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Después de que se fuera, Publio y Letrita se sentaron a hablar con Alegría. Respetaban sus sentimientos y su voluntad, pero querían que pensase bien en aquella relación. A ellos Alfonso no les había gustado mucho. No podían señalar nada en particular -era educado y atento, evidentemente-, pero había algo en él, algo indefinible y turbio, que les inquietaba. Quizá tenía que ver con su trabajo, que sin duda le había acostumbrado a convivir con la violencia y el sufrimiento sin inmutarse, quizá con la falta de cultura que reflejaba su limitado vocabulario, quizá -como observó Letrita aunque no dijese nada- con aquella especie de relámpago que a veces le tensaba de pronto, durante unos segundos, la cara y las manos y le endurecía la mirada. Fuera como fuese, le pidieron que estuviera atenta a cualquier señal desagradable. Y ella lo estuvo. Pero las cartas de Alfonso eran cada vez más cariñosas, más nostálgicas de su compañía.

En el segundo viaje, la última tarde de su estancia, la llevó al balneario del Mediodía donde se habían conocido y allí, bajo una lluvia feroz, en medio del rugido de las olas, la besó largamente en los labios y luego le pidió que se casase con él, a pesar de que sabía que estaba siendo egoísta -según dijo con la voz entrecortada-, porque lo único que podía ofrecerle por el momento era una vida de privaciones y cambios constantes de domicilio, tres años como mucho en cada ciudad hasta el siguiente traslado, pero si conseguían ahorrar lo suficiente un día podrían volver a Castrollano y abrir, como él soñaba, una pastelería. Alegría dijo que sí sin dudarlo un instante. Aquellos meses de separación le habían hecho comprender que prefería el infierno con él a la mismísima gloria sin su presencia. Los padres trataron de persuadirla por todos los medios para que esperase un poco. Apenas lo conocía, le dijeron. Todavía era muy joven y no pasaba nada si alargaba el noviazgo un tiempo. Pero ella no quiso hacerles caso. Siempre se había arrepentido de su terquedad. Ya la noche de bodas, que pasaron en un hotel modesto cerca del muelle, fue para ella una decepción. La forma en que la tomó, sin decir una palabra tierna ni prestar atención a su timidez o su dolor, y dándose la vuelta para dormir nada más terminar, relajado y caliente como un animal satisfecho, le hizo dudar de su amor. Pero el infierno -el infierno con él, al que ella misma, en su ingenuidad, había aspirado- comenzó dos días después. Apenas llegados a su piso de Pontevedra, frío y oscuro, y tan feo y desangelado como la propia comisaría en la que él trabajaba, le dio órdenes precisas sobre todo lo que debía hacer para mantenerlo contento. Ordenes tan asombrosas como amenazadoras. Alegría supo desde ese instante que le entregaría cada día una cantidad de dinero, lo imprescindible para la compra y los recibos, y que jamás debería sobrepasarla sin su permiso. Fue informada de lo que le gustaba comer y lo que no, y de que él se sentaría a la mesa a la hora que le diese la gana, especialmente por la noche, pues lo mismo podía llegar pronto que tarde, según le apeteciese. Y, sobre todo, aprendió que nunca debía preguntar ni protestar por nada. Él no estaba dispuesto a someterse a interrogatorios de mujeres ni a aguantar quejas y lloriqueos, eso le dijo. Después de explicarle todo aquello con la voz y el gesto inusitadamente duros, la abrazó, la besó y le susurró que estaba muy orgulloso de que fuese su mujer y que iban a ser muy felices juntos. Ella lo puso en duda, pero todavía quiso creer que todo iría bien y que lo único que ocurría es que a Alfonso le costaba trabajo adaptarse, tan acostumbrado como estaba a la soltería, a compartir su vida con alguien. En sus frecuentes cartas a su familia y sus amigas -cuya añoranza le hacía derramar lágrimas cada mañana, después de que Alfonso se fuera al trabajo sin ni siquiera despedirse-, Alegría calló sus penas. Por su carácter discreto, solía quejarse poco y, además, no quería entristecer a los suyos. Así que les hablaba, en términos tan vagos como tópicos, de su felicidad, de las atenciones de su marido, de las nuevas amigas con las que cada día intimaba un poco más.

Pero, en realidad, no había ninguna amiga con la cual intimar, pues Alfonso nunca le presentó a nadie, ni la sacó a merendar con los compañeros y sus mujeres, como hacían otros maridos. Al cabo de unos días llegó a prohibirle que saliera ella sola, salvo para hacer la compra o ir los domingos a misa. En Castrollano, Alegría no pisaba la iglesia desde hacía años. Pero en Pontevedra volvió a hacerlo. Aunque su fe menguada no lograba renovarse, asistir a la misa significaba para ella un verdadero alivio. El domingo por la mañana se lavaba el pelo y se lo arreglaba cuidadosamente. Luego se ponía su mejor vestido, y salía sintiendo un leve contento, el ligero placer de caminar un rato por las calles mirando los escaparates de las tiendas y observando el paso de los días en los árboles del pequeño parque que debía atravesar, y también el de ver rostros agradables de gentes desconocidas que, sin embargo, la reconfortaban al imaginar su felicidad, tan semejante sin duda a la que ella misma había sentido en el pasado, cuando era una muchacha despreocupada y querida.

Un día incluso se atrevió a confesarse. Pensó que quizá hallaría alivio y consejo en las palabras del cura, a quien le expuso, con toda la suavidad de que fue capaz, su penosa situación. Pero la voz aquella, desde el otro lado de la celosía, se limitó a decirle que a menudo los matrimonios eran así y que los hombres -que tanto tenían que trabajar y luchar fuera de casa para mantener el hogar- padecían tribulaciones que se escapaban a la comprensión de las mujeres. Añadió que su obligación era sobrellevar con paciencia los desplantes del marido, y que debía pedirle a Dios que la ayudase a ser una buena esposa y, sobre todo, que la hiciera pronto madre, porque los hijos dulcificarían el carácter de los dos y templarían su relación.

Alegría se sintió decepcionada por esas palabras que parecían poner de relieve su ignorancia de la vida y la aislaban aún más del mundo de los otros, tan distinto de aquel en el que ella siempre había vivido y que, en su inocencia, creía el único común. A pesar de todo, rezó unas cuantas noches seguidas pidiéndole al Dios en el que no lograba creer que le diera un hijo. Luego se olvidó, pero el hijo -la hija, en realidad- llegó a pesar de todo. El embarazo fue para Alegría un largo momento de felicidad. Vivía ensimismada, observando las cosas y los sucesos con una rara distancia. Incluso dejaron de hacerla sufrir las constantes groserías y las ausencias nocturnas de Alfonso, que cada día llegaba más tarde, más borracho y de peor humor, a pesar de su notorio entusiasmo por el próximo nacimiento de un chico, pues estaba seguro de que varón sería. De mis cojones sólo pueden salir otros cojones parecidos, decía a menudo, observando con avidez la hermosa barriga creciente de su mujer.

Cuando llegó a los siete meses, armándose de un valor inusitado, Alegría se atrevió a decirle a su marido que le gustaría volver a Castrollano y que la criatura naciese allí. De esa manera, no sería necesario que su madre y alguna de sus hermanas se trasladasen a Pontevedra para ayudarla, con las molestias que eso implicaría para él. Alfonso aceptó, y la acompañó incluso en el tren, despidiéndose de ella un par de días más tarde con grandes muestras de cariño, interminables súplicas a toda la familia para que la cuidase y unas pocas lágrimas que resbalaron orondas por sus mejillas en el último momento. A ella le dio igual aquel teatro. Desde que puso el pie en el andén de la estación y la humedad del aire salado se le pegó de pronto a la piel, a la vez que se abrazaba a sus padres y sus hermanas, había vuelto a ser la niña feliz del pasado. Así que calló de nuevo sus penas y hasta creyó haberlas olvidado, envuelta en la dulzura de los mimos familiares, los buenos guisos de Letrita, los viejos objetos domésticos, los cuidados de las amigas y el intenso olor del mar, que se agitaba aquellos días rabioso y descomunal, como queriendo regalarle la furia que a ella tanto le había gustado siempre.