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– Feda, por Dios, tú sabes que yo no pienso nada malo de ti, ni mi padre tampoco, si él te quiere mucho, es que las cosas ahora son así, qué vamos a hacer nosotros…

Pero estará hablando en vano, porque Feda ya habrá salido de la habitación y la habrá dejado sola. Rosa abandonará la casa con lágrimas en los ojos, sintiéndose profundamente incomprendida. No es para tanto, no es para tanto, se dirá a sí misma. Y su conciencia asentirá.

Un mes después, Feda recibirá una carta sin remite, pero con matasellos de Madrid. La abrirá temblorosa, rompiendo el sobre que se resiste a sus dedos.

Mi querida Feda:

A mí mismo me resulta extraño escribir ese nombre, después de tanto tiempo. Y, sin embargo, ¡cuántas veces lo habré susurrado en las noches después de los combates, Feda, Fedita, déjame besarte, déjame lamer tus pechos y tu sexo, déjame entrar en ti! Quería olvidarte, pero nunca lo logré. Te he deseado tanto todos estos años, que a veces llegué a pensar que eras lo único que me importaba en la vida, y a la mañana siguiente volvía al frente hecho una furia, porque sólo quería que la guerra terminase pronto para volver a estar a tu lado, amándote.

Pero las cosas han cambiado tanto, mi niña… Ahora, quizá ya lo sabes, tengo un cargo importante. He empezado una carrera política en la que estoy seguro llegaré lejos. Me gusta. Creo en esto. En las ideas por las que hemos hecho la guerra y en mí mismo. Tu amor y tu cuerpo me hacían sentirme vivo, pero he descubierto que no eran lo único. Así de claro te lo digo, Feda. Y no te me pongas a llorar.

Tienes que entender que ahora debo cuidar mucho las cosas. No puedo volver contigo. Eso sería cavar mi propia fosa. Aquí no se consienten veleidades. Así pues, me veo obligado a renunciar a ti. Duele, claro que duele. A veces pienso que voy a recordarte siempre, que cada vez que baile con otra, o que bese a otra o que me acueste con otra creeré que lo estoy haciendo contigo. Pero ésta es la vida, Fedita. Hay que elegir. Yo ya he hecho mi elección, y por muy dolorosa que sea, seguiré adelante. Y eso mismo es lo que tienes que hacer tú. Piensa en tu futuro, organizalo. Trata de alejarte todo lo que puedas de los tuyos. Te lo digo por tu propio bien: las cosas no van a ser fáciles para los que están marcados por sus ideas. A ti nunca te ha importado la política, y así es como debe ser. Pero mientras sigas pegada a tu madre y tus hermanas, los demás no pensarán eso de ti. Lucha por seguir tu propio camino, y no permitas que ellas te lo embarren. Empieza a ir a la iglesia. Que te vean allí todos los domingos. Busca apoyo en un confesor. E intenta encontrar un buen marido, un hombre como es debido que cuide de ti y te trate como a una reina. Eso es lo que mereces,mi Feda querida, y eso es lo que te desea con toda la nostalgia del mundo tu

Simón

P.D.: Me he enterado de lo de tu padre y tu hermano, y te acompaño en el sentimiento. Puedo hacerte llegar algo de dinero si lo necesitas. Házmelo saber a través de Rosa Dindurra.

Impasible, callada, Feda se guardará la carta en el bolsillo de su chaqueta, caminará hasta la playa y se sentará sobre la arena húmeda, a los pies del Club Náutico. Durante las largas horas del atardecer se quedará allí, quieta y oscura, y verá apretarse las nubes sobre la colina del Paraíso, ennegrecerse el cielo, encresparse el mar, volar asustadas las gaviotas, llegar la lluvia, regresar los pequeños barcos de pesca hacia el muelle, abrirse luego a lo lejos, sobre la línea palpitante del horizonte, un gran espacio azul y luminoso, desparramarse los nubarrones, morirse el sol. En ese momento, las antiguas luces del Club Náutico se encenderán, como pequeñas candelas sobre las olas negras, y el sonido chillón y descarado de un foxtrot llenará el aire. Las sombras vacilantes de un hombre y una muchacha saldrán al balcón y bailarán apretadas, enredando las lenguas, sobándose. Luego se desvanecerán lentamente, ridículos, patéticos títeres de la imaginación. Feda sacará entonces la carta de su bolsillo y la romperá despacio en trozos cada vez más pequeños. Se pondrá en pie, se meterá en el agua y abrirá la mano. Los papelillos volarán por el aire e irán cayendo uno a uno al mar, miserables fragmentos de la nada, irrisorios restos de un pasado que tal vez ni siquiera existió. Después se dará la vuelta, con la cabeza muy alta, muy firme, y caminará de regreso a casa, empapada y rodeada de luz.

MIGUEL Y LA GUERRA

Después de reencontrarse con Rosa, Feda regresa a casa de Carmina sintiéndose tan feliz como no recuerda desde hace mucho. Ni siquiera las ruinas y la podredumbre, la devastación de la ciudad entera, hundida sobre sí misma, pueden con su alegría. Aún ignora que Rosa no se atreverá a mostrarse con ella en público, que Simón la rechazará por miedo a destruir su carrera recién comenzada. Ajena a esas decepciones que la esperan, siente que la vida empieza otra vez, que el negro agujero de los últimos años está a punto de desaparecer para siempre, que al fin regresa el tiempo de la luz, las ilusiones interrumpidas del pasado, como si su historia retomara el curso que debía haber seguido por su impulso natural y que la guerra sacó momentáneamente de su cauce. Volverá a ser la novia de Simón, piensa, aunque sea en la distancia. Buscará un trabajo para ayudar en casa hasta que sea el momento de la boda y se vaya a vivir con él a Madrid. Se hará vestidos nuevos, se comprará una barra de labios rosa fuerte en un estuche plateado y un frasquito de colonia de lavanda, aunque sea pequeño, y llegarán de nuevo las tardes dulces con su amiga, las de escaparates y callejeo y risas y baños y helados de turrón…

Cuando llama a la puerta de casa de Carmina, son casi las dos de la tarde. María Luisa está furiosa:

– ¿Tú qué te crees, niña? Está bien que hayas ido a ver a tu novio, pero éstas no son horas de venir, con todo lo que hay que hacer. Feda pone cara de burla.

– Vale, vale, Marialuisita, tienes razón, pero el amor es el amor, ¿o no?

A su hermana no le queda más remedio que echarse a reír. El comportamiento infantil de Feda la saca de sus casillas, pero a veces también logra enternecerla. Le pasa el brazo por los hombros.

– Venga, cuéntame, ¿lo has visto?

– No. Está en Madrid. ¡Pero está vivo, está vivo!

Aunque personalmente no siente ninguna simpatía por aquel niñato, María Luisa comprende la euforia de Feda.

– Me alegro mucho, Fedita, de verdad que sí. A ver si ahora todo se arregla, aunque…

– Ya sé lo que estás pensando, que me ha dejado, que ya no le intereso, pero te equivocas, ya verás cómo te equivocas. -Ojalá. Sin embargo, más vale que te hagas a la idea de que las cosas no siempre salen como queremos. Y que si Simón se ha largado, hay otros muchos por ahí que se derretirán en cuanto los mire la chica más guapa de Castrollano. Feda se sonríe como una niña halagada.

– ¿De verdad que todavía te parezco guapa?

– Claro que sí, tonta. Guapísima. Ahora estamos todas cansadas, pero en cuanto nos recuperemos un poco, ya verás cómo volverán a hacer cola a la puerta de casa para salir contigo.

María Luisa sabe que está mintiendo, pero no quiere que Feda se desanime. Todavía a menudo sigue protegiéndola como cuando eran niñas y ella -que le saca casi cuatro años y siempre fue más valiente- la llevaba de la mano por las calles, le limpiaba las heridas si se caía en el parque o la defendía de las compañeras más brutas de la escuela. Pero también se siente aún responsable de controlarla y someterla a la disciplina familiar. Así que, pasado el momento de los mimos, vuelve a ponerse seria.

– Y ahora vete a ver a mamá y pídele disculpas. Llevamos esperándote toda la mañana para ir a casa de Miguel. Habrá que dejarlo para esta tarde, pero no puede ser que todo el mundo tenga que estar pendiente de ti, Feda. Ya está bien.