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«Pero ¡si no es mi amigo! -casi dejé escapar impulsivamente-. ¡Es mi criado!» ¿Lo había pensado realmente? Por supuesto que no. No. Trataba a Hassan casi como a un amigo, mejor incluso, más bien como a un hermano. Pero si era así, ¿por qué cuando iban a visitarnos los amigos de Baba con sus hijos nunca incluía a Hassan en nuestros juegos? ¿Por qué jugaba yo con Hassan sólo cuando no nos veía nadie más?

Assef se puso la manopla de acero y me lanzó una gélida mirada.

– Tú eres parte del problema, Amir. Si los idiotas como tu padre y tú no hubiesen acogido a esta gente, a estas alturas ya nos habríamos librado de ellos. Estarían pudriéndose todos en Hazarajat, adonde pertenecen. Eres una desgracia para Afganistán.

Observé sus ojos de loco y me di cuenta de que hablaba en serio. Quería hacerme daño de verdad. Assef levantó el puño y fue a por mí.

Entonces se produjo un vertiginoso movimiento a mis espaldas. Por el rabillo del ojo vi a Hassan, que se agachaba y se ponía de nuevo en pie. Los ojos de Assef se trasladaron rápidamente hacia algo que había detrás de mí y se abrieron sorprendidos. Observé la misma mirada de asombro en la cara de Kamal y Wali cuando también se percataron de lo que había sucedido detrás de mí.

Me volví y me topé de frente con el tirachinas de Hassan. Hassan había tensado hacia atrás la banda elástica, que estaba cargada con una piedra del tamaño de una nuez. Hassan apuntaba directamente a la cara de Assef. La mano le temblaba y el sudor le caía a chorros por la frente.

– Déjanos tranquilos, por favor, agha -dijo Hassan intentando aparentar tranquilidad.

Acababa de referirse a Assef como agha, y me pregunté por un instante cómo debía de ser vivir con un sentimiento tan arraigado del lugar que se ocupa en una jerarquía.

Assef apretó los dientes y replicó:

– Suelta eso, hazara sin madre.

– Por favor, déjanos solos, agha -dijo Hassan.

Assef sonrió.

– Tal vez no te hayas dado cuenta, pero nosotros somos tres y vosotros dos.

Hassan se encogió de hombros. Para los ojos de un espectador cualquiera, no parecía asustado. Pero la cara de Hassan era mi primer recuerdo y conocía sus matices más sutiles, conocía todas y cada una de las contracciones y vacilaciones que la cruzaban. Y veía que estaba asustado. Estaba muy asustado.

– Tienes razón, agha. Pero tal vez no te hayas dado cuenta de que el que sujeta el tirachinas soy yo. Si haces el más mínimo movimiento, tendrán que cambiarte el mote de Assef el devorador de orejas por el de Assef el tuerto, porque estoy apuntándote con esta piedra al ojo izquierdo. -Lo dijo tan llanamente que incluso yo tuve que esforzarme para detectar el miedo que sabía que ocultaba bajo aquel tono de voz tan calmado.

La boca de Assef se crispó. Wali y Kamal observaban aquel diálogo con algo parecido a la fascinación. Alguien había desafiado a su dios. Lo había humillado. Y, lo peor de todo, ese alguien era un escuálido hazara. La mirada de Assef iba de la piedra a Hassan, cuyo rostro observaba fijamente. Lo que debió de encontrar en él pareció convencerlo de la seriedad de las intenciones de Hassan, puesto que bajó el puño.

– Te diré una cosa de mí, hazara -dijo Assef con voz grave-. Soy una persona paciente. Esto no tiene por qué acabar hoy, créeme. -Se volvió hacia mí-. Y tampoco es el final para ti, Amir. Algún día conseguiré enfrentarme contigo cara a cara. -Assef dio un paso atrás y sus discípulos lo siguieron-. Tu hazara ha cometido hoy un grave error, Amir -añadió.

Luego dieron media vuelta y se marcharon. Los vi descender colina abajo y desaparecer detrás de un muro.

Hassan intentaba guardar el tirachinas en la cintura con las manos temblorosas. En la boca esbozaba lo que quería ser una sonrisa tranquilizadora. Necesitó cinco intentos para anudar el cordón de los pantalones. Ninguno de los dos dijo mucho durante el camino de vuelta a casa, turbados como estábamos, temerosos de que Assef y sus amigos fueran a tendernos una emboscada en cada esquina. No lo hicieron, y eso debería habernos consolado un poco. Pero no fue así. En absoluto.

•••

Durante los dos años siguientes, expresiones como «desarrollo económico» y «reforma» bailaron en boca de las gentes de Kabul. El anticuado sistema monárquico había quedado abolido para ser sustituido por una república moderna, dirigida por un presidente. La totalidad del país se veía sacudida por una sensación de rejuvenecimiento y determinación. La gente hablaba de los derechos de la mujer y de la tecnología moderna.

Sin embargo, a pesar de que el Arg, el palacio real de Kabul, estaba ocupado por otro inquilino, la vida continuaba igual que antes. La gente trabajaba de sábado a jueves y los viernes iba a merendar a los parques, a orillas del lago Ghargha o a los jardines de Paghman. Las estrechas calles de Kabul estaban transitadas por autobuses y camiones multicolores llenos de pasajeros, dirigidos por los gritos constantes de los ayudantes del conductor, que iban apoyados sobre los parachoques traseros de los vehículos vociferándole instrucciones con su marcado acento de Kabul. Para el Eid, la celebración de tres días que seguía al mes sagrado del ramadán, los habitantes de Kabul se vestían con sus mejores y más nuevas galas e iban a visitar a la familia. La gente se abrazaba, se besaba y se saludaba con la frase «Eid Munbarak». Feliz Eid. Los niños abrían regalos y jugaban con huevos duros pintados.

A comienzos del invierno de 1974, estábamos Hassan y yo en el jardín construyendo una fortaleza de nieve cuando Alí lo llamó para que entrara en la casa.

– ¡Hassan, el agha Sahib quiere hablar contigo! -Estaba en el umbral de la puerta de entrada, vestido de blanco y con las manos escondidas bajo las axilas. Al respirar le salía vaho por la boca.

Hassan y yo intercambiamos una sonrisa. Llevábamos todo el día esperando la llamada: era el cumpleaños de Hassan.

– ¿Qué es, padre, lo sabes? ¿Me lo dices? -le preguntó Hassan, a quien le brillaban los ojos.

Alí se encogió de hombros.

– El agha Sahib no me lo ha dicho.

– Venga, Alí, dínoslo -le presioné yo-. ¿Es un cuaderno de dibujo? ¿Tal vez una pistola nueva?

Igual que Hassan, Alí era incapaz de mentir. Siempre fingía no saber lo que Baba nos había comprado a Hassan o a mí con motivo de nuestros cumpleaños. Y siempre sus ojos le traicionaban y le sonsacábamos qué era. Esa vez, sin embargo, parecía decir la verdad.

Baba jamás se olvidaba del cumpleaños de Hassan. Al principio solía preguntarle a Hassan qué quería, pero luego dejó de nacerlo porque Hassan era excesivamente modesto para pedirle nada. De manera que todos los inviernos Baba elegía personalmente el regalo. Un año le compró un camión de juguete japonés, otro, una locomotora eléctrica con vías de tren En su último aniversario, Baba lo había sorprendido con un sombrero vaquero de cuero como el que llevaba Clint Eastwood en El bueno, el feo y el malo, que había desbancado a Los siete magníficos como nuestra película del Oeste favorita. Durante todo aquel invierno, Hassan y yo nos turnamos para llevar el sombrero mientras tarareábamos a grito pelado la famosa melodía de la película, escalábamos montones de nieve y nos matábamos a tiros.

Al llegar a la puerta nos despojamos de los guantes y de las botas llenas de nieve. Cuando entramos en el vestíbulo, nos encontramos a Baba, sentado junto a la estufa de hierro fundido en compañía de un hombre hindú bajito y medio calvo, vestido con traje marrón y corbata roja.

– Hassan -dijo Baba, sonriendo tímidamente- te presento a tu regalo de cumpleaños.

Hassan y yo cruzamos miradas de incomprensión No se veía por ninguna parte ningún paquete envuelto en papel de regalo. Ninguna bolsa. Ningún juguete. Sólo estaban Alí, de pie detrás de nosotros, y Baba con aquel delgado hindú que recordaba a un profesor de matemáticas.