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Así fue pasando el tiempo. Hasta que llegó el mes de octubre del año 37, tan desapacible como no se recordaba desde hacía mucho, un octubre de lluvias intensas y vientos furiosos que tronaban por las calles, desgajando árboles, arrancando postigos y tejas y levantando en la mar olas gigantescas. Y en medio de aquel destrozo como del fin del mundo, hasta los más optimistas tuvieron que reconocer que Castrollano estaba a punto de caer en manos de Franco. Desde el comienzo de la guerra, el ejército fascista había estado más atento a otros frentes vitales. Pero en ese momento, y rendidas ya las ciudades del entorno, avanzaba victorioso y se preparaba en las cercanías para el asalto final.

Durante casi dos meses, Castrollano fue bombardeado sin tregua, hasta dos y tres veces diarias. Sobrecogidos de miedo, muertos de hambre y de impotencia, muchos trataban de fingir, sin embargo, una normalidad inexistente, y salían a las calles jugándose el pellejo aunque no les fuera preciso, sólo para dar un paseo o tomarse un café, como si con sus gestos cotidianos pudieran evitar lo que terminaba por ocurrir, el momento angustioso de las sirenas, las carreras hacia los refugios más cercanos sin dejar de atisbar el cielo ni de calcular, por el estruendo de los motores, la cercanía de los bombarderos, una ciudad entera tratando de protegerse, hombretones como murallas corriendo pálidos, madres atentas en medio del terror a proteger del frío los oídos y las bocas de sus hijos, ancianas arrastrándose a pasitos -luchando todavía por librar la vida ya escasa-, niños paralizados por el pánico. Después llegaba la destrucción, la muerte. Una vez y otra y otra.

Letrita sabía por la prensa que la represión contra los republicanos en las ciudades tomadas estaba siendo cruenta. Se hablaba de ejecuciones en masa, de encarcelamientos multitudinarios, de delaciones insospechadas. Ahora que ya no creía en casi nada, estaba segura de que tales atrocidades no eran exclusivas del bando enemigo. Pero también daba por supuesto que su familia sería perseguida y castigada. Publio al menos, que tanto había luchado por sus convicciones. Su nombre era de sobra conocido como para que cualquiera pudiera denunciarlo, por venganza, por ambición, tal vez por puro miedo. No podía soportar la idea de verlo morir asesinado o de que terminara sus días encerrado en una cárcel. Quizá ése fuera el final de los héroes, de los auténticos resistentes. Quizá, si él hubiera podido decidir, habría querido acabar así, defendiendo con toda la dignidad posible aquello en lo que siempre había creído. Muriendo por ello si era necesario. Pero Publio ahora no decidía nada, ni comprendía nada ni, tal vez, recordaba ya nada. Y ella no iba a sentarse a esperar a que viniesen por él. Tenía que intentar salir de allí como fuese.

Desde principios de octubre, mucha gente desesperada estaba huyendo en barco. A diario había pesqueros y navios de carga que zarpaban hacia los puertos franceses, desde donde los fugitivos eran repatriados por tren a la zona republicana, a Cataluña o al Levante. Se decía que la travesía era muy arriesgada. Además de las tempestades habituales en aquella época del año en el golfo de Vizcaya, los rumores, probablemente ciertos, hablaban de que los buques de la Marina golpista controlaban la costa y detenían a todos los barcos sospechosos. Gracias al teléfono, se sabía de algunos que habían logrado llegar a Francia. Pero de otros muchos no había noticias. Quizá estaban muertos, ahogados en el fondo del mar, o, aún peor, presos en algún puerto, o fusilados. A pesar de todo, a Letrita le parecía más arriesgado quedarse.

A mediados de mes -al día siguiente de un bombardeo aún más violento que de costumbre, que arrasó los depósitos de agua y buena parte del barrio de pescadores y dejó un número incontable de muertos-, reunió a la familia y les comunicó su decisión: gracias a las buenas relaciones de Publio, había conseguido salvoconductos para todos. Siete salvoconductos -y tres más para Merceditas y los hijos de Miguel- que les permitirían irse de inmediato. Si es que estaban de acuerdo. Esa misma noche se dirigirían al puerto y saldrían en el primer barco que los aceptase a bordo. Luego, si la situación en el Mediterráneo seguía igual, regresarían a España a través de la frontera de Port Bou. Por la mañana había sacado del banco todos los ahorros. No eran una fortuna, pero administrándose bien, les darían lo suficiente para vivir algún tiempo.

Alegría aceptó sin dudarlo. Desde el comienzo de la guerra había participado con entusiasmo en las actividades de algunos grupos de mujeres, repartiendo propaganda antifascista por las calles y trabajando en el cuidado de los niños de los barrios obreros, más menesterosos que nunca. Estaba segura de que cuando entrasen los golpistas en la ciudad ella pagaría por eso. Ir a la cárcel -no quería pensar en la posibilidad de morir- no le importaba tanto por sí misma como por Mercedes, porque tal vez no quedaría nadie que pudiese cuidar de ella. Además, no deseaba separarse de sus padres. Así pues, sólo tardó unos segundos en decidirse a huir.

El tío Joaquín, por supuesto, dijo que no. A grandes voces, hizo saber que no iba a permitir que pudiesen con él esos cabrones de curas que ya le habían dejado sin casa y ahora pretendían dejarle además sin calles y sin mar y sin tertulia. Que lo mataran si tenían huevos, pero él no estaba dispuesto a renunciar a su vida de siempre. También Margarita, que no se veía viviendo en ningún otro lugar, decidió quedarse con sus hijos. Y Carmina, que rechazó la propuesta toda llorosa a causa de su proverbial miedo a alejarse de Castrollano. Pero Letrita contaba con esas tres negativas. La sorpresa llegó cuando Feda, sin atreverse a mirarla, afirmó que quería quedarse para cuidar del tío. Aunque no se lo esperaba, su madre ni se inmutó.

– Ya -dijo, clavándole los ojos-. ¿Qué pasa, que tienes miedo de que si te vas no vuelva a encontrarte el calzonazos de Simón?

Feda enrojeció. Desde que Letrita había empezado a hablar, haciéndoles aquella propuesta sorprendente había calculado rápidamente las consecuencias de su marcha. Huir significaría no recibir nunca más noticias de Simón. Ya no sabría si estaba vivo o muerto, y esa angustia se la comería, no tenía ninguna duda. Prefería mil veces quedarse sola en la ciudad, lejos de su familia, antes que separarse de todo lo que aún la unía a su novio. Sin embargo, Letrita había decidido no consentirle más caprichos a aquella hija tan mimada. La culpa la tenía ella, por haberle permitido tantas tonterías con el cuento de que era la más pequeña, pero ahora no tenía tiempo para lamentarse de sus errores.

– Me da igual tu opinión, Feda. Vendrás con nosotros, lo quieras o no. Y si se te ocurre escaparte o algo así, te juro que desde ese momento dejarás de ser mi hija. Ya lo sabes.

Feda se tomó en serio la amenaza materna. Suspirando, aunque sin atreverse a decir ni una palabra más, metió su escaso equipaje en la maleta que compartiría con Alegría y Merceditas. Y, ya anochecido, dijo adiós toda llorosa a Carmina y al tío Joaquín -quien, intuyendo tal vez el ya cercano estallido de su viejo corazón, se despidió de ellos como si se fueran a merendar, agitando el bastón en el aire y gruñendo un hala, hasta luego que, sin embargo, apenas se oyó a pesar de su potente voz- y salió junto con el resto de su familia hacia el puerto.

La gente se agolpaba en los muelles, esperando poder subir a bordo de alguno de los barcos dispuestos a partir. Sin embargo, a pesar del miedo y el ansia por irse lo antes posible, apenas se oían voces. Se aguardaba en silencio, rumiando sin duda por dentro la amargura de una despedida como aquélla, pero sin ánimo ya para manifestarla. Sólo el ronquido de los motores, mientras los navios zarpaban despacio, atravesando el puerto temblorosos y solemnes, rompía la calma. Cada partida era observada con desazón por los que aún esperaban, que miraban alejarse en la oscuridad a los otros, los que ya no tenían vuelta atrás, irremediablemente condenados a atravesar aquel mar tan enorme y desconocido. Hubo quien, después de comprender la tristeza de los que se iban, renunció a sus planes de fuga y regresó a casa, dispuesto a enfrentarse a la incertidumbre y quizá a la propia muerte, protegido por el mismo espacio, la misma luz, las mismas gentes, las mismas palabras, las mismas y de pronto tan queridas cosas de toda la vida.