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Por eso aquella mañana del otoño del 45, la noticia de su presencia en Castrollano, aún vivo, hará que le estalle un volcán de odio y miedo en la cabeza. A primera hora de ese día, recién abierta la oficina, un tipo desconocido se presentará allí preguntando por ella:

– Soy Jesús Vela, amigo de su marido, no sé si me recuerda. -A Alegría le temblará la mano al estrechar la suya. No, no se acuerda de él, pero en ese momento ni siquiera puede intentar hacer memoria-. Vengo de su parte. Está aquí, muy enfermo. Una cirrosis, ya sabe. Los médicos dicen que le queda poco. Quiere verla. Está en el hospital de la Caridad. ¿Irá usted?

Alegría no será capaz de responder. Cuando el hombre se haya ido, después de insistirle, pedirá permiso en el trabajo. No se encuentra bien, dirá. Caminará despacio por las calles primero y luego por los senderos embarrados hasta lo alto de la colina del Paraíso. El mar está aquel día tranquilo y verdoso, tan deseable como deben de ser los mares remotos, en lugares cálidos donde tal vez la vida de las gentes transcurra apacible, lejos de las luchas y del miedo. En lugares que no existen. Al amanecer ha llovido un poco, pero en ese momento sólo quedan algunas nubes dispersas, aquí y allá, que a ratos se entrecruzan con el sol pálido, oscureciendo el día. Huele a hierba, a viento del mar, a estiércol de vaca. El campo se ondula en la lejanía, formando pequeñas colinas sobre las que se alzan casas silenciosas y cuadras calientes. Hacia el otro lado, los prados bajan suavemente hasta los acantilados y parecen flotar sobre el océano. Dos grandes cedros recios se levantan al lado de una casona antigua. A su alrededor, las hojas de los plátanos y los olmos van enrojeciéndose. A veces caen despacio, y flotan durante un rato en el aire hasta depositarse con infinito cuidado en el suelo. Unas palomas zurean en algún sitio, y algunos caballos pastan tranquilos junto a un muro y levantan la vista a su paso para contemplarla. Cada una de aquellas cosas parece ocupar serenamente su lugar en el mundo. Están allí, seguras de lo que son. Cumplen su cometido lado a lado, pues ninguna de ellas existiría sin la presencia de las otras. Árbol, casa, nube, agua, tierra leve, vida leve. Quizá sea cierto que la vida puede ser así, apacible, sin luchas ni miedo. Quizá. Irá a ver a Alfonso. Irá a comprobar que se está muriendo, que sus puños y su pistola y su sexo van a dejarla definitivamente en paz.

Entrará en la habitación con la rara sensación de ser protagonista de una ceremonia. Huele a muerte, pero eso no la conmueve. Se acercará a la cama y se quedará de pie junto a él, mirándolo sin verlo. No querrá fijarse en los estragos de la enfermedad sobre su cuerpo. No lo hará porque tiene miedo de sí misma, de su felicidad. El, en cambio, la contemplará largo rato antes de hablarle:

– Sigues estando muy guapa. Veo que las cosas no te han ido mal.

– Así es.

– ¿Cómo está la niña?

– Bien. Muy bien.

– ¿Se parece a ti?

– Eso dicen.

– ¿Querrás traérmela?

– No.

– Ya. Todavía no me has perdonado, ¿eh?

Alegría luchará consigo misma. Estará a punto de decirle que no, que jamás lo perdonará, que aunque viviese mil años nunca podría perdonarle todo el daño, toda la pena, todo el asco, toda la humillación, todo el desprecio que le hizo sentir de sí misma ni tampoco aquella vida de mujer sola que no fue capaz de volver a mirar a un hombre a los ojos, pero que, por encima de todas las cosas, no puede ni quiere ni debe perdonarle la muerte de las gemelas. Sin embargo, un último ramalazo de piedad la hará contenerse.

– Sí, te he perdonado -le dirá-. Puedes morir en paz.

Y se irá de allí con la conciencia tranquila. Y con la vida tranquila. Para siempre. Esa noche se repetirá su sueño por última vez, pero ahora es a ella a quien persigue Alfonso, por el mismo pasillo embaldosado de las viejas pesadillas. Y ahora no se despertará cuando él esté a punto de disparar. Se volverá y lo verá desplomarse, muerto, inocente al fin y callado, mientras la pistola rueda sobre el suelo y cae al mar.

A la mañana siguiente, Jesús Vela volverá a su oficiha.

– Alfonso ha muerto esta noche -le dirá.

– Ya lo sabía. Gracias.

– ¿Va a asistir usted al entierro?

– No, no iré.

La mirada del hombre será reprobadora. Ella se la sostendrá firmemente, sin inmutarse, hasta que sus ojos atraviesen de pronto aquel cuerpo y vuelen por encima de la ciudad y se posen con calma en la colina del Paraíso, sobre un gran prado luminoso y el agua mansa más allá. En paz.

LOS SUEÑOS DE MERCEDES

Alegría cierra tras desí la puerta del portal con tal estrépito, que todas se vuelven a mirarla, asombradas de aquel inesperado arranque de cólera. Ella suspira aliviada, y hasta parece sonreír un poco, como si el golpe furioso la hubiera resarcido de tanta humillación. Un grupo de murciélagos aletea y chilla, revoloteando en la oscuridad pegajosa de la calle. La noche ha caído, lenta, triste, sobre Castrollano. Las viejas farolas que aún quedan en pie, apagadas, parecen esqueletos deformes. Detrás de algunas ventanas, las luces mortecinas producen sombras agigantadas, informes monstruos que van y vienen. Merceditas los contempla con aprensión, temiendo que aquellos fantasmas atraviesen cortinas y cristales y se les abalancen encima, arrastrándolas al otro mundo. Desaparecerán, y nadie preguntará por ellas, nadie llegará ni siquiera a saber que estaban allí, que habían vuelto, que aún existían. Serán menos que polvo, menos que aire, nada, cuatro mujeres y una niña que no son nada y a quienes nadie creerá recordar. La manita suave de Mercedes aprieta con fuerza la de su madre, de pronto fría pero aún tan firme que el miedo se aleja, aleteando en las tinieblas como los murciélagos.

Entre las ruinas del mercado del Sur, una hoguera anuncia la presencia de gentes. Se oyen murmullos, llantos de niños, una voz de mujer que chilla, ¡déjame ya, hijo de puta, que hueles a podre!, golpes, quejas, silencio, murmullos, llantos de niños… El ruido de la miseria, piensa Letrita, y por un momento tiene la debilidad de imaginarse a sí misma y a las chicas así, desprovistas de todo, acogiéndose al calor dudoso de un fuego y una manta vieja, al refugio desvalido de un muro vacilante. La negra vida de los derrotados.

Un poco más allá, detrás de las casas de la Carbonería, las monjas del hospicio, alertadas por una buena mujer, recogen esa noche a cuatro criaturas. Han estado caminando todo el día. La tarde anterior se les murió la madre, allá en el caserío donde vivían, y una vecina les hizo saber que no había quien se hiciera cargo de ellos, y que más les valía echar a andar hacia Castrollano, porque en la ciudad vivía mucha gente con dinero que les daría de comer. Al padre no lo han vuelto a ver desde que se fue a la guerra, pero la misma vecina les dijo que no lo esperasen, que estaba muerto y bien muerto, fusilado junto con otros muchos de la comarca. La mayor -a quien ya le asoman unos pechos tiernos por debajo de la blusa remendada- entrará pronto de criada en casa de un viudo. El segundo se escapará un par de meses después del hospicio, y acabará siendo un cadáver destrozado, sin cara ni nombre, bajo las ruedas de un tren. A los dos pequeños las monjas los darán en adopción. Ninguno de ellos volverá a saber nada de los otros, aunque soñarán por las noches con extrañas caras de niños llenos de mocos.

Las mujeres de la familia Vega caminan silenciosas por la ciudad asolada y oscura. La madre no ha dicho nada desde que abandonaron la casa de Sacramento, pero todas saben que se dirigen a la calle del Agua, al piso de Carmina Dueñas que, de seguir viva, las acogerá sin duda. Carmina y Letrita son amigas desde niñas. A los seis años, ya compartían el mismo pupitre en la escuelita de doña Rosario, donde aprendieron algunas reglas de aritmética y gramática y todas las posibles combinaciones de puntos y bordados, dientes de perro, bastillas, repulgos, vainicas, recamados, entredoses, bodoques, festones… Carmina siempre fue una costurera primorosa, y toda la vida regaló a las amigas camisas delicadas, exquisitos tapetes y hasta hermosos cubrecamas trabajados punto a punto en sus largas horas de soledad.