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– Sigues siendo el sol de la mañana de mi yelda -le susurré.

– ¿Qué?

– Nada -contesté dándole un beso en la oreja.

Después ella se arrodilló para ponerse a la altura de Sohrab. Le dio la mano y le sonrió.

– Salaam, Sohrab jan, soy tu Khala Soraya. Todos estábamos esperando tu llegada.

Cuando la vi sonriendo a Sohrab con los ojos llorosos, percibí un atisbo de la madre que habría sido si su vientre no la hubiese traicionado.

Sohrab cambió de posición y apartó la vista.

Soraya había convertido el estudio de la planta superior en un dormitorio para Sohrab. Lo acompañó hasta allí y él se sentó en la cama. Las sábanas tenían estampado el dibujo de unas cometas de colores vivos que volaban en un cielo azul añil. En la pared donde estaba el armario, Soraya había dibujado una regla con centímetros para medir la altura del niño a medida que fuese creciendo. A los pies de la cama vi una cesta de mimbre con libros, una locomotora y una caja de acuarelas.

Sohrab iba vestido con una camiseta sencilla de color blanco y unos pantalones vaqueros nuevos que le había comprado en Islamabad antes de nuestra partida… La camiseta le quedaba un poco grande y colgaba de sus hombros huesudos y hundidos. Su cara seguía pálida, excepto por los oscuros círculos que aparecían bajos sus ojos. Nos observaba con la misma mirada impasible con que contemplaba los platos de arroz hervido que le servían regularmente en el hospital.

Soraya le preguntó si le gustaba su habitación y me di cuenta de que intentaba evitar mirarle las muñecas y que sus ojos se desviaban sin querer hacia aquellas líneas serradas de color rosado. Sohrab bajó la cabeza, escondió las manos entre los muslos y no dijo nada. Se limitó a reposar la cabeza en la almohada y, menos de cinco minutos después, Soraya y yo lo veíamos dormir desde el umbral de la puerta.

Nos acostamos. Soraya se quedó dormida con la cabeza apoyada en mi pecho. Yo permanecí despierto en la oscuridad de nuestra habitación; el insomnio una vez más. Despierto y solo con mis propios demonios.

En algún momento de la noche salté de la cama y me dirigí al dormitorio de Sohrab. Me quedé de pie a su lado y al bajar la vista vi algo que sobresalía de su almohada. Lo cogí. Se trataba de la fotografía de Rahim Kan, la que le regalé a Sohrab la noche en que nos quedamos sentados junto a la mezquita de Sah Faisal. Aquélla en la que aparecían Hassan y Sohrab el uno junto al otro, entrecerrando los ojos para evitar la luz del sol y sonriendo como si el mundo fuese un lugar bueno y justo. Me pregunté cuánto tiempo habría estado Sohrab acostado en la cama contemplando la fotografía, dándole vueltas.

Miré la foto. «Tu padre era un hombre partido en dos mitades», había dicho Rahim Kan en su carta. Yo había sido la parte con derecho, la aprobada por la sociedad, la mitad legítima, la encarnación involuntaria de la culpabilidad de Baba. Miré a Hassan, cuya sonrisa mostraba el vacío dejado por los dos dientes delanteros; la luz del sol le daba oblicuamente en la cara. Él era la otra mitad de Baba. La mitad sin derecho, sin privilegios. La mitad que había heredado lo que Baba tenía de puro y noble. La mitad que tal vez, en el lugar más recóndito de su corazón, Baba consideraba su verdadero hijo.

Devolví la fotografía al lugar donde la había encontrado. Entonces noté algo: que ese último pensamiento no me había producido ningún tipo de punzada. Mientras cerraba la puerta de la habitación de Sohrab me pregunté si el perdón se manifestaría de esa manera, sin la fanfarria de la revelación, si simplemente el dolor recogería sus cosas, haría las maletas y se esfumaría sin decir nada en mitad de la noche.

Al día siguiente vinieron a cenar el general y su esposa. Khala Jamila, que se había cortado el pelo y se lo había teñido de un rojo más oscuro, le entregó a Soraya una bandeja de maghout cubierto de almendras que había preparado como postre. En cuanto vio a Sohrab exclamó:

– Mashallah! Soraya jan nos había dicho lo khoshteep que eras, pero en persona eres incluso más guapo, Sohrab jan. -Le entregó un jersey de cuello alto de color azul-. Lo he tejido para ti -aclaró-. Para este invierno. Inshallah que te vaya.

Sohrab cogió el jersey.

– Hola, jovencito -fue todo lo que dijo el general, con ambas manos apoyadas en su bastón y mirando a Sohrab como si estuviera inspeccionando un objeto decorativo exótico en casa de alguien.

Respondí y volví a responder a todas las preguntas de Khala Jamila con respecto a mis heridas (le había dicho a Soraya que les contase que me habían atracado), tranquilizándola y asegurándole que no sufría ningún daño irreparable, que me quitarían los hierros en unas semanas y que después podría volver a comer todas sus comidas, que sí, que me frotaría las heridas con jugo de ruibarbo y azúcar para que las cicatrices desaparecieran antes.

El general y yo tomamos asiento en el salón y nos servimos una copa de vino mientras Soraya y su madre ponían la mesa. Le expliqué lo de Kabul y los talibanes. Él me escuchaba y asentía con la cabeza. Tenía el bastón apoyado en el regazo. Cuando le dije que había visto a un hombre vender su pierna ortopédica puso mala cara. No mencioné las ejecuciones del estadio Ghazi ni a Assef. Me preguntó por Rahim Kan, con quien dijo haber coincidido en Kabul varias veces, y movió negativa y solemnemente la cabeza cuando le conté lo de su enfermedad. Mientras hablábamos, sin embargo, vi que su mirada se desplazaba una y otra vez hacia Sohrab, que dormía en el sofá. Como si estuviésemos retrasando lo que en realidad él quería saber.

Los rodeos llegaron a su fin durante la cena, cuando el general dejó el tenedor sobre la mesa y dijo:

– Y bien, Amir jan, ¿vas a explicarnos por qué has traído contigo a este niño?

– ¡Iqbal jan! ¿Qué tipo de pregunta es ésa? -repuso Khala Jamila.

– Mientras tú estás tan ocupada tejiendo jerséis, querida, a mí me toca lidiar con la percepción que la comunidad tiene de nuestra familia. La gente preguntará. Querrán saber qué hace un niño hazara viviendo con nuestra hija. ¿Qué quieres que les cuente?

Soraya soltó la cuchara y se volvió hacia su padre.

– Puedes decirles…

– No pasa nada, Soraya -dije tocándole una mano-. No pasa nada. El general sahib tiene razón. La gente preguntará.

– Amir… -empezó ella.

– De acuerdo. -Me giré hacia el general-. Mire, general sahib, mi padre se acostó con la mujer de su criado. Ella le dio un hijo que recibió el nombre de Hassan. Hassan ha muerto. Ese niño que duerme en el sofá es el hijo de Hassan. Es mi sobrino. Eso es lo que le dirá a la gente cuando le pregunten. -Todos me miraban fijamente-. Y una cosa más, general sahib. Nunca volverá a referirse a él en mi presencia como el «niño hazara». Tiene nombre, y es Sohrab.

Nadie volvió a abrir la boca durante el resto de la cena.

Sería erróneo decir que Sohrab era tranquilo. Tranquilidad es paz, calma, bajar el «volumen» de la vida.

El silencio es pulsar el botón de «off». Apagarlo. Todo.

El silencio de Sohrab no era el silencio que alguien se impone a sí mismo por determinadas convicciones, ni el de los manifestantes que reivindican su causa sin pronunciar palabra. Era el silencio de quien se ha refugiado en un escondrijo oscuro, de quien se ha hecho un ovillo y se ha ocultado.

Tampoco ocupaba apenas espacio, aunque vivía con nosotros. A veces, en el mercado o en el parque, me daba cuenta de que los demás ni lo miraban, era como si no estuviese allí. Yo levantaba la cabeza del libro que estaba leyendo y de pronto veía que Sohrab había entrado en la habitación, había tomado asiento delante de mí y ni me había enterado. Caminaba como si le diese miedo dejar huellas a su paso. Se movía como si no quisiera desplazar el aire que había a su alrededor. Básicamente dormía.