Изменить стиль страницы

– Sí, una vena de maldad.

– La defensa propia no tiene nada que ver con la maldad. ¿Sabes qué sucede cuando los chicos del vecindario se ríen de él? Que sale Hassan y los echa a todos. Lo he visto con mis propios ojos. Y cuando regresan a casa, le pregunto: «¿Cómo es que Hassan lleva ese arañazo en la cara?» Y él me dice: «Se ha caído.» De verdad, Rahim, a ese chico le falta algo.

– Tienes que dejar que encuentre su camino -sugirió Rahim Kan.

– ¿Y hacia dónde dirigirá sus pasos? Un muchacho que no sabe defenderse por sí mismo acaba por convertirse en un hombre que no sabe hacer frente a nada.

– Simplificas en exceso, como siempre.

– No lo creo.

– ¿No será que lo que te preocupa en realidad es que no se haga cargo de tus negocios?

– ¿Quién es el que simplifica ahora en exceso? Mira, sé que entre vosotros dos existe un afecto y eso hace que me sienta feliz. Envidioso, pero feliz. De verdad. Necesita alguien que… que lo comprenda, porque Dios bien sabe que yo no puedo. Pero hay algo en Amir que me preocupa de un modo que no sé expresar. Es como… -Podía verlo buscando, eligiendo las palabras adecuadas. Bajó la voz, pero lo oía de todos modos-. Si no hubiese visto con mis propios ojos cómo el médico lo extraía del cuerpo de mi esposa, jamás hubiese creído que es mi hijo.

A la mañana siguiente, mientras me preparaba el desayuno, Hassan me preguntó si me preocupaba algo. Le hice callar y le dije que se ocupara de sus asuntos.

Rahim Kan se había equivocado con respecto a lo de la vena de maldad.

4

En 1933, el año en que nació Baba y en el que el sha Zahir inició su cuadragésimoctavo año de reinado en Afganistán, dos hermanos jóvenes de una acaudalada y respetable familia de Kabul se sentaron al volante del Ford Roaster de su padre. Cargados de hachís y mast de vino francés, atropellaron y mataron a un matrimonio de hazaras en la carretera de Paghman. La policía llevó ante mi abuelo, un juez muy respetado y un hombre de una reputación impecable, a los relativamente arrepentidos jóvenes y al huérfano de la pareja fallecida, de cinco años de edad. Después de escuchar el relato de los hermanos y la solicitud de clemencia por parte de su padre, mi abuelo ordenó a los jóvenes que se dirigieran de inmediato a Kandahar y se enrolaran en el ejército durante un año, a pesar de que su familia se las había arreglado en su momento para librarlos del servicio militar. El padre discutió la sentencia, aunque no con excesiva convicción, y al final todos coincidieron en que el castigo había sido tal vez severo, pero justo. Por lo que respecta al huérfano, mi abuelo lo adoptó para que viviera en su casa y pidió a los criados que se hicieran cargo de él y lo trataran con cariño. Ese niño era Alí.

Alí y Baba crecieron juntos como compañeros de juegos (al menos hasta que la polio se cebó en la pierna de Alí), igual que crecimos juntos Hassan y yo una generación más tarde. Baba nos contaba a veces las travesuras que hacían él y Alí, y éste sacudía la cabeza y decía: «Pero diles, agha Sahib, quién era el arquitecto de las travesuras y quién el pobre obrero.» Baba se echaba a reír y pasaba el brazo por encima del hombro de Alí.

Sin embargo, en ninguna de esas historias Baba se refería a Alí como a un amigo.

Lo curioso era que yo tampoco pensé nunca en Hassan como en un amigo. Al menos, no en el sentido normal. A pesar de habernos enseñado mutuamente a montar en bicicleta sin manos o de haber construido juntos con una caja de cartón una cámara casera que funcionaba perfectamente. A pesar de haber pasado inviernos enteros volando cometas juntos y corriendo tras ellas. A pesar de que, para mí, la cara de Afganistán sea la de un chico de aspecto frágil, con la cabeza rasurada y las orejas bajas, un muchacho con cara de muñeca china iluminada eternamente por una sonrisa partida.

A pesar de todo ello. Porque la historia no es fácil de superar. Ni la religión. De hecho, yo era un pastún y él un hazara, yo era sunnita y él chiíta, y eso nada podría cambiarlo nunca. Nada.

Pero éramos niños que habíamos aprendido a gatear juntos, y eso tampoco iba a cambiarlo ninguna historia, etnia, sociedad o religión. Pasé la mayor parte de mis primeros doce años de vida jugando con Hassan. A veces, toda mi infancia me parece un largo e indolente día de verano en compañía de Hassan, persiguiéndonos el uno al otro entre los laberintos de árboles del jardín de mi padre, jugando al escondite, a policías y ladrones, a indios y vaqueros, a torturar insectos…, juego en el que, innegablemente, nuestra gesta suprema era el momento en que teníamos el valor de despojar a una abeja de su aguijón y atarle a la pobre un cordón del que tirábamos cada vez que intentaba emprender el vuelo.

Perseguíamos a los kochi, los nómadas que pasaban por Kabul de camino hacia las montañas del norte. Oíamos las caravanas cuando se aproximaban al barrio, los lloriqueos de las ovejas, los balidos de las cabras, el tintineo de las campanas que los camellos llevaban sujetas al cuello. Salíamos para contemplar el desfile de la caravana por nuestra calle, hombres con caras polvorientas y curtidas por vivir a la intemperie y mujeres vestidas con mantos largos de colores y con las muñecas y los tobillos adornados con abalorios de cuentas y argollas de plata. Arrojábamos piedras a las cabras. Les echábamos agua a las mulas con unas jeringas grandes. Yo obligaba a Hassan a sentarse en «la pared del maíz enfermo» y a disparar con su tirachinas a las ancas de los camellos.

Vimos juntos nuestra primera película del Oeste, Río Bravo, con John Wayne, en el Cinema Park, situado en la acera opuesta de donde se encontraba mi librería favorita. Recuerdo haberle suplicado a Baba que nos llevara a Irán para conocer a John Wayne. Baba explotó entonces en una de sus profundas carcajadas, que parecían un vendaval (un sonido bastante similar al del motor de un camión acelerando), y cuando fue capaz de hablar de nuevo, nos explicó el concepto de «doblaje». Hassan y yo nos quedamos pasmados. Aturdidos. ¡John Wayne no hablaba farsi ni era iraní! Era norteamericano, igual que esos hombres y mujeres amables, perezosos y melenudos, que veíamos siempre rondando por Kabul, vestidos con camisas andrajosas de colorines. Vimos tres veces Río Bravo, pero Los siete magníficos, nuestra película del Oeste favorita, la vimos trece veces. Y cada vez que la veíamos, llorábamos al final, cuando los niños mexicanos enterraban a Charles Bronson, quien también resultó que no era iraní.

Dábamos paseos por los bazares con olor a rancio del barrio de Shar-e-nau de Kabul, o por la «Ciudad nueva», al oeste del barrio de Wazir Akbar Kan. Comentábamos la película que acabáramos de ver y caminábamos entre la bulliciosa multitud de bazarris. Serpenteábamos entre porteadores, mendigos y carretillas, deambulábamos por estrechos pasillos atiborrados de hileras de diminutos puestos llenos de cosas. Baba nos daba a cada uno una paga semanal de diez afganis que gastábamos en Coca-Cola fría y helado de agua de rosas cubierto de pistachos crujientes.

Durante el curso escolar, seguíamos una rutina diaria. Cuando yo conseguía salir a rastras de la cama y avanzar a duras penas hasta el baño, Hassan ya se había lavado, rezado su namaz matutino con Alí y preparado mi desayuno: té negro caliente con tres terrones de azúcar y una rebanada de naan tostado y untado con mi mermelada de cerezas preferida, todo ello cuidadosamente dispuesto sobre la mesa del comedor. Mientras yo desayunaba y me quejaba de los deberes, Hassan hacía mi cama, lustraba mis zapatos, planchaba la ropa que iba a ponerme y preparaba la cartera con mis libros y mis lápices. Mientras planchaba, yo le oía canturrear con su voz nasal antiguas canciones hazara. Luego, Baba y yo marchábamos a bordo de su Ford Mustang negro, un coche que levantaba miradas de envidia por donde quiera que pasase, pues era el mismo coche que Steve McQueen conducía en Bullit, una película que estuvo en cartel durante seis meses. Hassan se quedaba en casa y ayudaba a Alí en las tareas diarias: lavar a mano la ropa sucia y tenderla en el jardín, barrer los suelos, comprar naan del día en el bazar, adobar la carne para la cena y regar el césped.