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Los indios tenían los dedos de los pies muy separados, fuertes y flexibles, podían subir con agilidad increíble por palos lisos. Esos pies, aunque callosos como cuero de cocodrilo, eran también muy sensibles: los utilizaban incluso para tejer canastos o cuerdas. En la aldea los niños comenzaban a ejercitarse en trepar apenas podían ponerse de pie; en cambio Alexander, con toda su experiencia en escalar montañas, no fue capaz de encaramarse al árbol para sacar la fruta. Walimaí, Nadia y Borobá lloraban de risa con sus fallidos esfuerzos y ninguno demostró ni un ápice de simpatía cuando aterrizó sentado desde una buena altura, machucándose las asentaderas y el orgullo. Se sentía pesado y torpe como un paquidermo.

Al atardecer, después de muchas horas de marcha, Walimaí indicó que podían descansar. Se introdujo al río con el agua hasta las rodillas, inmóvil y silencioso, hasta que los peces olvidaron su presencia y empezaron a rondarlo. Cuando tuvo una presa al alcance de su arma, la ensartó con su corta lanza y entregó a Nadia un hermoso pez plateado, todavía coleando.

– ¿Cómo lo hace con tanta facilidad? -quiso saber Alex, humillado por sus fracasos anteriores.

– Le pide permiso al pez, le explica que debe matarlo por necesidad; después le da las gracias por ofrecer su vida para que nosotros vivamos -aclaró la chica.

Alexander pensó que al principio del viaje se hubiera reído de la idea, pero ahora escuchaba con atención lo que decía su amiga.

– El pez entiende porque antes se comió a otros; ahora es su turno de ser comido. Así son las cosas -añadió ella.

El chamán preparó una pequeña fogata para asar la cena, que les devolvió las fuerzas, pero él no probó sino agua. Los muchachos durmieron acurrucados entre las fuertes raíces de un árbol para defenderse del frío, pues no hubo tiempo de preparar hamacas con cortezas, como habían visto en la aldea; estaban cansados y debían seguir viaje muy temprano. Cada vez que uno se movía el otro se acomodaba para estar lo más pegados posible, así se infundieron calor durante la noche. Entretanto el viejo Walimaí, en cuclillas e inmóvil, pasó esas horas observando el firmamento, mientras a su lado velaba su esposa como un hada transparente, vestida sólo con sus cabellos oscuros. Cuando los jóvenes despertaron, el indio estaba exactamente en la misma posición en que lo habían visto la noche anterior: invulnerable al frío y la fatiga. Alex le preguntó cuánto había vivido, de dónde sacaba su energía y su formidable salud. El anciano explicó que había visto nacer a muchos niños que luego se convertían en abuelos, también había visto morir a esos abuelos y nacer a sus nietos. ¿Cuántos años? Se encogió de hombros: no importaba o no sabía. Dijo que era el mensajero de los dioses, solía ir al mundo de los inmortales donde no existían las enfermedades que matan a los hombres. Alex recordó la leyenda de El Dorado, que no sólo contenía fabulosas riquezas, sino también la fuente de la eterna juventud.

– Mi madre está muy enferma… -murmuró Alex, conmovido por el recuerdo. La experiencia de haberse trasladado mentalmente al hospital en Texas para estar con ella había sido tan real, que no podía olvidar los detalles, desde el olor a medicamento de la habitación hasta las delgadas piernas de Lisa Coid bajo la sábana, donde él había apoyado la frente.

– Todos morimos -dijo el chamán.

– Sí, pero ella es joven.

– Unos se van jóvenes, otros ancianos. Yo he vivido demasiado, me gustaría que mis huesos descansaran en la memoria de otros -dijo Walimaí.

Al mediodía siguiente llegaron a la base del más alto tepui del Ojo del Mundo, un gigante cuya cima se perdía en una corona espesa de nubes blancas. Walimaí explicó que la cumbre jamás se despejaba y nadie, ni siquiera el poderoso Rahakanariwa había visitado ese lugar sin ser invitado por los dioses. Agregó que desde hacía miles de años, desde el comienzo de la vida, cuando los seres humanos fueron fabricados con el calor del Sol Padre, la sangre de la Luna y el barro de la Tierra Madre, la gente de la neblina conocía la existencia de la morada de los dioses en la montaña. En cada generación había una persona, siempre un chamán que había pasado por muchos trabajos de expiación, quien era designado para visitar el tepui y servir de mensajero. Ese papel le había tocado a él, había estado allí muchas veces, había vivido con los dioses y conocía sus costumbres. Estaba preocupado, les contó, porque aún no había entrenado a su sucesor. Si él moría, ¿quién sería el mensajero? En cada uno de sus viajes espirituales lo había buscado, pero ninguna visión había venido en su ayuda. Cualquier persona no podía ser entrenada, debía ser alguien nacido con alma de chamán, alguien que tuviera el poder de curar, dar consejo e interpretar los sueños. Esa persona demostraba desde joven su talento; debía ser muy disciplinado para vencer tentaciones y controlar su cuerpo: un buen chamán carecía de deseos y necesidades. Esto es en breve lo que los jóvenes comprendieron del largo discurso del brujo, quien hablaba en círculos, repitiendo, como si recitara un interminable poema. Les quedó claro, sin embargo, que nadie más que él estaba autorizado para cruzar el umbral del mundo de los dioses, aunque en un par de ocasiones extraordinarias otros indios entraron también. Ésta sería la primera vez que se admitían visitantes forasteros desde el comienzo de los tiempos.

– ¿Cómo es el recinto de los dioses? -preguntó Alex.

– Más grande que el más grande de los shabonos, brillante y amarillo como el sol.

– ¡El Dorado! ¿Será ésa la legendaria ciudad de oro que buscaron los conquistadores? -preguntó ansioso el muchacho.

– Puede ser y puede no ser -contestó Walimaí, quien carecía de referencias para saber lo que era una ciudad, reconocer el oro o imaginar a los conquistadores.

– ¿Cómo son los dioses? ¿Son como la criatura que nosotros llamamos la Bestia?

– Pueden ser y pueden no ser.

– ¿Por qué nos ha traído hasta aquí?

– Por las visiones. La gente de la neblina puede ser salvada por un águila y un jaguar, por eso ustedes han sido invitados a la morada secreta de los dioses.

– Seremos dignos de esa confianza. Nunca revelaremos la entrada… -prometió Alex.

– No podrán. Si salen vivos, lo olvidarán -replicó simplemente el indio.

Si salgo vivo… Alexander nunca se había puesto en el caso de morir joven. En el fondo consideraba la muerte como algo más bien desagradable que les ocurría a los demás. A pesar de los peligros enfrentados en las últimas semanas, no dudó que volvería a reunirse con su familia. Incluso preparaba las palabras para contar sus aventuras, aunque tenía pocas esperanzas de ser creído. ¿Cuál de sus amigos podría imaginar que él estaba entre seres de la Edad de Piedra y que incluso podría encontrar El Dorado?

Al pie del tepui, se dio cuenta de que la vida estaba llena de sorpresas. Antes no creía en el destino, le parecía un concepto fatalista, creía que cada uno es libre de hacer su vida como se le antoja y él estaba decidido a hacer algo muy bueno de la suya, a triunfar y ser feliz. Ahora todo eso le parecía absurdo. Ya no podía confiar sólo en la razón, había entrado al territorio incierto de los sueños, la intuición y la magia. Existía el destino y a veces había que lanzarse a la aventura y salir a flote improvisando de cualquier manera, tal como hizo cuando su abuela lo empujó al agua a los cuatro años y tuvo que aprender a nadar. No quedaba más remedio que zambullirse en los misterios que lo rodeaban. Una vez más tuvo conciencia de los riesgos. Se encontraba solo en medio de la región más remota del planeta, donde no funcionaban las leyes conocidas. Debía admitirlo: su abuela le había hecho un inmenso favor al arrancarlo de la seguridad de California y lanzarlo a ese extraño mundo. No sólo Tahama y sus hormigas de fuego lo habían iniciado como adulto, también lo había hecho la inefable Kate Coid.