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Feda regresa hacia la playa despacio, ensimismada, demasiado feliz para fijarse en nada que no sea su propia felicidad, Simón está vivo, Simón todavía me quiere, Simón está vivo… Al llegar al puente del Gabión, salta desde las rocas a la arena y camina junto al mar que, a veces, llega hasta sus pies y le moja los zapatos polvorientos, dejándole manchas blanquecinas de salitre. Pero ella ni se da cuenta. Al final de la playa, más allá de la iglesia de San Pedro, se extienden las ruinas del Club Náutico, bombardeado un amanecer. Varios grupos de niños juegan entre ellas, trepando a las montañas de escombros y saltando al fondo reventado y mugriento de la piscina. Vistas así, de lejos, bajo el solecillo templado de aquel comienzo del verano, a Feda no le parecen los restos dolientes de un pasado perdido ya para siempre, sino el proyecto de algo que habrá de llegar a ser esplendoroso. Allí conoció a Simón, un día del año 35, cuando su amiga Rosa Dindurra se empeñó en que la acompañara a la piscina. Ella se resistía, muerta de vergüenza, no tenía ropa adecuada, no estaba acostumbrada a tratar con gente así, de tanto dinero y tanto postín, pero Rosa le dejó un traje de baño precioso y acabó por convencerla.

Fue ella misma quien le presentó a Simón aquella mañana, y él, como si fuera un caballero en un salón de alto rango y no un muchacho en bañador saludando a una chica, se inclinó ceremoniosamente para besarle la mano, haciéndola sonrojarse y reír. A la semana siguiente, en la primera fiesta del Club a la que asistió, la sacó a bailar varias veces seguidas. Feda notaba a través de su vestido y en su propia mano el sudor de las manos de él, y la forma temblorosa con que la miraba. Esa misma noche la acompañó a casa, después de dejar antes a Rosa en la suya, y al llegar al portal la besó y empezó a acariciarle la espalda y luego le puso las manos en la garganta y las bajó por dentro del escote hasta sus pechos. En aquel momento Feda comprendió lo que significaba la palabra placer. Sólo unos días más, y ya se creería también sabia en amor.

Rosa Dindurra, eso es… Quizá haya regresado ya de Francia. La guerra la pilló allí, de vacaciones con sus padres. Cuando Feda y su familia abandonaron Castrollano en el 37, la casa de los Dindurra seguía cerrada y no se sabía nada de ellos. Pero lo más probable es que ahora estén de vuelta. Feda corre, quiere llegar cuanto antes a la calle de la Muralla, piensa que a través de Rosa podrá encontrar a Simón en Madrid, y además acaba de darse cuenta de todo lo que ha añorado a su amiga en estos años. Los pies se le enredan en los socavones que las bombas y el abandono han dejado por todas partes, y un par de veces está a punto de caer. Pero al fin consigue pararse intacta ante la puerta del piso, donde llama con repentina timidez. Una muchacha vestida de uniforme, exactamente igual que en los viejos tiempos, abre la puerta y saluda. A Feda casi no le sale la voz del sofocón.

– Buenas. ¿Está la señorita Rosa?

– ¿De parte de quién?

– Soy Feda. Federica Vega.

El abrazo y los besos duran largos minutos. Rosa está preciosa. Ha pasado toda la guerra en París, y no ha conocido ni el hambre ni el miedo. Su padre, que regresó en cuanto pudo para unirse a los de Franco, ha tenido mucha suerte en los negocios y las cosas le han ido muy bien. A ella, en cambio, la sorprende el aspecto desastrado de Feda. Está pálida y flaca, y el feo vestido oscuro la hace parecer mucho mayor de lo que es. Pero no dice nada. Aunque vive entre algodones, tiene ojos para ver lo que sucede, toda la destrucción y la miseria que asolaron Castrollano y siguen instalándose lentamente a su alrededor, como si la ciudad entera hubiera sido víctima de una peste atroz, cuyas inevitables consecuencias aún perduran.

La charla es rápida, casi a gritos, interrumpida una y otra vez para cambiar de tema o volver al asunto anterior. Se dan las noticias con brevedad, dispuestas a no olvidarse de nada en aquellos primeros momentos, la vida en París era genial, tengo un novio francés y a lo mejor me caso y me voy a vivir allí, es ingeniero, mi padre murió y también mi hermano Miguel, no tenemos nada, el marido de María Luisa está en la cárcel, no sé qué vamos a hacer, pero ya nos arreglaremos… Rosa compadece a su amiga. La vida es injusta, piensa para sus adentros. Feda, tan guapa, tan buena, tan simpática, no se merece todo eso. Va a intentar ayudarla en lo que esté a su alcance, le regalará vestidos, le pedirá a su padre que le dé trabajo, pero, ¿qué más puede hacer? No es ella quien ha decidido que el mundo sea así, es así porque es así, ya está, y no es posible hacer nada por cambiarlo, sólo intentar ayudar a los que lo necesiten, ella va a empezar a ir con su madre al hospicio, dicen que está lleno de niños huérfanos y abandonados, ha muerto tanta gente en la guerra o se han ido, y los pobres niños necesitan que los cuiden, ella quiere hacerlo, quiere ayudar, no puede cambiar el mundo pero sí, por lo menos, echar una manita…

– ¿Sabes algo de Simón?

La pregunta de Feda la sorprende.

– Pues… no, la verdad es que no. ¿Tú tampoco?

– No, bueno, sí, algo. Se fue con el ejército de Franco. Y hoy me han dicho que está en Madrid con su madre. ¿De verdad que no sabes nada?

– De verdad que no, Fedita. Sólo hace quince días que llegamos, y casi no he salido. Además, ¿a dónde? Está todo destrozado, el Club Náutico, y todo… Pero me enteraré, claro que me enteraré, no te preocupes.

Un par de días después, Rosa aparecerá en casa de Carmina Dueñas. Saludará, cariñosa, a todo el mundo y luego se encerrará con Feda, toda nerviosa, en una habitación.

– Tengo noticias. Es verdad que está en Madrid, con un cargo, en Justicia, creo. -¿Me has conseguido la dirección?

– No exactamente… Bueno, sí, me la han dado, pero me han hecho jurar que no te la pasaría. -La cara de Feda languidecerá-. No te preocupes, Fedita, le he escrito yo por ti. Le he mandado una carta felicitándolo por lo de su nombramiento y, de paso, le he contado que te había visto y que se te había muerto tu padre y que, por favor, te escribiera aquí.

Feda se comerá a besos a su amiga. Durante un rato hablarán del futuro, se preguntarán cuánto tardará en llegar su carta, y qué le dirá, y cómo podría ella viajar a Madrid si Simón se lo propone… Luego, Rosa la mirará de pronto muy seria:

– También tengo que decirte otra cosa que no te va a gustar mucho.

– ¿De Simón?

– No, de Simón no, de mí. Verás… es que mi madre me ha dicho que es mejor que no nos veamos como antes, porque papá no quiere. Como ahora sois… rojas, ya sabes. ¡No te enfades conmigo, Fedita, por favor! No vamos a dejar de ser amigas, no es eso, es sólo que ya no puedo llevarte a las fiestas y cosas así. Bueno, cuando las vuelva a haber. Pero podemos seguir viéndonos aquí, o salir a dar un paseo por la playa…

Feda se sentirá como si le estuvieran clavando alfileres en el corazón, un montón de alfileres pequeños y muy agudos, igual que los del acerico rojo de Carmina. Otra vez, lo mismo que doña Pía, lo mismo que la dueña de la tienda de Noguera que se negó a venderles nada en cuanto la guerra terminó, lo mismo que el hombre del tren, lo mismo que doña Petra, lo mismo que todos aquellos cerdos que se creen dueños del mundo porque han ganado, dueños de las vidas y de los sentimientos de los demás, qué razón tenía su padre cuando decía que en la derecha había muchas gentes peligrosas, gentes que jamás darían una oportunidad a los demás, gentes, que iban a misa todos los domingos pero desconocían el significado de la palabra compasión, manoseada y hecha trizas por ellos mismos.

Y entonces le saldrá de dentro un ramalazo de orgullo, la feroz dignidad de los perdedores que se saben, sin embargo, seguros de su razón. No derramará ni una lágrima, no hará un mal gesto. Se pondrá en pie, casi sonriente, y dirá con calma:

– Pues yo no quiero volver a verte, ni aquí ni en ningún sitio. Adiós, Rosa, que disfrutes de tus fiestas de fascistas.