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Nos dejamos cobijar entre sus brazos y, por un breve momento de locura, me alegré de lo que había pasado aquella noche.

Al final resultó que no estaban disparando a los patos. Aquella noche del 17 de julio de 1973 no dispararon en realidad a mucha cosa. Kabul se despertó a la mañana siguiente y descubrió que la monarquía era cosa del pasado. El rey, el sha Zahir, se encontraba de viaje por Italia. Aprovechando su ausencia, su primo, Daoud Kan, había dado por finalizados los cuarenta años de reinado del sha con un golpe de estado incruento.

Recuerdo que Hassan y yo estábamos acurrucados aquella misma mañana junto a la puerta del despacho de mi padre, mientras Baba y Rahim Kan bebían té negro y escuchaban las noticias del golpe que emitía Radio Kabul.

– ¿Amir agha? -susurró Hassan.

– ¿Qué?

– ¿Qué es una república?

Me encogí de hombros.

– No lo sé. -En la radio de Baba, repetían esa palabra una y otra vez.

– ¿Amir agha?

– ¿Qué?

– ¿República significa que mi padre y yo tendremos que irnos?

– No lo creo -murmuré como respuesta.

Hassan reflexionó sobre aquello.

– ¿Amir agha?

– ¿Qué?

– No quiero que nos obliguen a marcharnos a mi padre y a mí.

Sonreí.

– Bas, eres un burro. Nadie va a echaros.

– ¿Amir agha?

– ¿Qué?

– ¿Quieres que vayamos a trepar a nuestro árbol?

Mi sonrisa se hizo más grande. Ésa era otra cosa buena que tenía Hassan. Siempre sabía cuándo decir la palabra adecuada… En ese caso, porque las noticias de la radio eran cada vez más aburridas. Hassan fue a su choza a prepararse y yo corrí arriba a buscar un libro. Luego me dirigí a la cocina, me llené los bolsillos de piñones y salí de casa. Hassan me esperaba. Atravesamos corriendo las verjas delanteras y nos encaminamos hacia la colina.

Cruzamos la calle residencial y avanzábamos a toda prisa por un descampado que llevaba hacia la colina cuando, de repente, Hassan recibió una pedrada en la espalda. Al volvernos se me detuvo el corazón. Se aproximaban Assef y dos de sus amigos, Wali y Kamal.

Assef era hijo de un amigo de mi padre, Mahmood, piloto de aviación. Su familia vivía unas cuantas calles más al sur de nuestra casa, en una propiedad lujosa rodeada de muros altos y poblada de palmeras. Cualquier niño que viviera en el barrio de Wazir Akbar Kan de Kabul conocía, con un poco de suerte no por experiencia propia, a Assef y su famosa manopla de acero inoxidable. Nacido de madre alemana y padre afgano, Assef, rubio y con ojos azules, era mucho más alto que los demás niños. Su bien ganada reputación de salvaje le precedía allá por donde iba. Flanqueado por sus obedientes amigos, deambulaba por el vecindario como un kan paseándose por su territorio con su séquito, dispuesto a complacerle en todo momento. Su palabra era ley y aquella manopla de acero era la herramienta de enseñanza idónea para todo aquel que necesitara un poco de educación legal. En una ocasión le vi utilizar esa manopla contra un niño del barrio de Karteh-Char. Jamás olvidaré los ojos azules de Assef, que brillaban con un resplandor de locura, ni su sonrisa mientras apalizaba al pobre niño hasta dejarlo inconsciente. Algunos muchachos de Wazir Akbar Kan le habían puesto el mote de Assef Goshkhor, «el devorador de orejas». Naturalmente, ninguno de ellos se atrevía a decirlo delante de él, a menos que desease sufrir el mismo destino que el pobre niño que, sin quererlo, inspiró el mote de Assef cuando se peleó con él por una cometa y acabó recogiendo su oreja derecha en un desagüe enfangado. Años después aprendí una palabra que definía el tipo de criatura que era Assef, una palabra que no tenía un buen equivalente en el idioma farsi: sociópata.

De todos los chicos del vecindario que acosaban a Alí, Assef era de lejos el más despiadado. De hecho, había sido él el creador de la mofa de Babalu: «Hola, Babalu, ¿a quién te has comido hoy? ¿Huh? ¡Venga, Babalu, regálanos una sonrisa!» Y los días en que se sentía especialmente inspirado salpimentaba un poco más su acoso: «Hola, Babalu, chato, ¿a quién te has comido hoy? ¡Dínoslo, burro de ojos rasgados!»

Y en ese momento era él, Assef, quien se dirigía hacia nosotros con las manos en las caderas y entre las pequeñas nubes de polvo que levantaban sus zapatillas de deporte.

– ¡Buenos días, kuni! -exclamó Assef, saludando con la mano. Kuni, «maricón», otro de sus insultos favoritos.

Viendo que se acercaban tres chicos mayores, Hassan se colocó inmediatamente detrás de mí. Se plantaron delante de nosotros, tres tipejos altos, vestidos con pantalones vaqueros y camiseta. Assef, que sobresalía por encima de todos, se cruzó de brazos y esbozó una especie de sonrisa salvaje. No era la primera vez que pensaba que Assef no estaba del todo cuerdo. Y también pensé en lo afortunado que era yo por tener a Baba de padre, la única razón, creo, por la que Assef se había refrenado de incordiarme.

Apuntó con la barbilla hacia Hassan.

– Hola, chato -dijo-. ¿Cómo está Babalu? -Hassan no respondió-. ¿Os habéis enterado, chicos? -añadió Assef sin perder la sonrisa ni un instante-. El rey se ha ido. Que se largue con viento fresco. ¡Larga vida al presidente! Mi padre conoce a Daoud Kan, ¿sabías eso, Amir?

– Y mi padre también -dije. En realidad, no sabía si aquello era o no verdad.

– Y mi padre también… -me imitó Assef con un hilillo de voz. Kamal y Wali cacarearon al unísono. Deseé que Baba estuviese allí.

– Daoud Kan cenó en mi casa el año pasado -prosiguió Assef-. ¿Qué te parece eso, Amir? -Me preguntaba si alguien podría escucharnos gritar desde aquel terreno tan alejado. La casa de Baba estaba a un kilómetro de distancia. Ojalá nos hubiésemos quedado allí-. ¿Sabes lo que le diré a Daoud Kan la próxima vez que venga a casa a cenar? -siguió Assef-. Tendré una pequeña charla con él, de hombre a hombre, de mard a mard. Le diré lo que le dije a mi madre. Sobre Hitler. Había una vez un líder. Un gran líder. Un hombre con visión. Le diré a Daoud Kan que recuerde que si hubieran dejado que Hitler acabara lo que había empezado, el mundo sería ahora un lugar mucho mejor.

– Baba dice que Hitler estaba loco, que ordenó el asesinato de muchos inocentes -me oí decir, y me tapé inmediatamente la boca con la mano.

Assef se rió con disimulo.

– Parece mi madre, y eso que ella es alemana. Veo que no quieren que conozcas la verdad. -No sabía a quiénes se refería o qué verdad estaban ocultándome, y tampoco me apetecía averiguarlo. Deseé no haber dicho nada. Deseé levantar la vista y ver a Baba acercándose a la colina-. Pero para eso tienes que leer libros que no nos dan en el colegio -dijo Assef-. Yo los tengo. Y me han abierto los ojos. Ahora tengo una visión y voy a compartirla con nuestro nuevo presidente. ¿Sabes cuál es?

Sacudí la cabeza. Aunque iba a decírmela igualmente; Assef respondía siempre a sus propias preguntas.

Sus ojos azules centellearon en dirección a Hassan.

– Afganistán es la tierra de los pastunes. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Nosotros somos los verdaderos afganos, los afganos puros, no este nariz chata de aquí. Su gente contamina nuestra tierra, nuestro watan. Ensucian nuestra sangre. -Realizó un gesto ostentoso con las manos, barriéndolo todo-. Afganistán es de los pastunes. Ésa es mi visión de las cosas. -Assef me miraba de nuevo a mí. Parecía alguien que acabara de despertar de un sueño-. Demasiado tarde para Hitler -dijo-, pero no para nosotros. -Buscó algo en el bolsillo trasero de sus vaqueros-. Le pediré al presidente que haga lo que el rey no tuvo el quwat de hacer. Liberar a Afganistán de todos los sucios y kasseef hazaras.

– Déjanos marchar -dije, odiando el temblor de mi voz-. Nosotros no te estamos molestando.

– Oh, claro que me molestáis -silbó entre dientes Assef. Y vi, con el corazón encogido, lo que acababa de extraer del bolsillo. Por supuesto. Su manopla de acero inoxidable centelleaba al sol-. Me molestáis mucho. De hecho, tú me molestas más que este hazara de aquí. ¿Cómo puedes hablarle, jugar con él, permitir que te toque? -dijo, cada vez en un tono más asqueado. Wali y Kamal asintieron con la cabeza y gruñeron para dar su conformidad. Assef entrecerró los ojos, sacudió la cabeza y, cuando volvió a hablar, lo hizo de una forma tan extraña como la expresión que tenía-. ¿Cómo puedes llamarlo amigo?