aquellas parálisis tuvo que dejar de trabajar para el Griego en Las Vegas. Seguramente tendría que haber ido al médico enseguida. Le estás dando una patada en el culo a alguien y de pronto te quedas parado, con el bate sobre la cabeza, como una estatua… desde luego, es para ir corriendo al médico. Pero fue un incidente aislado, así que lo olvidó. Hasta que volvió a pasarle tres o cuatro meses más tarde, cuando estaba con una showgirl. Todo echado a perder. Y tres meses después, cuando estaba jugando al golf, en mitad de un swing, otra vez. Se quedó paralizado, tal como suena.
Aquella vez estaba con el Griego y, claro, el hombre quiso saber qué cojones pasaba.
Cinco médicos después, tuvo la confirmación. ALS: esclerosis amiotrófica lateral. La enfermedad de Lou Gehrig. Una forma de distrofia muscular. Y ahora era como uno de los chicos de Jerry Lewis. La enfermedad podía manifestarse de diferentes formas: espasmos musculares, pérdida de coordinación, dificultad para hablar, torpeza, y sus peculiares parálisis. Y avanzaría hasta que físicamente lo convirtiera en una nulidad, incapaz de moverse, de respirar o incluso de tragar por sí mismo, aunque su mente siguiera funcionando a la perfección.
Podía ser un proceso lento o rápido. Nadie lo sabía. En su caso, parece que iba despacio, así que al menos le estaba dando tiempo para poner sus asuntos en orden. No era la muerte lo que le asustaba. Él sabía que la muerte no es el fin; había visto fotografías de fantasmas, había oído grabaciones de voces del otro mundo, una vez incluso acudió a una médium que le permitió hablar con su difunta madre. El hecho de saber que el cuerpo no era más que una carcasa y que el alma seguía viviendo le había ayudado en su trabajo en Las Vegas: no es tan duro golpear a alguien hasta matarlo si sabes que no le estás haciendo un daño permanente. Lo que le asustaba era lo que le esperaba antes de la muerte, cuando se encontrara solo e indefenso y el dinero fuera lo único que pudiera evitar que abusaran de él y lo maltrataran. Necesitaba dinero.
Si le contaba la verdad a B. B. seguro que se mostraría comprensivo y le dejaría marchar. Y hasta puede que le diera un buen extra, aunque no sería suficiente. Él necesitaba dinero, montones y montones de dinero, lo suficiente para cubrir las facturas y pagar tan generosamente a una enfermera privada que se desviviera por tenerlo contento.
Pero, tal como estaban yendo las cosas, su causa estaba en peligro. En los últimos seis meses B. B. había estado más distraído que nunca. El negocio iba de capa caída y a él no parecía importarle. Y Desiree, la muy puta, se llevaba algo entre manos. Seguro. A lo mejor estaba planeando hacerse con el poder y quitarle a él de en medio. Pero no, no trabajaría para ella, de ninguna manera, y desde luego no permitiría que lo quitara de en medio. Si alguien tenía que ocupar el sitio de B. B. era él.
Desiree mantenía la vista al frente. A su lado, en el asiento del pasajero, B. B. iba en silencio, con la cabeza ligeramente ladeada hacia el otro lado. No sabía si estaba dormido o lo hacía ver. Su cinta de Randy Newman, Little Criminals, se había terminado y solo se oía el sibilante silencio de la radio. Desiree necesitaba música, la radio, lo que fuera, algo que la mantuviera despierta. El cansancio, la oscuridad de la autopista, el resplandor de los coches que venían en dirección contraria la sumían en una especie de sopor hipnótico.
– ¿Te lo has pasado bien con Chuck? -preguntó finalmente.
B. B. se movió.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que si lo has pasado bien.
– Ha sido una cena productiva -dijo él-. Es un buen chico. Brillante. Está preparado para tener un mentor. Podría llegar lejos si… si quisiera abrirse un poco.
Ella dejó la respuesta en el aire.
– Bien.
Durante unos minutos ninguno de los dos dijo nada. Desiree hizo un mohín cuando pasaron ante un par de mapaches aplastados a un lado de la carretera.
– No soy así porque me guste.
Desiree aguantó la respiración. En cierto modo, había estado esperando aquello, la gran confesión, y le asustaba. En el momento en que le hablara de su vergonzoso secreto, de los deseos que lo dominaban, de los maltratos que había sufrido de pequeño -lo que fuera que debía contarle-, tenía miedo de sentir lástima y compasión, de que su voluntad de abandonarle quedara ahogada por el sentimiento de culpa y responsabilidad.
– Nunca quise entrar en este negocio. Pasó y ya está.
Desiree se sintió aliviada. No quería hablar de su problema con los niños, quería hablar de su papel de proveedor.
– Yo no soy quién para juzgar a nadie, B. B.
– Nunca quise hacer esto -repitió él-. No me gusta. Dejaría los cerdos si pudiera, el problema es que me he acostumbrado al dinero. Pero es como una mancha en mi alma. Muy negra. No dejo de pensar qué puedo hacer para dejarlo.
– Dejarlo -dijo ella-. Solo tienes que dejarlo. Nadie te lo impide.
– Yo había pensado otra cosa -dijo B. B.-. Había pensado que alguien ocupara mi puesto. Que tú ocuparas mi puesto. Te llevarías una parte de los beneficios y yo podría dejarlo y dedicarme enteramente a la Young Men's Foundation. Llevar una vida decente.
– Es muy halagador. Es increíble que confíes tanto en mí, B. B. Pero tengo que pensarlo.
– De acuerdo -dijo. Y volvió a guardar silencio.
Desiree no tenía intención de pensarlo. B. B. pretendía limpiarse esa mancha de su alma dejando que otro hiciera el trabajo sucio y manteniendo sus beneficios. Meneó muy levemente la cabeza. No para que B. B. lo notara, sino como un gesto frente al universo. Sus decisiones eran cada vez más sencillas.
15
El despertador sonó a las siete. Normalmente, cuando se quedaban por la noche de fiesta junto a la piscina, la gente empezaba a retirarse a sus habitaciones entre la una y las dos, y para las tres casi nunca quedaba nadie despierto. Eso significaba que podías disfrutar de cuatro horas de sueño, que según Bobby era el mínimo que necesitaba dormir una persona. Él debía saberlo. Siempre era de los últimos en dejar la zona de la piscina, y nunca parecía cansado. Nunca le vi bostezar.
Yo me había acostumbrado al cansancio como se acostumbra uno a un tumor que le ha salido en un lado de la cara: nunca se olvida de él, pero eso no significa que siempre piense en él. Cada mañana me levantaba agotado, aturdido, ligeramente mareado, y aquella sensación nunca desaparecía del todo.
Bobby solía entrar en nuestra habitación hacia las siete y veinte. Abría la puerta con energía y entraba como un personaje de un musical a punto de ponerse a cantar. Se aseguraba de que todos nos habíamos levantado y empezaba a charlar con el primero que se hubiera duchado y que normalmente ya se había vestido, porque había que darse prisa si los cuatro ocupantes de la habitación querían estar vestidos y desayunados antes de la reunión de las nueve.
Aquel día yo fui el primero que se duchó, aunque había sido el último en meterse en la cama… que en mi caso era el suelo. Entré sigilosamente en la habitación justo antes de las cinco, me desvestí sin hacer ruido y me acosté entre el televisor y el armarito sin puerta, apoyando la cabeza en un montón de ropa interior sucia. Nadie se había molestado en dejarme una almohada.
Y dormí, estaba casi seguro, aunque fue un sueño irregular, y soñé sobre todo que estaba tendido en el suelo sin poder dormir. Al menos no había soñado que vendía libros, y era la primera vez desde hacía semanas que podía decir aquello. Ni había soñado con los cuerpos de Cabrón y de Karen, lo cual no dejó de ser un alivio.
Cuando sonó el despertador me levanté de un brinco, como solo hace quien duerme poco de forma crónica. Me fui al cuarto de baño. Cuando estuve aseado y vestido, con mi otro par de pantalones caquis, camisa azul claro y corbata estrecha de color amarillo sol, casi me sentía yo otra vez. Podía olvidar lo que había pasado en la caravana, la noche con Melford, y los sucesos posteriores en la caravana. Y casi podía olvidar que me había visto implicado en un doble asesinato y en un tercero en el que estaba implicado un poli corrupto y el director de la empresa para la que yo trabajaba.