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– Bienvenido entre los hombres -dijo Tahama, retirando la manga del brazo de Alex.

Los guerreros condujeron al joven semi-inconsciente de vuelta a la aldea.

LA MONTAÑA SAGRADA

Bañado en transpiración, adolorido y ardiendo de fiebre, Alexander Coid, Jaguar, recorrió un largo pasillo verde, cruzó un umbral de aluminio y vio a su madre. Lisa Coid estaba reclinada entre almohadas en un sillón, cubierta por una sábana, en una pieza donde la luz era blanca, como claridad de luna. Llevaba un gorro de lana azul sobre su cabeza calva y audífonos en las orejas, estaba muy pálida y demacrada, con sombras oscuras en torno a los ojos. Tenía una delgada sonda conectada a una vena bajo la clavícula, por donde goteaba un líquido amarillo de una bolsa de plástico. Cada gota penetraba como el fuego de las hormigas directo al corazón de su madre.

A miles de millas de distancia, en un hospital en Texas, Lisa Coid recibía su quimioterapia. Procuraba no pensar en la droga que, como un veneno, entraba en sus venas para combatir el veneno peor de su enfermedad. Para distraerse se concentraba en cada nota del concierto de flauta que estaba escuchando, el mismo que tantas veces le oyó ensayar a su hijo. En el mismo momento en que Alex, delirante, soñaba con ella en plena selva, Lisa Coid vio a su hijo con toda nitidez. Lo vio de pie en el umbral de la puerta de su pieza, más alto y fornido, más maduro y más guapo de lo que recordaba. Lisa lo había llamado tanto con el pensamiento, que no le extrañó verlo llegar. No se preguntó cómo ni por qué venía, simplemente se abandonó a la felicidad de tenerlo a su lado. Alexander… Alexander… murmuró. Estiró las manos y él avanzó hasta tocarla, se arrodilló junto al sillón y puso la cabeza sobre sus rodillas. Mientras Lisa Coid repetía el nombre de su hijo y le acariciaba la nuca, oyó por los audífonos, entre las notas diáfanas de la flauta, la voz de él pidiéndole que luchara, que no se rindiera ante la muerte, diciéndole una y otra vez, te quiero mamá.

El encuentro de Alexander Coid con su madre puede haber durado un instante o varias horas, ninguno de los dos lo supo con certeza. Cuando por fin se despidieron, los dos regresaron al mundo material fortalecidos. Poco después John Coid entró a la habitación de su mujer y se sorprendió al verla sonriendo y con color en las mejillas.

– ¿Cómo te sientes, Lisa? -preguntó, solícito.

– Contenta, John, porque vino Alex a verme -contestó ella.

– Lisa, qué dices… Alexander está en el Amazonas con mi madre, ¿no te acuerdas? -murmuró su marido, aterrado ante el efecto que los medicamentos podían tener en su esposa.

– Si lo recuerdo, pero eso no quita que estuvo aquí hace un momento.

– No puede ser… -la rebatió su marido.

– Ha crecido, se ve más alto y fuerte, pero tiene el brazo izquierdo muy hinchado… -le contó ella, cerrando los ojos para descansar.

En el centro del continente sudamericano, en el Ojo del Mundo, Alexander Coid despertó de la fiebre. Tardó unos minutos en reconocer a la muchacha dorada que se inclinaba a su lado para darle agua.

– Ya eres un hombre, Jaguar -dijo Nadia, sonriendo aliviada al verlo de vuelta entre los vivos. Walimaí preparó una pasta de plantas medicinales y la aplicó sobre el brazo de Alex, con la cual en pocas horas cedieron la fiebre y la hinchazón. El chamán le explicó que, tal como en la selva hay venenos que matan sin dejar huella, existen miles y miles de remedios naturales. El muchacho le describió la enfermedad de su madre y le preguntó si conocía alguna planta capaz de aliviarla.

– Hay una planta sagrada, que debe mezclarse con el agua de la salud -replicó el chaman.

– ¿Puedo conseguir esa agua y esa planta?

– Puede ser y puede no ser. Hay que pasar por muchos trabajos.

– ¡Haré todo lo que sea necesario! -exclamó Alex.

Al día siguiente el joven estaba magullado y en cada picadura de hormiga lucía una pepa roja, pero estaba en pie y con apetito. Cuando le contó su experiencia a Nadia, ella le dijo que las niñas de la tribu no pasaban por una ceremonia de iniciación, porque no la necesitaban; las mujeres saben cuándo han dejado atrás la niñez porque su cuerpo sangra y así les avisa.

Ese era uno de aquellos días en que Tahama y sus compañeros no habían tenido suerte con la caza y la tribu sólo dispuso de maíz y unos cuantos peces. Alex decidió que si antes fue capaz de comer anaconda asada, bien podía probar ese pescado, aunque estuviera lleno de escamas y espinas. Sorprendido, descubrió que le gustaba mucho. ¡Y pensar que me he privado de este plato delicioso por más de quince años!, exclamó al segundo bocado. Nadia le indicó que comiera bastante, porque al día siguiente partían con Walimaí en un viaje al mundo de los espíritus, donde tal vez no habría alimento para el cuerpo.

– Dice Walimaí que iremos a la montaña sagrada, donde viven los dioses -dijo Nadia.

– ¿Qué haremos allí?

– Buscaremos los tres huevos de cristal que aparecieron en mi visión. Walimaí cree que los huevos salvarán a la gente de la neblina.

El viaje comenzó al amanecer, apenas salió el primer rayo de luz en el firmamento. Walimaí marchaba delante, acompañado por su bella esposa ángel, quien a ratos iba de la mano del chamán y a ratos volaba como una mariposa por encima de su cabeza, siempre silenciosa y sonriente. Alexander Coid lucía orgulloso un arco y flechas, las nuevas armas entregadas por Tahama al término del rito de iniciación. Nadia llevaba una calabaza con sopa de plátano y unas tortas de mandioca, que Iyomi les había dado para el camino. El brujo no necesitaba provisiones, porque a su edad se comía muy poco, según dijo. No parecía humano: se alimentaba con sorbos de agua y unas cuantas nueces que chupaba largamente con sus encías desdentadas, dormía apenas y le sobraban fuerzas para seguir caminando cuando los jóvenes se caían de cansancio.

Echaron a andar por las llanuras boscosas del altiplano en dirección al más alto de los tepuis, una torre negra y brillante, como una escultura de obsidiana. Alex consultó su brújula y vio que siempre se dirigían hacia el este. No existía un sendero visible, pero Walimaí se internaba en la vegetación con pasmosa seguridad, ubicándose entre los árboles, valles, colinas, ríos y cascadas como si llevara un mapa en la mano.

A medida que avanzaban la naturaleza cambiaba. Walimaí señaló el paisaje diciendo que ése era el reino de la Madre de las Aguas y en verdad había una increíble profusión de cataratas y caídas de agua. Hasta allí todavía no habían llegado aún los garimpeiros buscando oro y piedras preciosas, pero todo era cuestión de tiempo. Los mineros actuaban en grupos de cuatro o cinco y eran demasiado pobres para disponer de transporte aéreo, se movían a pie por un terreno lleno de obstáculos o en canoa por los ríos. Sin embargo, había hombres como Mauro Carías, que conocían las inmensas riquezas de la zona y contaban con recursos modernos. Lo único que los atajaba de explotar las minas con chorros de agua a presión capaces de pulverizar el bosque y transformar el paisaje en un lodazal eran las nuevas leyes de protección del medio ambiente y de los indígenas. Las primeras se violaban constantemente, pero ya no era tan fácil hacer lo mismo con las segundas, porque los ojos del mundo estaban puestos en esos indios del Amazonas, últimos sobrevivientes de la Edad de Piedra. Ya no podían exterminarlos a bala y fuego, como habían hecho hasta hacía muy pocos años, sin provocar una reacción internacional.

Alex calculó una vez más la importancia de las vacunas de la doctora Omayra Torres y del reportaje para el International Geographic de su abuela, que alertaría a otros países sobre la situación de los indios. ¿Qué significaban los tres huevos de cristal que Nadia había visto en su sueño? ¿Por qué debían emprender ese viaje con el chamán? Le parecía más útil tratar de reunirse con la expedición, recuperar las vacunas y que su abuela publicara su articulo. Él había sido designado por Iyomi «jefe para negociar con los nahab y sus pájaros de ruido y viento», pero en vez de cumplir su cometido, estaba alejándose más y más de la civilización. No había lógica alguna en lo que estaban haciendo, pensó con un suspiro. Ante él se alzaban los misteriosos y solitarios tepuis como construcciones de otro planeta. Los tres viajeros caminaron de sol a sol a buen paso, deteniéndose para refrescar los pies y beber agua en los ríos. Alex intentó cazar un tucán que descansaba a pocos metros sobre una rama, pero su flecha no dio en el blanco. Luego apuntó a un mono que estaba tan cerca que podía ver su dentadura amarilla, y tampoco logró cazarlo. El mono le devolvió el gesto con morisquetas, que le parecieron francamente sarcásticas. Pensó cuán poco le servían sus flamantes armas de guerrero; si sus compañeros dependían de él para alimentarse, morirían de hambre. Walimaí señaló unas nueces, que resultaron sabrosas, y los frutos de un árbol que el chico no logró alcanzar.