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Pero Letrita olvidó todo lo aprendido apenas hubo abandonado la escuela a los doce años. Quizá lo hizo creyendo que, al ignorar el trasiego de las agujas y las telas y los suaves hilos de seda, evitaría el destino de su hermana mayor. Elisa -tan hermosa con su ondulado pelo rubio que a Letrita, de niña, le parecía un hada- había sido la bordadora más entregada y virtuosa de cuantas conocieron las aulas de doña Rosario. Se pasaba las horas sentada en el mirador de la casa, frente al puerto, enredando ensimismada los dedos en las preciosas madejas de hilo y acariciando los tejidos de sutiles texturas con el mismo placer con el que una amante mimaría la piel del cuerpo deseado. De sus manos salían, sin esfuerzo aparente, flores todavía húmedas del rocío, guirnaldas de hojas a las que el sol aún no había devorado la palidez virginal de las primeras horas y hasta pájaros de fuego que parecían cantar. La gente se quedaba admirada ante sus bordados, tanto como ante su inquietante belleza y su permanente silencio, tan raros la una y el otro que las mujeres mayores se preguntaban en voz baja dónde encontrarían los Cristóbal un hombre con el valor suficiente para pedir en matrimonio a aquella muchacha tan ajena al mundo. Pero no hizo falta buscarlo: al cumplir los catorce años, su madre le comunicó que se haría monja. En el monasterio de clausura de las Pelayas necesitaban hermanas de manos habilidosas para cumplir con los muchos encargos que recibían. Habían visto algunos de sus trabajos, y estaban dispuestas a aceptarla sin dote, todo un privilegio para una familia como la suya, que de otra manera jamás habría podido permitirse el lujo de meter monja a una hija en un lugar como aquél.

Nadie recordaba haber visto nunca llorar a Elisa, ni siquiera de pequeña, pero en cuanto supo la noticia empezó a caerle por las mejillas un borbotón de lágrimas silenciosas, que ya no volvió a cesar. Su único gesto de resistencia fue un susurro, no, madre, por favor, pero la madre se dio media vuelta y la dejó plantada en el mirador, con el llanto derramándose sobre los hilos de colores, que se destiñeron en su regazo hasta formar una absurda mancha estridente.

Seis meses más tarde, Elisa murió en la enfermería del monasterio. Ningún médico se atrevió a diagnosticar la razón. Quizá fue de pena, dijeron. La propia abadesa había llamado a los padres poco después del ingreso para decirles que estaba convencida de que la vida de clausura no le sentaba bien a Elisa, que la pobre criatura no paraba de llorar y temblar de frío y se negaba a comer, que sin duda alguna el misericordioso Dios no la quería religiosa y enferma, y que era mejor que se la llevasen a casa. El padre, como siempre, calló. La madre frunció el ceño y se negó a hacerse cargo de aquella hija caprichosa. Después de mucho insistir, la abadesa comprendió que se las veía con una mujer sin corazón, y decidió cuidar a la desdichada niña y encomendar al Señor su destino.

Unos días más tarde, Letrita fue con su padre a verla. Regresó a casa tan consternada, que aquella noche le subió altísima la fiebre. Su hada rubia se había convertido en un espectro. La piel le colgaba sobre los huesos de la cara como a una anciana, y de los ojos, hinchados y purulentos, seguían brotándole sin descanso las lágrimas. No dijo nada, pero cuando ya se iban le acarició la mano a través de la reja que las separaba y la miró intensamente durante unos segundos. Letrita no vio que su boca se abriera, pero a pesar de eso oyó claramente su voz susurrándole: No dejes que te hagan lo mismo que a mí, no dejes que decidan tu vida.

Desde aquella mañana, Letrita dejó de creer en Dios y en sus padres. Sólo tenía once años, pero comprendió que la crueldad de los arrogantes era uno de los más demoledores atributos del ser humano, y que la sumisión de los débiles equivalía a su aniquilación como personas. Decidió que ella haría otra vida, una suya, propia, al margen de la voluntad materna. Durante mucho tiempo, se imaginó escapándose de casa y viajando a bordo de uno de los grandes veleros que atracaban en el puerto hacia alguna de aquellas ciudades de nombres preciosos que aparecían en los carteles de las compañías de navegación, Maracaibo, Callao, Montevideo, Veracruz o quizá La Habana, a cualquier lugar lejano y desconocido donde nadie tuviese poder sobre ella. Aún no había renunciado a ese sueño cuando apareció Publio, pasando cuatro veces al día bajo el mirador en el que antes bordaba la silenciosa Elisa y donde ahora se quedaba ella muchas horas, interesada en el ajetreo constante de los muelles. Cuando empezaron a verse a escondidas de los padres y a tener largas conversaciones, sentados en lo alto del cerro de las Hermanas sobre los periódicos que Publio desplegaba con cuidado para no ensuciarse, Letrita supo que era en el mundo bondadoso y sereno de aquel hombre en el que ella quería vivir. Y que valdría la pena luchar a su lado para liquidar el tiempo de los crueles y los sumisos.

Durante todos aquellos años, la confidente de sus penas y sus anhelos había sido Carmina Dueñas. Habían aprendido a reírse juntas de sus disgustos y sus fracasos, y la risa las unió con un lazo más inquebrantable que cualquier concepción del mundo. Cuando Carmina, al cabo de mucho tiempo de matrimonio estéril, comprendió por fin que nunca tendría hijos, empezó a tratar como propios a los de su amiga, que entretanto paría una y otra vez, aunque algunos de los niños se le morían enseguida. Y cuando se quedó sola y a punto de cumplir los treinta, en aquella absurda situación que ella misma denominaba de viuda con el difunto vivito y, sobre todo, coleando, la familia Vega pasó a ser definitivamente la suya.

Carmina había hecho una buena boda. Manolo Rueda la quería, y era el tipo más divertido de cuantos pisaban Castrollano, además de propietario de una pequeña mercería que daba lo suficiente para vivir bien. Entusiasta y nervioso, se lanzaba a todas las aventuras que se le ponían por delante, incluidos negocios ruinosos, escaladas a montañas altísimas, farras con los amigos, excursiones por comarcas remotas o amoríos con vicetiples robustas y coristas descaradas. Carmina, que lo trataba como a un niño, se lo perdonaba todo, hasta lo de los amoríos, porque sabía que la seguía queriendo, y para ella eso bastaba. Por lo demás, como solía decir sin ningún recato a sus amigas, prefería un marido infiel y feliz a un esposo devotísimo pero mustio.

El día que cumplió los cuarenta años, en 1909, Carmina se lo encontró al llegar de la mercería justamente así como no se lo quería encontrar, mustio, cabizbajo, tristón. Acababa de darse cuenta de que lo mejor de su vida había pasado, le confesó. ¿Y qué había hecho? No había cumplido ninguno de sus sueños de infancia, no había cruzado el Orinoco, ni pescado un tiburón, ni avistado las cumbres nevadas de los Andes, lloriqueó. Así que Carmina, abrazándolo, se lo dijo muy clarito: Pues vete, hijo, vete, haz todo lo que puedas, yo me quedo aquí tan feliz. Y se quedó.

Manolo se marchó una mañana de primavera a bordo de un vapor correo de nombre conveniente, El Despreocupado, para no volver nunca más. No llegó a avistar las cumbres de los Andes ni cruzó el Orinoco, pero sí que logró pescar algunos tiburones allá en el mar Caribe, junto a Manzanillo, donde se instaló al descubrir que la isla de Cuba le ofrecía muchas más aventuras que Castrollano y todo el continente europeo juntos, y que una mulata de nombre Lolita reunía en sí la robustez y el descaro de todas las vicetiples y coristas posibles, además de la santa paciencia de su esposa.

Cuando supo que su marido no pensaba regresar a casa, Carmina no se lo tomó del todo mal, e incluso llegó a habituarse pronto a su rara situación y a cogerle cariño a la familia que Manolo iba creando en Manzanillo y de la que le daba puntual cuenta en sus frecuentes y tiernas cartas. Fue la madrina por poderes de la primera hija, a la que pusieron su nombre y de la que ella se ocupó en la lejanía con toda la devoción de una madre postiza. A pesar del escándalo de muchas de sus amigas, las fotografías de las siete criaturas de su marido fueron alineándose con los años en la consola de su sala de estar, junto a otra más grande en la que posaba muy sonrientey moreno el propio Manolo al lado de su mulata, bien enganchetados del brazo. A cambio, ella le envió un retrato de su boda que la pareja de concubinos colgó sobre el cabecero de su cama. Poco a poco, la gente fue acostumbrándose a aquella situación, y llegó a ser normal que las clientas menos pacatas de la mercería le preguntasen por la salud de su marido, la otra mujer y los niños.