Volver a la granja y trabajar con los cerdos fue degradante, una auténtica pesadilla, pero estaba en bancarrota, mucho más que hundido, y la granja le permitió mantenerse a flote. Tenía comida y techo, y ocasionalmente podía disfrutar de los vinos que había aprendido a valorar en Las Vegas.
Y entonces, un tipo al que apenas conocía -había hablado con él algunas veces en el bar del pueblo, y era amigo de uno de los hombres que derribaron el granero-, un motero de una banda que se llamaba los DevilDogs, fue a verle una noche. ¿Qué le parecía si un par de sus chicos montaban un pequeño laboratorio en su propiedad? Nadie lo sabría, porque el olor de los cerdos disimularía el olor de la metadrina. B. B. no tenía que hacer nada, solo mantener la boca cerrada, y sacaría mil dólares al mes.
Era un buen trato. Después de un mes sin querer implicarse, B. B. empezó a frecuentar a los que preparaban la metadrina y vio lo fácil que era convertir unos medicamentos que te vendían en la farmacia por unos cientos de dólares en speed tan potente que a su lado la coca parecía horchata. Y entonces pillaron a los tipos del laboratorio cuando estaban distribuyendo la droga. B. B. pensó que lo denunciarían, pero no ocurrió. Pensó que llegarían otros de la misma organización a hacerse cargo del laboratorio, pero no ocurrió. Y allí estaba, en su propiedad: una máquina de hacer dinero. Desaprovecharlo era de idiotas.
El problema era que B. B. no sabía nada sobre la distribución de las drogas. No tenía ni idea de cómo empezar. No se imaginaba en una esquina, con una gabardina, haciendo señas a un redneck huesudo de alguna de las caravanas, con una camiseta extragrande y mirada mortecina. Mientras le cogía el tranquillo siguió fabricando speed en pequeñas cantidades, una o dos onzas al mes. Mejor limitarse a cantidades pequeñas, porque fabricar speed cuando uno no sabe lo que hace era como subirse en una montaña rusa con un tarro de nitroglicerina en las manos.
Lo preparaba y lo almacenaba. Casi como un hobby, como meter un barco dentro de una botella. Dos días de trabajo, y allí estaba aquel adorable polvo amarillo. Mejoró, adquirió confianza, aumentó la producción, aprendió a deshacerse de los desechos, tan tóxicos que corroían el suelo. Al cabo de un año tenía speed almacenado por valor de miles de dólares y no tenía ni idea de cómo colocarlo.
Cuando leyó en la sección de negocios de un periódico local que en Enciclopedias Champion buscaban a alguien que dirigiera el negocio en el estado, todo empezó a cobrar forma. Les convenció de que era empresario, de que podía dirigir el negocio de los libros y su «empresa agrícola», como él lo llamó. Pero estaba malgastando su entusiasmo. A aquella gente le interesaban tan poco sus cualidades como a los jefes de equipo las cualidades de sus nuevos vendedores. Contratas a todos los que puedes, los echas al agua y miras a ver quién consigue mantenerse a flote.
Aquello pasó tres años después de Las Vegas, y cuando B. B. se reunió con los jefes de equipo en el estado descubrió que conocía a uno de ellos. Se llamaba Kenny Rogers, y se hacía llamar el Jugador. Él no reconoció a B. B., pero B. B. sí le reconoció a él. El Jugador era el matón que le había derribado a golpes con el palo de una escoba en el apartamento de Las Vegas cuando estaba con las manos sobre la cabeza, oyendo de fondo los ladridos del perro de los vecinos y el televisor, que habían puesto a todo volumen para hacer como que no oían nada, con sus propios sollozos en sus oídos.
Cuando contrató al Jugador, B. B. solo pensaba en vengarse, en exorcizar sus demonios. Que trabajara para él, que pensara que hacía un gran trabajo, que estaba metido en los secretos de la organización, que formaba parte del proceso de planificación. B. B. lo mantenía muy cerca, buscando la forma y el momento más oportuno para resarcirse. Sin embargo, el tiempo pasaba y la venganza no llegó. El Jugador le hacía ganar dinero, demasiado dinero para quitarlo de en medio tan irreflexivamente. Y la verdad era que si B. B. se vengaba ya no tendría el placer de anticipar su recompensa. Así que lo mantuvo en su sitio y de vez en cuando fantaseaba sobre posibles venganzas.
Las cosas iban demasiado bien… tenía que haber imaginado que pasaría algo así.
– ¿Puedes conseguirme lo que te pedí? -dijo B. B. Empezó a dar golpecitos con un lápiz en la mesita de noche.
– No lo sé. -El Jugador hablaba en un tono completamente neutro-. En estos momentos está desaparecido.
– ¿Desaparecido? Joder. ¿Dónde está la persona que se supone que lo tiene?
– Se ha ido. Se ha ido de una forma definitiva y complicada, no sé si me entiendes.
– ¿Qué demonios está pasando? ¿Quién es el responsable de su marcha?
– Ni idea -dijo el Jugador-. Estamos en ello.
– Ya, ¿también estáis por la labor de recuperar mis cosas?
– Sí, estamos en ello, pero en estos momentos no tenemos mucho con lo que actuar.
– ¿Es necesario que vaya? -preguntó B. B.
– No, no lo creo. Podemos ocuparnos de todo. Te mantendré informado.
B. B. colgó. Le mantendría informado. Estupendo, ¿cómo? ¿Con sus estúpidos jueguecitos de niños?
Se volvió hacia Desiree.
– Vístete. Nos vamos a Jacksonville -dijo.
Ella arrugó la nariz.
– Odio Jacksonville.
– Pues claro que odias Jacksonville. Todo el mundo lo odia. Nadie va porque le guste.
– Y entonces, ¿por qué van?
– Para encontrar su dinero y asegurarse de que su gente no está tratando de engañarles. -Y a lo mejor, pensó, para encargarse del Jugador. Si había perdido el pago, lo más probable es que hubiera dejado de serle útil. Y si lo encontraba, seguramente también.
El Jugador colgó el teléfono. El muy gilipollas iría hasta allí, lo sabía. Lo que menos falta le hacía en aquellos momentos era tener a B. B. y a su novia freaky metiendo las narices. Técnicamente el negocio era de B. B., claro, pero eso era una casualidad. Se había topado con aquello. Conoció a cierta gente. Formó ciertas alianzas. Lo que fuera. El dinero no entraba porque B. B. fuera muy listo, sino porque la gente estaba deseando comprar speed. La preparación del speed era barata, no había mucha competencia y la poli estaba demasiado ocupada persiguiendo a los cowboys de la cocaína para prestar atención a la metadrina casera. Podían venderlo en camiones de helado -joder, si prácticamente es lo que hacían- y los federales y la policía local ni se enteraban. Tenían cosas más importantes que tratar de controlar una mierda casera que podías preparar con un medicamento para el asma.
El caso es que podían sacar mucho más dinero, y él ya estaba harto de tener que lidiar con aquel circo de las enciclopedias. No se veía con fuerzas para aguantar durante mucho tiempo. Lo que quería era dar el paso siguiente, ayudar a expandir el imperio. Necesitaba algo que le exigiera menos físicamente, que le permitiera sentarse y pensar. Y hacer dinero. Se lo había dicho a B. B., aunque sin mencionar la parte de que no le quedaban fuerzas. Pero a B. B. no le interesaba.
– En estos momentos -le había dicho-, todos estamos ganando dinero, la policía no se entera de nada y todo va bien. Si nos volvemos avariciosos, podríamos perderlo todo.
Para B. B. era fácil conformarse. Él no tenía que lidiar con aquellos estúpidos vendedores ni con gilipollas como Jim Doe. Él no tenía que hacer el numerito para aquellos idiotas dos veces al día. Y no tenía que pensar en el día -y ese día llegaría pronto, en uno o dos años, quizá- en que no podría seguir, en que las facturas del médico empezarían a amontonarse y necesitaría su dinero para asegurarse de que alguien lo cuidaba y no acababa en manos de enfermeros psicópatas que le clavaban agujas en los ojos solo para divertirse.
El Jugador siempre había sido eficaz y fiel, y estaba empezando a cansarse de la ingratitud de B. B. No, no solo de su ingratitud, había algo más. De que B. B. viviera en el limbo. El hombre estaba atascado. En otro planeta. Y esa no era forma de dirigir un negocio como aquel. En Las Vegas el Jugador había trabajado para tipos que podían dirigir seis negocios a la vez, mantener tres conversaciones telefónicas y jugar al fútbol todo el fin de semana… y ponían la misma atención en todo. En cambio, ese imbécil de B. B. si no se lo decía su dichosa Desiree, no era capaz de decidir si la luz ámbar significaba que tenía que acelerar o frenar.