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Walimaí dejó a sus dos compañeros de viaje descansando junto a un arroyo, con instrucciones de esperarlo, y partió solo. En esa zona del altiplano la vegetación era menos densa y el sol del mediodía caía como plomo sobre sus cabezas. Nadia y Alex se tiraron al agua, espantando a las anguilas eléctricas y las tortugas que reposaban en el fondo, mientras Borobá cazaba moscas y se rascaba las pulgas en la orilla. El muchacho se sentía absolutamente cómodo con esa chica, se divertía con ella y le tenía confianza, porque en ese ambiente era mucho más sabia que él. Le parecía raro sentir tanta admiración por alguien de la edad de su hermana. A veces caía en la tentación de compararla con Cecilia Burns, pero no había por dónde empezar a hacerlo: eran totalmente distintas.

Cecilia Burns estaría tan perdida en la selva como Nadia Santos lo estaría en una ciudad. Cecilia se había desarrollado temprano y a los quince años ya era una joven mujer; él no era su único enamorado, todos los chicos de la escuela tenían las mismas fantasías. Nadia, en cambio, todavía era larga y angosta como un junco, sin formas femeninas, puro hueso y piel bronceada, un ser andrógino con olor a bosque. A pesar de su aspecto infantil, inspiraba respeto: poseía aplomo y dignidad. Tal vez porque carecía de hermanas o amigas de su edad, actuaba como un adulto; era seria, silenciosa, concentrada, no tenía la actitud chinchosa que a Alex tanto le molestaba de otras niñas. Detestaba cuando las chicas cuchicheaban y se reían entre ellas, se sentía inseguro, pensaba que se burlaban de él. «No hablamos siempre de ti, Alexander Coid, hay otros temas más interesantes», le había dicho una vez Cecilia Burns delante de toda la clase. Pensó que Nadia nunca lo humillaría de ese modo. El viejo chamán regresó unas horas más tarde, fresco y sereno como siempre, con dos palos untados en una resma similar a la que emplearon los indios para subir por los costados de la cascada. Anunció que había hallado la entrada a la montaña de los dioses y, después de ocultar el arco y las flechas, que no podrían usar, los invitó a seguirlo.

A los pies del tepui la vegetación consistía en inmensos helechos, que crecían enmarañados como estopa. Debían avanzar con mucho cuidado y lentitud, separando las hojas y abriéndose camino con dificultad. Una vez que se internaron bajo esas gigantescas plantas, el cielo desapareció, se hundieron en un universo vegetal, el tiempo se detuvo y la realidad perdió sus formas conocidas. Entraron a un dédalo de hojas palpitantes, de rocío perfumado de almizcle, de insectos fosforescentes y flores suculentas que goteaban una miel azul y espesa. El aire se tornó pesado como aliento de fiera, había un zumbido constante, las piedras ardían como brasas y la tierra tenía color de sangre. Alexander se agarró con una mano del hombro de Walimaí y con la otra sujetó a Nadia, consciente de que, si se separaban unos centímetros, los helechos se los tragarían y no volverían a encontrarse más. Borobá iba aferrado al cuerpo de su ama, silencioso y atento. Debían apartar de sus ojos las delicadas telarañas bordadas de mosquitos y gotas de rocío que se extendían como encaje entre las hojas. Apenas alcanzaban a verse los pies, así es que dejaron de preguntarse qué era esa materia colorada, viscosa y tibia donde se hundían hasta el tobillo.

El muchacho no imaginaba cómo el chamán reconocía el camino, tal vez lo guiaba su esposa espíritu; a ratos estaba seguro de que daban vueltas en el mismo sitio, sin avanzar ni un paso. No había puntos de referencia, sólo la voraz vegetación envolviéndolos en su reluciente abrazo. Quiso consultar su brújula, pero la aguja vibraba enloquecida, acentuando la impresión de que andaban en círculos. De pronto Walimaí se detuvo, apartó un helecho que en nada se diferenciaba de los otros y se encontraron ante una apertura en la ladera del cerro, como una guarida de zorros.

El brujo entró gateando y ellos lo siguieron. Era un pasaje angosto de unos tres o cuatro metros de largo, que se abría a una cueva espaciosa, alumbrada apenas por un rayo de luz que provenía del exterior, donde pudieron ponerse de pie. Walimaí procedió a frotar sus piedras para hacer fuego con paciencia, mientras Alex pensaba que nunca más saldría de su casa sin fósforos. Por fin la chispa de las piedras prendió una paja, que Walimaí usó para encender la resma de una de las antorchas.

En la luz vacilante vieron elevarse una nube oscura y compacta de miles y miles de murciélagos. Estaban en una caverna de roca, rodeados de agua que chorreaba por las paredes y cubría el suelo como una laguna oscura. Varios túneles naturales salían en diferentes direcciones, unos más amplios que otros, formando un intrincado laberinto subterráneo. Sin vacilar, el indio se dirigió a uno de los pasadizos, con los muchachos pisándole los talones.

Alex recordó la historia del hilo de Ariadna, que, según la mitología griega, permitió a Teseo regresar de las profundidades del laberinto, después de matar al feroz minotauro. El no contaba con un rollo de hilo para señalar el camino y se preguntó cómo saldrían de allí en caso que fallara Walimaí. Como la aguja de su brújula vibraba sin rumbo, dedujo que se hallaban en un campo magnético. Quiso dejar marcas con su navaja en las paredes, pero la roca era dura como granito y habría necesitado horas para tallar una muesca. Avanzaban de un túnel a otro, siempre ascendiendo por el interior del tepui con la improvisada antorcha como única defensa contra las tinieblas absolutas que los rodeaban. En las entrañas de la tierra no reinaba un silencio de tumba, como él hubiera imaginado, sino que oían aleteo de murciélagos, chillidos de ratas, carreras de pequeños animales, goteo de agua y un sordo golpe rítmico, el latido de un corazón, como si se encontraran dentro de un organismo vivo, un enorme animal en reposo. Ninguno habló, pero a veces Borobá lanzaba un grito asustado y entonces el eco del laberinto les devolvía el sonido multiplicado. El muchacho se preguntó qué clase de criaturas albergarían esas profundidades, tal vez serpientes o escorpiones venenosos, pero decidió no pensar en ninguna de esas posibilidades y mantener la cabeza fría, como parecía tenerla Nadia, quien marchaba tras Walimaí muda y confiada. Poco a poco vislumbraron el fin del largo pasadizo. Vieron una tenue claridad verde y al asomarse se encontraron en una gran caverna cuya hermosura era casi imposible describir. Por alguna parte entraba suficiente luz para alumbrar un vasto espacio, tan grande como una iglesia, donde se alzaban maravillosas formaciones de roca y minerales, como esculturas. El laberinto que habían dejado atrás era de piedra oscura, pero ahora estaban en una sala circular, iluminada, bajo una bóveda de catedral, rodeados de cristales y piedras preciosas. Alex sabía muy poco de minerales, pero pudo reconocer ópalos, topacios, ágatas, trozos de cuarzo y alabastro, jade y turmalina. Vio cristales como diamantes, otros lechosos, unos que parecían iluminados por dentro, otros veteados de verde, morado y rojo, como si estuvieran incrustados de esmeraldas, amatistas y rubíes. Estalactitas transparentes pendían del techo como puñales de hielo, goteando agua calcárea. Olía a humedad y, sorprendentemente, a flores. La mezcla era un aroma rancio, intenso y penetrante, un poco nauseabundo, mezcla de perfume y tumba. El aire era frío y crujiente, como suele serlo en invierno, después de nevar.

De pronto vieron que algo se movía en el otro extremo de la gruta y un instante después se desprendió de una roca de cristal azul algo que parecía un extraño pájaro, algo así como un reptil alado. El animal estiró las alas, disponiéndose a volar, y entonces Alex lo vio claramente: era similar a los dibujos que había visto de los legendarios dragones, sólo que del tamaño de un gran pelícano y muy bello. Los terribles dragones de las leyendas europeas, que siempre guardaban un tesoro o una doncella prisionera, eran definitivamente repelentes. El que tenía ante los ojos, sin embargo, era como los dragones que había visto en las festividades del barrio chino en San Francisco: pura alegría y vitalidad. De todos modos abrió su navaja del Ejército suizo y se dispuso a defenderse, pero Walimaí lo tranquilizó con un gesto.