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B. B. le dijo entonces que pasara lo que pasara, por muy limpia o muy feliz que fuera, nunca superaría la dependencia. El speed siempre la llamaría. Sería como una sombra que la acosaba, como una soga que llevaba atada al cuello, y nunca dejaría de tirar.

Se equivocaba. Se equivocaba porque ella ya tenía una sombra, ya tenía una soga que tiraba de ella. El speed la había velado, la había ocultado… y, Dios nos ampare, por eso le gustó al principio. Pero cuando volvió a estar limpia, cuando estaba tendida en su cama, en la casa de B. B. en Coral Gables, mirando el ventilador que giraba y giraba en el techo, oyendo el sonido distante de los cortacésped y las alarmas de los coches, encontró el camino de vuelta a su hermana.

Aphrodite había muerto durante la operación que las separó, antes de cumplir los dos años. Su madre sabía que era una operación complicada, que había riesgo para las dos. Pero el médico insistió y dijo que la universidad cubriría los gastos. Era una gran oportunidad para las niñas y para la ciencia.

Las dos hermanas estaban unidas desde el hombro hasta la cadera, lo que los médicos que las separaron denominaron un onfalopago menor. Sí, las hermanas estaban pegadas, unidas sobre todo por tejido muscular y vascular. Pero el único órgano que compartían era el hígado, y estaban convencidos de que podrían separarlas. El hombre fue muy claro: era posible que las dos vivieran, probable que una de las dos muriera, e improbable que las dos murieran.

Aphrodite murió durante la operación, y entonces los médicos dijeron que quizá fuera mejor así, porque se ahorró días de dolorosa agonía. Sin embargo, el pronóstico para Desiree era bastante bueno. Tendría una cicatriz para el resto de su vida, y bastante grande, pero podría llevar una vida normal.

Desiree había descubierto que todo dependía de lo que uno entendiera por «normal». Aguantar las burlas en los vestuarios de la escuela, por ejemplo, o tener que aceptar un año tras otro el papel de freaky, o sentir pánico a ponerse en bañador. ¿Era normal todo eso? Desde luego, no era nada particularmente raro. Había montones de niños gordos, feos o contrahechos que tenían que aguantar experiencias similares y no estaban preparados para ser una atracción, pero todo el mundo sabía lo de Aphrodite. Sabían que Desiree había tenido una hermana siamesa. Desde que ella podía recordar, en la escuela los niños se estiraban los ojos con los índices y cantaban aquella canción del gato de La dama y el vagabundo. De alguna forma, inevitablemente, descubrían el nombre de Aphrodite y le preguntaban por ella como si aún viviera, como si siguiera pegada a Desiree. Hasta que terminó la escuela secundaria, todos los años había al menos un par de chicos -una vez hubo cuatro- que en Halloween se disfrazaban de gemelos siameses.

Y estaba su madre, que siempre dijo que prefería a Aphrodite. Ya antes de terminar la primaria, Desiree empezó a preguntarse si aquello era cierto o solo lo decía para herirla, aunque no por eso le dolía menos. A su madre le encantaba llorar, se sujetaba la cabeza entre las manos y decía: «Oh, ¿por qué no se salvó Aphrodite?».

Y luego llegó Aphrodite. Desiree empezó a oír su voz más o menos cuando tenía doce años. Aquella semana su madre estaba fuera, se había ido a Key West con su nuevo novio, aunque la relación -oh, gran sorpresa- tampoco llegó muy lejos. No, no era exactamente que la oyera. Su hermana estaba allí como una presencia, una sensación, una compulsión, incluso como una corriente de información intuitiva. Cuando conocía a alguien nuevo y sentía de forma instantánea que le gustaba o le desagradaba, sabía lo que opinaba su hermana.

Al principio aquella presencia fue bienvenida, un remanso en su vida solitaria, pero cuando cumplió los quince, las cosas empezaron a cambiar. Conoció a gente a la que no le importaba la cicatriz, que quería salir con ella, escuchar música, fumar hierba. A Aphrodite no le gustaban, pero a ellos Desiree les gustaba mucho. Y entonces descubrió que el speed acallaba la voz de Aphrodite. Al principio le picaba, le producía una quemazón tan intensa en la nariz que aspiraba agua y la expulsaba por la nariz como una ballena. La siguiente vez no le escoció tanto. Y a la tercera, si le escoció, no se dio cuenta.

Y así fueron las cosas hasta que B. B. la encontró. O más bien hasta que ella le encontró a él. B. B. iba en su Mercedes por la zona comercial de Fort Lauderdale y se había parado en un semáforo, con la capota y las ventanillas bajadas y Randy Newman sonando a todo volumen, como si fuera Led Zeppelin.

Tenía todo lo que ella necesitaba: dinero. Y si necesitaba dinero era porque necesitaba desesperadamente colocarse, tanto que la estaba matando. En otro tiempo la droga le ayudaba a viajar instantáneamente a un lugar donde podía hacer cualquier cosa, decir cualquier cosa, donde se sentía completa, libre de los caprichos de su madre, de los maestros, de su gemela muerta.

Ahora era diferente. El speed seguía haciendo que subiera, desde luego, pero menos. Y los bajones… bueno, eran más intensos de lo que habría podido imaginar. Bajones subterráneos, tan profundos que era como estar enterrada debajo de tu propia tumba, arañando la base de tu ataúd. Se sentía seca, vacía, como una esponja exprimida y rota, y habría hecho lo que fuera por volver a subir. Incluso ofrecerse a un desconocido en la zona comercial de Fort Lauderdale. Si alguna vez hubo algo que la ayudaba a moderarse, el cansancio y el insomnio lo habían deteriorado hasta donde alcanzaba a recordar, que no era mucho, porque su memoria ya no era muy buena. Justo bajo la conciencia vibraba de forma permanente cierta sensación de pánico. Siempre tenía la boca seca, por mucho que bebiera, y nunca tenía hambre, por poco que comiera.

A pesar de todo, nunca había hecho algo así. Había ido con hombres para conseguir speed, sí, pero siempre eran hombres a los que conocía. Y sin embargo, cuanto más lo pensaba, más fuerte era la sensación de que no importaba. Solo serían unos minutos. ¿De qué? ¿De sexo? Gran cosa. Todos le daban mucha importancia al sexo, pero no significaba nada. Unos minutos y tendría dinero para comprar más droga.

Incluso en aquellos momentos, mientras sentía la presión de la necesidad y el terror en sus oídos, oía la voz amortiguada de su hermana. No acababa de entenderla, pero sabía que estaba ahí, rogándole desde lejos. Pero el hombre parecía bien dispuesto. Iba bien vestido, con el pelo bien peinado y teñido. Llevaba alguna joya de buen gusto y cara… Desiree había aprendido a diferenciarlas por sus visitas a las casas de empeños. No parecía un doctor rico de Florida, ni un abogado ni un promotor inmobiliario más en su descapotable. Este era de los otros. Llevaba la marca, la señal, una vibración que solo percibían los adictos al speed y los perros. Mentía en su declaración a Hacienda, engañaba a su mujer, timaba a sus compañeros. Lo que fuera. El hombre del Mercedes era malo, y tenía dinero.

Desiree se acercó, le sonrió. Puso su sonrisa más radiante. Al menos en otro tiempo lo fue. Si hubiera sabido el aspecto que tenía -el de una enferma de cáncer, con los ojos hundidos, los labios finos, rojeces en la cara y las manos-, jamás se habría ofrecido, jamás habría pensado que alguien pudiera quererla. Pero no lo sabía, así que sonrió y el hombre se volvió a mirarla.

– Te la chupo por diez dólares, cielo -le dijo.

El hombre empezó a subir la ventanilla, cosa bastante inútil teniendo en cuenta que la capota estaba bajada, y ella se apartó. Estaba a punto de ponerse a renegar, pero se detuvo. El cristal volvió a bajar.

– ¿Qué te metes?

– Que te jodan -dijo ella, dándose la vuelta… pero despacio. Sabía que aún no habían terminado.

Él sacó un billete de veinte y se lo enseñó.

– ¿Qué te metes?

Desiree se detuvo. Oía la voz de Aphrodite, esa voz que había estado muda y adormecida durante años. Ahora la oía, hueca, cavernosa, como el goteo distante del agua en una cueva. Y la sensación era tan fuerte que casi intuía las palabras: «No se lo digas». Y por eso se lo dijo.