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El muchacho americano no podía competir en velocidad ni destreza con esos guerreros indígenas, pero éstos estaban drogados y fueron cayendo por el camino, uno a uno. Por fin pudo refugiarse bajo un árbol, acezando, extenuado. Cuando creía que estaba a salvo, se sintió rodeado y antes que pudiera echar a correr de nuevo, las mujeres de la tribu le cayeron encima. Se reían, como si haberlo cazado fuera sólo una broma pesada, pero lo sujetaron firmemente y, a pesar de sus manotazos y patadas, entre todas lo arrastraron de vuelta a Tapirawa-teri, donde lo ataron a un árbol. Más de alguna muchacha le hizo cosquillas y otras le metieron trozos de fruta en la boca, pero a pesar de esas atenciones, dejaron las ligaduras bien anudadas. Para entonces el efecto del yopo comenzaba a ceder y poco a poco los hombres iban abandonando sus visiones para regresar a la realidad agotados. Pasarían varias horas antes que recuperaran la lucidez y las fuerzas.

Alex, adolorido por haber sido arrastrado por el suelo, y humillado por las burlas de las mujeres, recordó las escalofriantes historias del profesor Ludovic Leblanc. Si su teoría era acertada, se lo comerían. ¿Y qué pasaría con Nadia? Se sentía responsable por ella. Pensó que en las películas y en las novelas ése sería el momento en que llegan los helicópteros a rescatarlo y miró el cielo sin esperanza, porque en la vida real los helicópteros nunca llegan a tiempo. Entretanto Nadia se había acercado al árbol sin que nadie la detuviera, porque ninguno de los guerreros podía imaginar que una muchacha se atreviera a desafiarlos. Alex y Nadia se habían puesto su ropa al caer el frío de la primera noche y como ya la gente de la neblina se había acostumbrado a verlos vestidos, no sintieron la necesidad de quitársela. Alex llevaba el cinturón donde colgaba su flauta, su brújula y su navaja, que Nadia usó para soltarlo. En las películas también basta un movimiento para cortar una cuerda, pero ella debió aserrar un buen rato las tiras de cuero que lo sujetaban al poste, mientras él sudaba de impaciencia. Los niños y algunas mujeres de la tribu se aproximaron a ver lo que hacía, asombrados de su atrevimiento, pero ella actuó con tal seguridad, blandiendo la navaja ante las narices de los curiosos, que nadie intervino y a los diez minutos Alex estaba libre. Los dos amigos empezaron a retroceder disimuladamente, sin atreverse a echar a correr para no atraer la atención de los guerreros. Ese era el momento en que el arte de la invisibilidad les hubiera servido mucho. Los jóvenes forasteros no alcanzaron a llegar muy lejos, porque Walimaí hizo su entrada a la aldea. El anciano brujo apareció con su colección de bolsitas colgadas del bastón, su corta lanza y el cilindro de cuarzo que sonaba como un cascabel. Contenía piedrecillas recogidas en el sitio donde había caído un rayo, era el símbolo de los curanderos y chamanes y representaba el poder del Sol Padre. Venía acompañado por una muchacha joven, con el cabello como un manto negro colgando hasta la cintura, las cejas depiladas, collares de cuentas y unos palillos pulidos atravesados en las mejillas y la nariz. Era muy bella y parecía alegre, aunque no decía ni una palabra, siempre estaba sonriendo. Alex comprendió que era la esposa ángel del chamán y celebró que ahora podía verla, eso significaba que algo se había abierto en su entendimiento o en su intuición. Tal como le había enseñado Nadia: había que «ver con el corazón». Ella le había contado que muchos años atrás, cuando Walimaí era aún joven, se vio obligado a matar a la muchacha, hiriéndola con su cuchillo envenenado, para librarla de la esclavitud. No fue un crimen, sino un favor que él le hizo, pero de todos modos el alma de ella se le pegó en el pecho. Walimaí huyó a lo más profundo de la selva, llevándose el alma de la joven donde nadie pudiera encontrarla jamás. Allí cumplió con los ritos de purificación obligatorios, el ayuno y la inmovilidad. Sin embargo, durante el viaje él y la mujer se habían enamorado y, una vez terminado el rito del unokaimú, el espíritu de ella no quiso despedirse y prefirió quedarse en este mundo junto al hombre que amaba. Eso había sucedido hacía casi un siglo y desde entonces acompañaba a Walimaí siempre, esperando el momento en que él pudiera volar con ella convertido también en espíritu.

La presencia de Walimaí alivió la tensión en Tapirawa-teri y los mismos guerreros que poco antes estaban dispuestos a masacrar a Alex ahora lo trataban con amabilidad. La tribu respetaba y temía al gran chamán porque poseía la habilidad sobrenatural de interpretar signos. Todos soñaban y tenían visiones, pero sólo aquellos elegidos, como Walimaí, viajaban al mundo de los espíritus superiores, donde aprendían el significado de las visiones y podían guiar a los demás y cambiar el rumbo de los desastres naturales.

El anciano anunció que el muchacho tenía el alma del jaguar negro, animal sagrado, y había venido de muy lejos a ayudar a la gente de la neblina. Explicó que ésos eran tiempos muy extraños, tiempos en que la frontera entre el mundo de aquí y el mundo de allá era difusa, tiempos en que el Rahakanariwa podía devorarlos a todos. Les recordó la existencia de los nahab, que la mayoría de ellos sólo conocía por los cuentos que contaban sus hermanos de otras tribus de las tierras bajas. Los guerreros de Tapirawa-teri habían espiado durante días a la expedición del International Geographic, pero ninguno comprendía las acciones ni los hábitos de esos extraños forasteros. Walimaí, quien en su siglo de vida había visto mucho, les contó lo que sabía.

– Los nahab están como muertos, se les ha escapado el alma del pecho -dijo-. Los nahab no saben nada de nada, no pueden clavar un pez con una lanza, ni acertar con un dardo a un mono, ni trepar a un árbol. No andan vestidos de aire y luz, como nosotros, sino que usan ropas hediondas. No se bañan en el río, no conocen las reglas de la decencia o la cortesía, no comparten su casa, su comida, sus hijos o sus mujeres. Tienen los huesos blandos y basta un pequeño garrotazo para partirles el cráneo. Matan animales y no se los comen, los dejan tirados para que se pudran. Por donde pasan dejan un rastro de basura y veneno, incluso en el agua. Los nahab son tan locos que pretenden llevarse las piedras del suelo, la arena de los ríos y los árboles del bosque. Algunos quieren la tierra. Les decimos que la selva no se puede cargar a la espalda como un tapir muerto, pero no escuchan. Nos hablan de sus dioses y no quieren escuchar de los nuestros. Son insaciables, como los caimanes. Esas cosas terribles he visto con mis propios ojos y he escuchado con mis propias orejas y he tocado con mis propias manos.

– Jamás permitiremos que esos demonios lleguen hasta el Ojo del Mundo, los mataremos con nuestros dardos y flechas cuando suban por la catarata, como hemos hecho con todos los forasteros que lo han intentado antes, desde los tiempos de los abuelos de nuestros abuelos -anunció Tahama.

– Pero vendrán de todos modos. Los nahab tienen pájaros de viento, pueden volar por encima de las montañas. Vendrán porque quieren las piedras y los árboles y la tierra -interrumpió Alex.

– Cierto -admitió Walimaí.

– Los nahab también pueden matar con enfermedades. Muchas tribus han muerto así, pero la gente de la neblina puede salvarse -dijo Nadia.

– Esta niña color de miel sabe lo que dice, debemos oírla. El Rahakanariwa suele adoptar la forma de enfermedades mortales -aseguró Walimaí.

– ¿Ella es más poderosa que el Rahakanariwa? -preguntó Tahama incrédulo.

– Yo no, pero hay otra mujer que es muy poderosa. Ella tiene las vacunas que pueden evitar las epidemias -dijo la chica.

Nadia y Alex pasaron la hora siguiente tratando de convencer a los indios que no todos los nahab eran demonios nefastos, había algunos que eran amigos, como la doctora Omayra Torres. A las limitaciones del lenguaje se sumaban las diferencias culturales. ¿Cómo explicarles en qué consistía una vacuna? Ellos mismos no lo entendían del todo, así es que optaron por decir que era una magia muy fuerte.