– Pues dinero, ya sabe. Y entonces, cuando llegó el momento de firmar el cheque, la mujer dijo que no quería hacerlo.
– ¿Sí? -dijo el Jugador. Se quitó las gafas y se restregó los ojos con el dorso de la mano.
Estaba seguro de que la estaba cagando.
– Así que… volví a intentarlo. Repasé todo lo que habían visto. Dije que tenían que habérmelo dicho antes si no les interesaba. Hice todo lo que nos habéis enseñado, pero la mujer seguía sin ceder. Y entonces el marido se puso furioso y pensé que no había nada que hacer.
– Eso es una idiotez -dijo él-. ¿Para qué coño iban a querer una enciclopedia?
Yo lo miré.
– No sé. ¿Para qué va a querer nadie una enciclopedia? Bueno, ya sé que son unos libros maravillosos y todo eso…
– Ahórrame el discursito. ¿Qué hiciste?
Me encogí de hombros.
– Me fui.
– ¿Te fuiste? -repitió el Jugador-. ¿Te fuiste sin más? Les dijiste «Qué caray, no necesito doscientos dólares. Hoy ya he ganado doscientos, no necesito doscientos más». ¿Es eso lo que les dijiste?
– ¿Cree que hubiera servido?
Su rostro enrojeció, pero no dijo nada. Ahora estaba muy claro: el Jugador quería información y no sabía cómo sacármela. Así que me tragué la irritación. Lo que tenía que hacer era aprovechar su confusión, sus tanteos desesperados. Tenía que encontrar la forma de que aquello obrara en mi favor.
– No sabía qué hacer. Me pareció que querían que me fuera, como si estuviera poniéndoles nerviosos. No se me ocurría nada. -Suspiré-. Bueno, ¿usted qué habría hecho?
– ¿Cómo? -El Jugador me lanzó una sonrisa burlona, sorprendido por mi audacia.
– Si la idea es evitar que vuelva a perder un cliente por culpa del cheque, tengo que saber qué hacer. ¿Cómo hubiera manejado usted la situación?
El Jugador entrecerró los ojos y su cara se crispó.
– Dímelo tú, Lem. Piénsalo un rato y luego vuelve y me lo dices. Ahora me interesa más saber lo que hiciste. Dices que te fuiste, ¿no? ¿Estaban haciendo algo cuando te fuiste?
Sentí que empezaba a ganar terreno, así que insistí.
– ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver eso con el hecho de que perdiera la venta?
– Tú limítate a contestar, ¿quieres? -Y apartó la mirada.
– Creo que no. Estaban sentados a la mesa de la cocina, fumando, demasiado enfadados entre ellos para hablarse.
Él me miró perplejo. Y entonces sentí el manotazo de la inspiración. Lo ideal habría sido que me parara a pensar si no sería una idea absurda, pero no tenía tiempo y decidí arriesgarme.
Hice una pausa y desvié la mirada como si pensara.
– Antes de entrar, vi por allí a un tipo que daba escalofríos.
El Jugador se sentó muy derecho.
– ¿Un tipo que daba escalofríos?
Me encogí de hombros, como si la historia no valiera la pena.
– Sí, uno que se paró a hablar conmigo. Conducía una camioneta de Ford oscura. Llevaba un corte de pelo muy extraño… corto por delante y largo por detrás. Y tenía los dientes muy raros. Supongo que era el mismo que rondaba por allí medio escondido cuando me fui, aunque no estoy seguro. En realidad, cuando salí no vi a nadie acechando, solo fue una sensación, ¿sabe?
Traté de no poner cara de satisfacción, de parecer intrigado. El Jugador y el otro, el tal Doe, estaban juntos en aquello, eso estaba claro, y tenían algún negocio con Karen y Cabrón. Acababa de lograr que el Jugador sospechara de Doe. Si conseguía aumentar la tensión lo bastante entre ellos, se olvidarían de mí y del cheque que no llegó a firmarse.
– Muy bien -dijo el Jugador-. Vete.
Yo me levanté y me dirigí hacia la puerta.
– No volverá a pasar -dije con unos gorgoritos, como un pequeño vendedor.
El hombre ni siquiera levantó la vista.
– Pues qué bien.
17
Había soñado que cambiaba los cuerpos de sitio. Por eso precisamente pensaba que no hay que hacer cosas desagradables antes de acostarse. Siempre aparecen en los sueños. En aquel sueño, Doe llevaba al hombro el cuerpo delgado y ligero de Karen, como si fuera el maniquí de una tienda. Pero a su lado, con Cabrón a cuestas, no iba el Jugador, sino Mitch Ossler, aquel gordo patoso. En el sueño Doe pensaba que el cuerpo se le caería. Y le habría pasado. Se le habría caído, se habría salido del sudario que habían improvisado con una sábana y habría caído rodando, aunque estuvieran en llano.
Mitch Ossler era así. Él les había enseñado a los otros cómo preparar el speed, y sabía lo que hacía. De eso no había duda. Mitch podía prepararlo deprisa, y bien. Y siempre estaba al día y se presentaba con nuevas recetas. Él fue quien descubrió cómo volver a convertir el pis de los adictos en speed. Pero no se fijaba en los detalles, detalles como la seguridad y mantenerse con vida. Cuando tuvo lugar el accidente, a nadie le sorprendió. Tenía que pasar, y Mitch era la clase de persona a la que tenía que pasarle. El muy idiota estaba montando un nuevo laboratorio; dejó que una hornada se calentara demasiado y una violenta nube de vapor ardiendo le vomitó en toda la cara.
Nadie olió nada, pero él, con la cara muy roja y abotargada por el chorro de vapor, dijo que era gas mostaza. Era invisible, casi inodoro, y en unas doce horas sus órganos empezarían a fallar. Tenía que ir al hospital.
La cuestión era que Doe no podía dejar que fuera al hospital, no podía dejar que se inventara alguna idiotez para explicar cómo había quedado expuesto al gas mostaza. Porque no estaban precisamente defendiéndose de los alemanes en una trinchera. Así que quemaron el nuevo laboratorio y Mitch fue el primero que acabó en la laguna de desechos. Una pena, porque sabía muchas cosas muy útiles.
Doe se había levantado antes de lo que habría querido y más tarde de lo que habría debido. Se obligó a levantarse de la cama y fue renqueando del armarito al vestidor y luego de vuelta a la cama, con las piernas muy abiertas para aliviar el dolor. No pensaba volver a mirarse las pelotas. Sí, había decidido que no se las volvería a mirar. Esperaría una semana y entonces miraría, y se llevaría una agradable sorpresa al ver que tenían el tamaño normal. Mucho mejor que andar mirándolas cada día como un jodido hipocondríaco.
Tenía una jugosa cuenta en las Caimán que no dejaba de crecer, aunque nadie lo habría dicho viendo su caravana y las cosas que tenía en ella, y prefería que siguiera siendo así. Evidentemente, su caravana era un poquito más grande que las otras de Meadowbrook Grove, un poquito más limpia. Una chica iba un par de veces a la semana a limpiar, así que él no tenía que preocuparse por la colada y los platos. Por eso vivían tan mal la mayoría. Debían elegir entre la libertad de la vagancia y la tiranía de la limpieza.
Doe sabía que tener a una chica que le fuera a limpiar te daba categoría. En su caso se trataba de una chica fornida de dieciséis años, con acné y los ojos caídos. La madre decía que era un poco retrasada y, por lo patosa que era, siempre arriba y abajo musitando alegremente para sus adentros, Doe la creía. Pero limpiaba a conciencia, casi obsesivamente, y no robaba ni metía las narices en sus cosas. Y mejor aún: era tan fea que Doe nunca sentía la necesidad de tirársela. Una vez pensó en arrojarla al suelo y metérsela, por principios, porque sabía que podía hacerlo. Y luego le daría una galleta o una piruleta o lo que fuera y no habría pasado nada. Pero el teléfono sonó, o llamaron a la puerta, y se distrajo.
Aquella mañana, lo primero que hizo fue meterse en la ducha, ladeándose para que el agua no le tocara sus partes. Se quedó allí un buen rato, puede que demasiado, pero al final se obligó a salir y, tras una pasada de rigor con la toalla, se puso unos vaqueros anchos y una camiseta de los Tampa Bay Bucs. Con el desayuno en la mano -una bolsa de Doritos y una Pepsi de la nevera-, subió a su camioneta.
Cabrón estaba muerto. Eso iba a ser un problema. Y ahora había que procurar que no hubiera más. Tenía que hacer las rondas para asegurarse de que todo parecía normal. Diría que Cabrón había tenido una emergencia familiar, que había ido a visitar a su madre moribunda, a su hermana moribunda, que había descubierto que tenía cáncer de colon y se había ido para recibir tratamiento. Eso estaría bien. Le estaría bien empleado por liarse con Karen. Se merecía que el mundo pensara que tenía un cáncer en el culo.