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El golpe en la puerta la sobresaltó. Agarró su pistola de la mesilla de noche y miró por la mirilla. Relajó los hombros y abrió. Reed.

Estaba recién duchado y afeitado, y ya solo tenía un ligero vendaje en la palma de una mano. En la otra portaba una bolsa de plástico y el recuerdo le aceleró el pulso. Estaba muy guapo. Podía ver los colores de la llave-tarjeta a través del bolsillo de la camisa. Estaba alojado en el hotel. En ese hotel. La proximidad era una tentación poderosa. No obstante, por la abertura de la camisa Mia pudo vislumbrar el brillo de la cadena que llevaba colgada al cuello, y devolvió su henchido corazón a su lugar.

– Reed.

– ¿Puedo entrar?

– Es tarde.

– No dormías. -Arrugó ligeramente las cejas-. Por favor.

Maldiciendo su estupidez, Mia retrocedió y dejó la pistola en la mesa que había junto a la puerta.

– Está bien. -Las palabras se arremolinaban en su cabeza, pero las mantuvo a raya. Por lo que a ella respectaba, Reed estaba casado. Y ella no salía con hombres casados. Ni con policías. Ni con compañeros. Ni con nadie.

Reed cerró la puerta.

– Quería disculparme. Beth me lo ha contado todo. Hiciste absolutamente lo correcto. -Se miró los zapatos y, a renglón seguido, levantó la vista con una sonrisa infantil que a Mia se le clavó en el pecho-. Lo de las sirenas y las luces ha estado bien. Dudo mucho que vuelva a escaparse por la ventana durante una buena temporada.

– Bien. Porque primero es un concurso de poesía y luego… -Suspiró-. ¿Qué necesitas, Reed?

La sonrisa de Solliday se apagó.

– Creo que te necesito a ti.

Mia meneó la cabeza.

– No. No me hagas esto. Quiero más de lo que tú puedes darme. -Rio con amargura-. Y aunque me lo dieras, tampoco sabría qué demonios hacer con ello. De modo que dejémoslo aquí. Dijiste que no querías hacerme daño, así que vete.

– No puedo. -Reed le acarició los dos puntos del rasguño junto al ojo izquierdo con el pulgar-. No puedo irme. -Enredó los dedos en su pelo, le levantó el rostro, le envolvió la boca con el beso más dulce que Mia había recibido jamás-. No me obligues a irme, Mia, te lo ruego.

Un escalofrío sacudió el cuerpo de Mia. Nunca había deseado tanto algo. Como si tuvieran vida propia, sus manos se posaron en el torso de Reed antes de abrazarse a su cuello y responder al beso. Al principio con cautela, hasta que estalló en toda su boca. Exigente. Mia se dejó arrastrar, se permitió desear. Con apremio.

«No». Rompió el contacto y retrocedió.

– No seas cruel, Reed.

Reed estaba respirando con fuerza.

– No lo soy. -Solliday tragó saliva mientras dejaba la bolsa de plástico en la mesa. Sacó dos cajitas de terciopelo y las abrió. Estaban vacías-. Pensaba que podríamos hacer esto juntos.

Mia estaba empezando a perder la paciencia.

– ¿Hacer qué?

– Tú te quitas tu cadena y yo me quito la mía.

Lo miró atónita. Reed guardó silencio, expectante, con una mirada angustiosamente insegura.

– ¿Y luego qué?

– No lo sé, ya se verá sobre la marcha. Pero esta vez con compromisos.

El corazón de Mia palpitaba con vehemencia.

– Yo no sé de compromisos, Reed.

Él sonrió.

– Yo sí. -Deslizó un dedo por debajo de la fina camiseta de Mia y sacó la vieja cadena. La sacudió y las placas de identificación tintinearon-. ¿Qué me dices?

Con la boca seca, Mia asintió.

– Vale. -Y se sorprendió cuando le vio relajar los hombros. Reed había temido realmente que ella le dijera que no-. Pero he de conservar la placa sanitaria.

– Ya he pensado en eso. -Reed extrajo de la bolsa una cadena de plata barata-. Bastará por el momento.

Le puso la cadena en la mano. La etiqueta marcaba cinco dólares. En ese instante valía más que todos los diamantes del mundo. Reed le sacó la cadena por la cabeza.

– Cambia la placa sanitaria ahora -le dijo.

Con mano temblorosa, Mia obedeció y, acto seguido, se colgó la nueva cadena.

– Es más ligera -dijo.

– Merece la pena soltar algo de peso de vez en cuando. -Reed respiró hondo y se quitó la cadena-. Hagámoslo, Mitchell.

Y lo hicieron, ella cerrando la cajita con un chasquido gratificante, él acariciando la tapa con el pulgar.

– Guardaré la mía en mi caja fuerte -dijo Reed.

– Yo puede que arroje la mía al lago Michigan -dijo Mia.

Él sonrió. Ella sonrió. Se sentían bien.

– ¿Qué más escondes en la bolsa, Solliday?

Reed sonrió con picardía.

– La caja gigante -dijo el teniente enarcando las cejas-. Surtido variado.

Ella se abrazó a su cuello.

– Estabas muy seguro de ti mismo.

Reed le acarició la espalda y recuperó la seriedad.

– Tenía esperanzas.

A Mia le dio un vuelco el corazón.

– ¿Dónde está Beth?

– En una habitación al fondo del pasillo, con Lauren.

– ¿Y el cachorro?

– En una clínica veterinaria. Escayolado y durmiendo a pierna suelta. Mi familia está a salvo y localizada. -La besó dulcemente-. Ven a la cama conmigo, Mia.

Ella sonrió. De modo que iba a ser así de fácil.

– Vale.

Domingo, 3 de diciembre, 7:15 horas

¿Cómo había conseguido perderla de nuevo? La había tenido ahí. Había venido a su encuentro. La había estado esperando en casa de Solliday y ella había venido. Pero con otro hombre, no sola. Y cuando se marchó, se registró en un hotel con un buen sistema de seguridad.

Y esa mañana, cuando salió, lo hizo con Solliday, que se había registrado en el hotel unas horas después que ella. Solliday le rodeaba los hombros con el brazo, ella le rodeaba la cintura. Recordó la caja de condones en la mesilla de noche y pensó que si hubiera esperado un poco más, tal vez los habría pillado a los dos en la cama de Solliday.

Ahora ya era tarde. Tendría que seguirla. Tarde o temprano, Mitchell tendría que quedarse a solas.

Capítulo 23

Domingo, 3 de diciembre, 8:00 horas

Murphy deslizó un ejemplar del Bulletin sobre la mesa de la sala de reuniones.

– Howard y Brooks agarraron a Getts anoche. Página cuatro, abajo.

Mia leyó por encima el artículo con una sonrisa.

– Buen trabajo.

Reed la observó detenidamente.

– Pensaba que querías apuntarte a esa detención.

Mia levantó un hombro.

– Abe y yo llegamos a la conclusión de que Carmichael había estado allí aquella noche, que siempre supo dónde se escondían DuPree y Getts y que nos estaba pasando información para mantener sus artículos en primera página. Anoche me ofreció a Getts pensando que mordería el anzuelo y hasta intentó seguirme. Decidí no apuntarme a su juego.

Westphalen le dio unas palmaditas en la mano.

– Nuestra pequeña está aprendiendo.

Mia sonrió.

– Cierra el pico, vejestorio.

Spinnelli se recostó en su silla.

– ¿Cómo está tu casa, Reed?

Reed hizo una mueca de dolor.

– Ahora sabré qué se siente al tener que reclamar al seguro. Pero fue Kates, de eso no hay duda. Entró por una ventana y recorrió la planta de arriba mientras yo estaba abajo, hablando por teléfono. Creemos que cogió el cachorro de Beth cuando salía por la ventana y que lo soltó cuando descendía por el árbol. Ben Trammell encontró fragmentos de huevo y residuos en ambos dormitorios. -Hizo una pausa mientras cavilaba-. Utilizó un huevo en casa de Tyler Young el viernes por la noche. Con este ya van nueve. Suponiendo que sacó doce del armario del profesor de arte, todavía le quedan tres.

– ¿Qué sabemos de Tyler Young? -preguntó Spinnelli.

– Su nombre aparecía en el ordenador que nos llevamos de casa de Ivonne Lukowitch -dijo Jack-. Kates localizó la web de la inmobiliaria de Young a través de un sitio de alumnos de un instituto.

– Esta mañana he telefoneado a Tom Tennant, de la OFI de Indianápolis, y me ha contado el resto de la historia. Tyler y su esposa murieron. Sus cuerpos estaban calcinados, pero el médico forense encontró en la esposa heridas internas que concuerdan con las heridas de cuchillo sufridas por Joe Dougherty. Estaba tumbada boca abajo, como Joe hijo, mientras que Tyler estaba encadenado a la cama, con las piernas rotas.