– Speed.
El hombre la estudió un momento y entonces quitó el seguro de las puertas con un movimiento del dedo.
– Sube -dijo.
Ella subió. ¿Por qué no? Tenía buena pinta para ser tan mayor. Seguramente estaba limpio y era rico. Lo otro -aquella vibración que le decía que podía acabar muerta en algún solar perdido, o que la arrojarían desde una lancha motora en los Everglades-, aquello no importaba en esos momentos. La necesidad la llamaba, la necesidad. La necesidad. Partiéndola en dos, tirando de ella, aplastándola, derribándola y arrastrándola por el fango. Así que subió.
Pero el hombre del Mercedes no quería una felación. Quería reformarla.
B. B. nunca entró en su cuarto en busca de sexo. Después de dos meses, cuando Desiree se había convertido en una especie de asistenta interina, era evidente que no lo haría. No le gustaban las mujeres. No las miraba cuando pasaban por la calle o por la zona comercial, no miraba a las encantadoras, a las elegantes o a las guapas. A las provocativas y a las sexys, sí, pero no con deseo, sino con una especie de hostilidad, o quizá divertido.
Al principio Desiree supuso que era gay, y le parecía perfecto. Había conocido a muchas queens en la calle, pero incluso de no haber sido así, se había sentido despreciada durante demasiado tiempo para juzgar a nadie por ser diferente o no responder a la imagen de normalidad que veía en la televisión. Y aun así nunca acabó de entenderlo. B. B. tampoco miraba a los hombres, ni siquiera a los que eran guapos y estaba claro que eran gays.
También era posible que fuera asexual, pero su instinto y la voz de Aphrodite lo dudaban. Puede que lo fuera o puede que no, pero había otra cosa, algo que ni la parte efímera ni la parte carnal de las gemelas acababan de situar. Había una especie de vacío en él, como si estuviera aturdido la mayor parte del tiempo. La había rescatado, pero no actuaba como el tipo de persona que rescata a un drogadicto. Solo cuando hacía alguna obra de caridad con alguno de sus chicos parecía realmente vivo. O cuando miraba a un niño. Estaban en un restaurante, o de compras, o paseando por la playa, y entonces sus pupilas se dilataban, se ponía más derecho y su rostro adoptaba un saludable sonrojo, como si estuviera enamorado. Era como si cada vez se enamorara.
Una vez Desiree sacó el tema. Solo una. Porque el caso es que había algo casi admirable en el deseo que B. B. sentía por los niños. Quería estar con ellos, eso se notaba. Desiree había visto a hombres que buscaban a niños y niñas tan jóvenes que ni siquiera sabrían qué era el sexo. Eran predadores, monstruos, y le hubiera gustado matarlos a todos. B. B. era como ellos y no lo era. Él había convertido su deseo en caridad; se escondía del mundo, puede que incluso de sí mismo. Y los ayudaba. Si había una forma admirable de sentir esa clase de deseo, sin duda era aquella.
Llevaba más de un año con él, y se había convertido en una parte tan imprescindible de su vida como sus brazos o sus piernas, cuando una noche decidió sacar el tema. Era el cumpleaños de B. B., y había bebido demasiado de un tinto que había estado reservando. Quizá ella también había bebido demasiado.
– Hablando de tus niños… -dijo Desiree.
– ¿Sí? -Estaba masticando un bocado filet mignon que ella había asado para él. En su plato, junto con un montoncito de espárragos, había dos cucharadas de salsa: una delicada au poivre y una crema de ajo.
– Solo quería que supieras que lo entiendo, ¿vale? Sé por qué lo haces, B. B., y me parece muy valiente. Y si necesitas algo, si necesitas ayuda, puedes contar conmigo.
Él dejó su tenedor y la miró. Su rostro enrojeció y las venas del cuello se le hincharon. Por un momento Desiree pensó que estallaría, que le tiraría su plato, que le ordenaría que se fuera. Pero lo que hizo fue soltar una risa gutural.
– Oh, no, tú también -dijo-. Oh, Desiree. Sé que a la gente le gusta imaginarse lo peor, pero pensaba que tú lo entenderías.
– Y lo entiendo.
– Solo quiero ayudarles. Lo pasé muy mal cuando era pequeño, y ahora que puedo, quiero ayudar a otros niños. Nada más. No soy ningún pervertido. Si tú no eres capaz de entender que quiera ayudar a otros sin buscar nada a cambio, entonces nadie puede.
No estaba enfadado, ni siquiera triste. Sobre todo parecía cansado.
– Muy bien -dijo ella.
Sabía que no era verdad, pero asintió. B. B. podía ocultar sus impulsos al mundo siempre que también se los ocultara a sí mismo.
Así que al menos no tendría que preocuparse porque su amigo, jefe y compañero fuera por ahí tirándose a niños. Podía hacer muchas cosas malas, pero aquello lo tenía controlado. Aun así, Aphrodite no se dio por satisfecha. Sin embargo, hasta las gemelas muertas acaban por rendirse, y sus objeciones se aplacaron al cabo de unos meses. Sí, seguramente estaba mal que trabajara para un hombre que ganaba el dinero -montones y montones de dinero- como lo hacía B. B., pero alguien tenía que hacerlo, y si ella dejaba de trabajar para él, en el mundo seguiría habiendo los mismos problemas y no habría ni comida ni cobijo para la pobre Desiree. Difícilmente encontraría otra ocupación sin el título de bachiller y con el trabajo de ayudante de un criminal como única experiencia profesional.
Además, B. B. la quería con él, la apreciaba, valoraba sus opiniones. Ella le debía la vida, así que podía hacer la vista gorda con su afición a poner la mano en el hombro de sus chicos, al brillo de sus ojos cuando veía alguno en bañador. Podía vivir con el cargo de ser su pantalla, su disfraz frente al mundo.
Pero hacía un mes que las cosas se habían puesto algo tensas. Estaban en la carretera, de regreso de una reunión con un tipo que tenía un negocio de enciclopedias en Georgia. B. B. había estado pensando -medio pensando- en ampliar sus actividades, y quizá eso habría preocupado a Desiree si hubiera ido en serio, pero sabía que no era así. B. B. ya ganaba todo el dinero que necesitaba, y detestaba meterse en jaleos: ¿por qué arriesgarse con algo nuevo y cruzar las fronteras del estado?
La reunión fue mal, y a ninguno de los dos les gustó el tipo de Georgia. No parecía de fiar. Desiree se sentía aliviada, y sospechaba que B. B. también. Casi parecía que estaba buscando una forma de celebrarlo y, cuando vieron a un niño caminando por la playa, algo cambió visiblemente en su cara.
Aparentaba unos once años, era mono, aseado, pero caminaba tambaleándose, como si estuviera en su primera borrachera. Llevaba una sonrisa estúpida y feliz en la cara. Cantaba para sí mismo y de vez en cuando se ponía a tocar una guitarra imaginaria.
– ¿Por qué no paras un momento? -dijo B. B.-. Podemos llevarlo.
Desiree no quería parar, pero el semáforo se puso en rojo y no tuvo elección.
– ¿Llevarlo adónde?
B. B. sonrió.
– A nuestra casa.
Desiree siguió mirando al frente.
– No.
– ¿No?
– No. No pienso dejar que lo hagas.
B. B. se mordió el labio.
– ¿Y qué es exactamente lo que no vas a dejar que haga?
– B. B., olvídalo y vamos a casa.
– Si yo digo que llevamos al chico, lo llevamos. -El tono de su voz se había elevado-. Tú no eres quién para decirme que no, ni el niño tampoco. A mí nadie me dice que no. Para el coche y convéncele para que suba o mañana estarás en la calle y de aquí a una semana estarás vendiendo tu cuerpo para conseguir speed.
– Muy bien -dijo ella con suavidad. Eligió las palabras deliberadamente, porque la crueldad de él lo exigía, y quería que, al menos por un momento, pensara que había ganado-. Muy bien. -El semáforo se puso en verde y Desiree pasó de largo al chico a toda velocidad.
A la mañana siguiente, en su maleta encontró unas flores, unos bombones y un sobre con dinero. B. B. no se disculpó, no dijo que sentía haber tratado de convertirla en su chulo, pero ella sabía que era así. Y se quedó. Pero mientras estaba deshaciendo la maleta, la voz de Aphrodite dejó muy claro que aquello era solo un aplazamiento. Desiree no se resistió, no se opuso ni trató de descartarlo, porque aquello no era una sugerencia. Era un hecho.