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Sin embargo, se tragó el parecer y el chasco, para no aguar la fiesta. Por la noche, mientras pasaba su cotidiano ratito de soledad en el cuarto de baño, decidió que algo debía decirle a Publio. El ingenuo de su marido no parecía darse cuenta de todo aquello y estaba más contento que unas castañuelas, como si Miguel fuera a casarse con una poeta o una científica o, cuando menos, con una mujer de apariencia decente. Sentía una rabia tremenda, la colérica impotencia de la madre frustrada en sus sueños, y ganas le daban de salir dando un portazo y ponerse a gritarle que si era tonto o no tenía ojos en la cara o qué. Pero mientras hacía los reconfortantes gestos cotidianos, mientras se lavaba y se cepillaba el pelo y se limpiaba los dientes y se desvestía y se ponía su camisón, fue calmándose y creyó haber recuperado el buen juicio. Seguro que Publio tenía razón en alegrarse. Se estaba poniendo un poco exagerada con aquel asunto. Seguro que Margarita era una buena chica y que quería bien a Miguel y Miguel a ella, y al fin y al cabo su hijo no era una persona normal, tenía que reconocerlo, y siempre le daba por hacer cosas raras que, a la larga, le sentaban estupendamente bien. Ella también se había enfadado, y mucho, cuando se empeñó en irse a vivir a aquella casa en ruinas del barrio de pescadores, en medio de la miseria y la sordidez, y míralo, ahí estaba tan feliz, disfrutando de aquel lugar en el que cualquiera menos especial que él no se atrevería ni a poner los pies.

Acabó llegando a la conclusión de que no le gustaba Margarita y seguramente no le iba a gustar nunca, pero, a fin de cuentas, ¿quién era ella para juzgar a nadie? Si eso era lo que Miguel quería, tenía que alegrarse por él. Así que cuando al fin salió del baño y entró en la habitación, había decidido hacerle un único comentario a Publio:

– Qué bien que por fin ese hijo nuestro solitario y raro vaya a tener compañía -le dijo. Sin embargo, una vez pronunciadas esas palabras afables, no pudo evitar soltar una pulla-. Aunque, la verdad, esa chica necesita unas clases de modales y de gusto, ¿o no?

Publio se encogió de hombros:

– No sé, Letrita. No me he fijado en eso. Y si te digo la verdad, no me importa nada. Me parece que es una buena persona. Tranquila, valerosa y leal. Yo creo que con eso basta.

Letrita refunfuñó un poco, y siguió refunfuñando siempre, sin poder evitarlo, a pesar de que el tiempo le quitase la razón. Margarita y Miguel se llevaban extraordinariamente bien, y sabían cuidar el uno del otro. Ella era una compañera simpática y decidida, que aportaba un punto de realismo a la estrafalaria vida de su marido. Y él parecía más contento de lo que nunca lo habían visto. Cuando nació el niño, resultó incluso, por esas cosas raras de la vida, que se parecía a él. Quienes desconocían el asunto no hacían más que señalarlo, este Miguelín es igual que su papá, tan claro y de cara redonda y nariz importante, decían, y le daban la enhorabuena. Hasta Letrita, que aún no tenía nietos varones, lo aceptó como propio en cuanto lo vio y pareció olvidarse de la verdad. En cuanto a Miguel, lo menos que se podía decir es que babeaba con el crío, y se empeñó en tener otro en seguida con tal afán que el pequeño Publio nació sólo doce meses después que su hermano mayor.

Entretanto, seguían viviendo en el barrio de pescadores, aunque habían abandonado la vieja casucha compartida de Miguel por otra para ellos solos. No es que el dinero no les diese para algo mejor, pero a los dos les gustaba estar allí, con la gente de siempre, en aquellas callejas embarradas por las que correteaban los niños, se tambaleaban los borrachos, se pavoneaban las putas y los marineros, trajinaban dando voces las pescaderas y, a veces, hasta corría la sangre después de algún altercado a navajazos entre chulos o tripulaciones ebrias. Aquello era la vida de verdad, sostenía Miguel. Mucho más real, en su crudeza y su ternura, que la de los señoritos de los buenos pisos. Aunque fuese a ellos a quienes seguía retratando.

Margarita, que trabajaba con su madre en el puesto que tenían en la plaza del pescado, se llevaba a los crios con ella cada mañana. Miguelín y Publio crecían sucios, gritones y revoltosos, aunque sanos y espabilados. A Letrita le daba un poco de grima verlos con aquel aspecto y aquella ropa siempre rota, y a veces les regalaba pantalones o camisas. Pero cuando volvía a pasar por el mercado un par de semanas después, lo nuevo parecía ya viejísimo y, al regresar a casa, se quejaba con Publio:

– Desde luego, Margarita es muy buena, yo no digo que no, pero a esos nietos míos me los tiene hechos un asco.

Publio se encogía de hombros:

– ¿Qué quieres, mujer? No van a andar de punta en blanco entre las sardinas, qué bobada. ¡Déjalos en paz, que así se crían muy bien! Lo importante es que sean buenas personas, y estoy seguro de que de eso se ocupará Miguel. Y su madre, también su madre. Así que tú, tranquila.

En cuanto se produjo el golpe de estado, Miguel se apuntó inmediatamente en la milicia, en la Columna Negra, la de los mineros, la que mandaba el luego legendario Quintín Arbes. Margarita no sólo no le puso ni un pero, sino que lo animó a que se fuera de soldado. Eso es tener huevos, le decía con su lenguaje sin prejuicios. ¡Hay que luchar contra esos cabrones, y mi hombre el primero, dando ejemplo!, repetía una y otra vez a quien quisiera escucharla. Lo despidió ardorosa en la estación, alzando su propio puño y el de los niños, y cantando a voz en grito La Internacional. Luego, al llegar a casa, lloró un poco, ella que no lloraba nunca, porque le dio por pensar en los peligros que iba a correr su marido. Sin embargo, se reanimó enseguida participando en todas las actividades de las mujeres comunistas. En las manifestaciones, en los mítines, en los desfiles exaltados de los milicianos que poco a poco iban agrupándose y partiendo a los frentes cada vez más numerosos y sangrientos, allí estaba siempre, con los crios colgados del cuello, Margarita la pescadera, como la llamaban las camaradas, tan deslenguada e inculta como inasequible al desaliento.

A punto estuvo incluso de irse ella misma a la guerra. Algunas otras mujeres ya se habían alistado, y a Margarita aquello le pareció una gran idea. Pensaba, aunque no supiese expresarlo así, que en ese momento su deber estaba fuera de casa, y creía, como Miguel, que tenían ante sí una gran oportunidad para hacer la revolución. Se sentía capaz de ir al frente, de empuñar un arma, de pasar necesidades, de matar si era preciso. Pero cuando se lo hizo saber a su madre, ésta, que había desarrollado a lo largo de los años un carácter tremendo, de viuda joven con muchos hijos y sin ningún apoyo, se lo impidió.

– Tú lárgate, lárgate si quieres, y a ver qué pasa con tus niños, porque no te creas que me voy a quedar yo aquí cuidándolos… ¡Pues no me faltaba más, a mis años! Ya os crié a ti y a tus hermanos y mira cómo me salisteis, que los otros ni se acuerdan de que existo y tú te piensas que soy tu sirvienta. ¿Pues sabes qué te digo? Que por mí, haz lo que quieras, pero a tus hijos los llevo yo al hospicio, vaya que si los llevo, así que ni se te ocurra largarte. ¡Dice que a la guerra! Será de puta, porque de otra cosa…

Los gritos se habían oído en todo el barrio. Al final, como de costumbre, Margarita se llevó un bofetón, y aunque maldiciendo, se sometió una vez más a las amenazas maternas, que siempre eran cumplidas, y tuvo que quedarse en Castrollano. Lo único que pudo hacer fue seguir participando en todos los actos, en primera fila y vociferando más que nadie.

Miguel, entretanto, escribía de vez en cuando. Se le notaba desanimado y escéptico, como si hubiera dejado de creer que la victoria estaría de su parte. En algunas cartas llegó a ponerse incluso sentimental, y les hablaba, a Margarita y a los niños, igual que si se fuera a morir. Sin embargo, los primeros días habían sido buenos, incluso felices. La guerra todavía parecía entonces cosa de poco, y era una buena excusa para cambiar el mundo. Con su columna de mineros, le había tocado ir a tomar el puerto de Sarres, donde una guarnición se había sublevado y se había hecho con el poder, fusilando al alcalde y a cuantos supuestos republicanos fueron denunciados por sus convecinos. Los milicianos se apostaron enfrente, en lo alto de la sierra del Ciella. Desde allí divisiban la villa al completo, el pequeño puerto en el que fondeaban los pesqueros, las casas de indianos con sus hermosos jardines, la colegiata en medio de las callejas tortuosas y, al lado, la vieja fortaleza reconvertida en cuartel, con los cañones que un día sirvieron para espantar franceses -herrumbrosos ahora e inútiles- asomándose al acantilado. Alrededor se extendían las manchas todavía lozanas de las aldeas, las huertas de cerezos y las pomaradas, los campos de maíz, los estrechos caminos embarrados por donde iban y venían despacio las vacas, adormiladas y dichosas, los prados sobre los que se levantaban, como pequeños monumentos rituales, los almiares que amarilleaban lentamente al sol. Y más allá, el mar. Por supuesto. La inmensa piel del mar que algunos milicianos del interior veían por vez primera y en la que inevitablemente se distraían las miradas, siguiendo los cambios de color debidos a la luz, el verde profundo, el azul cobalto, el violeta tostado, el pardo riguroso, de negrura casi semejante a la del carbón.