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Sohrab abrió la boca y salió de ella un sonido ronco. El doctor Nawaz me había advertido que sucedería eso debido al tubo para respirar que le habían insertado entre las cuerdas vocales. Se humedeció los labios y volvió a intentarlo.

– Cansado.

– Lo sé. El doctor Nawaz dice que es normal…

Sacudía la cabeza de un lado a otro.

– ¿Qué, Sohrab?

Cuando volvió a hablar con aquella voz ronca, en un tono apenas más alto que un suspiro, hizo una mueca de dolor.

– Cansado de todo.

Suspiré y me desplomé en la silla. Sobre la cama caía un rayo de sol y, por un instante, la cara de muñeca china de color gris ceniza que me miraba desde el otro lado fue la viva imagen de Hassan, no del Hassan con quien jugaba a las canicas hasta que el mullah anunciaba el azan de la noche y Alí nos llamaba para que entrásemos en casa, no del Hassan a quien yo perseguía colina abajo mientras el sol se escondía por el oeste detrás de los tejados de adobe, sino del Hassan que vi con vida por última vez, arrastrando sus pertenencias detrás de Alí bajo un cálido aguacero de verano y colocándolas en el maletero del coche de Baba mientras yo contemplaba la escena desde la ventana empapada de lluvia de mi habitación.

Movió lentamente la cabeza.

– Cansado de todo -repitió.

– ¿Qué puedo hacer, Sohrab? Dímelo, por favor.

– Quiero… -empezó. Esbozó una nueva mueca de dolor y se llevó la mano a la garganta como si con ello pudiese hacer desaparecer lo que le bloqueaba la voz. Mis ojos se vieron arrastrados otra vez hacia una muñeca escondida bajo un aparatoso vendaje de gasas-. Quiero recuperar mi vieja vida -afirmó con un suspiro.

– Oh, Sohrab…

– Quiero a mi madre y a mi padre. Quiero a Sasa. Quiero jugar en el jardín con Rahim Kan Sahib. Quiero vivir otra vez en nuestra casa. -Se restregó los ojos con el brazo-. Quiero recuperar mi vieja vida.

Yo no sabía qué decir, dónde mirar, así que bajé la vista. «Tu vieja vida… -pensé-. Mi vieja vida también. Yo he jugado en el mismo jardín, Sohrab. He vivido en la misma casa. Pero la hierba está muerta y en el camino de acceso a nuestra casa hay aparcado un Jeep desconocido que deja manchas de aceite en el asfalto. Nuestra vieja vida se ha ido, Sohrab, y todos los que en ella habitaban han muerto o están muriendo. Ahora sólo quedamos tú y yo. Sólo tú y yo.»

– Eso no puedo dártelo -dije.

– Ojala no hubieses…

– No digas eso, por favor.

– Ojalá no hubieses…, ojalá me hubieses dejado en el agua.

– No digas eso nunca más, Sohrab -le exigí inclinándome hacia él-. No puedo soportar oírte hablar así. -Le rocé el hombro y se estremeció. Se apartó. Alejé la mano, recordando con pesar cómo los últimos días antes de que yo rompiese mi promesa se había familiarizado por fin a mis caricias-. Sohrab, no puedo devolverte tu vieja vida, ojalá Dios pudiera. Pero puedo llevarte conmigo. Eso era lo que iba a decirte cuando entré en el baño. Conseguiremos un visado para ir a Estados Unidos, para vivir conmigo y con mi esposa. Es verdad. Te lo prometo.

Resopló por la nariz y cerró los ojos. Deseaba no haber pronunciado la última frase.

– ¿Sabes?, en mi vida he hecho muchas cosas de las que me arrepiento -dije-, y tal vez no haya otra de la que me arrepienta más que de no haber cumplido la promesa que te hice. Pero eso jamás volverá a ocurrir y lo siento con todo mi corazón. Te pido tu bakhshesh, tu perdón. ¿Puedes dármelo? ¿Puedes perdonarme? ¿Puedes creerme? -Bajé el tono de voz-. ¿Vendrás conmigo?

Mientras esperaba su respuesta, mi cabeza regresó un instante a un día de invierno muy antiguo, cuando Hassan y yo nos sentamos en la nieve bajo un cerezo sin hojas. Aquel día le hice una jugarreta cruel a Hassan, le pedí que comiera tierra para que me demostrara su fidelidad. Sin embargo, ahora era yo quien se encontraba bajo el microscopio, quien tenía que demostrar su valía. Me lo tenía merecido.

Sohrab se giró, dándome la espalda. No dijo nada durante mucho rato. Entonces, cuando ya pensaba que se había quedado dormido, emitió un gemido:

– Estoy muy khasta, muy cansado.

Seguí sentado junto a la cama hasta que cayó dormido. Algo se había perdido entre Sohrab y yo. Hasta la reunión con el abogado Omar Faisal había ido entrando poco a poco en los ojos de Sohrab, como un tímido invitado, una luz de esperanza. Pero la luz había desaparecido, el invitado se había esfumado, y me preguntaba cuándo se atrevería a regresar. Me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que Sohrab volviese a sonreír. Cuánto tiempo pasaría hasta que confiase en mí. Si es que llegaba a hacerlo.

Así que salí de la habitación para emprender la búsqueda de un nuevo hotel, sin saber que tendría que pasar casi un año hasta que volviese a oír una palabra en boca de Sohrab.

Sohrab nunca llegó a aceptar mi oferta. Ni a declinarla. Pero sabía que cuando le quitaran los vendajes y los pijamas del hospital se convertiría simplemente en un huérfano hazara más. ¿Qué otra alternativa le quedaba? ¿Adónde podía ir? Así que lo que interpreté como un «Sí» por su parte fue más bien una rendición silenciosa, no tanto una aceptación como un acto de renuncia de un niño excesivamente agotado para decidir y demasiado cansado para creer. Lo que anhelaba era su vieja vida. Lo que obtenía éramos América y yo. No era un mal destino, teniendo en cuenta las circunstancias, pero no podía decírselo. La perspectiva es un lujo que sólo pueden permitirse las mentes que no están atormentadas por un enjambre de demonios.

Y así fue como, aproximadamente una semana después, nos encontramos en una pista de despegue negra y caliente y me llevé a Estados Unidos al hijo de Hassan, apartándolo de la certidumbre de la confusión y arrojándolo a una confusión de incertidumbre.

Un día, entre 1983 y 1984, me encontraba en la sección de películas del Oeste de un videoclub de Fremont cuando se me acercó un tipo con una Coca-Cola en un vaso de un Seven-Eleven. Me señaló una cinta de Los siete magníficos y me preguntó si la había visto.

– Sí, trece veces -le dije-. Muere Charles Bronson, y también James Coburn y Robert Vaughn. -Me miró con cara de malos amigos, como si acabara de escupir en su refresco.

– Muchas gracias, tío -replicó, y se marchó sacudiendo la cabeza y murmurando algo.

Allí aprendí que en Estados Unidos no debe revelarse jamás el final de una película, y que si lo haces, serás despreciado y deberás pedir perdón con todas tus fuerzas por haber cometido el pecado de «estropear el final».

En Afganistán, sin embargo, lo único que importaba era el final. Cuando Hassan y yo llegábamos a casa después de haber visto una película hindú en el cine Zainab, lo primero que querían saber Alí, Rahim Kan, Baba o cualquiera de la miríada de amigos de Baba (primos segundos y terceros que entraban y salían de casa) era lo siguiente: ¿acabó encontrando la felicidad la chica de la película? ¿El bacheh film, el chico de la película, se convirtió en kamyab y alcanzó sus sueños, o era nah-kam, estaba condenado a hundirse en el fracaso?

Lo que querían saber era si había un final feliz.

Si alguien me preguntara hoy si la historia de Hassan, Sohrab y yo tiene un final feliz, no sabría qué decir.

¿Lo sabe alguien?

Al fin y al cabo la vida no es una película hindú. Zendagi migzara, dicen los afganos: la vida sigue, haciendo caso omiso al principio, al final, kamyab, nah-kam, crisis o catarsis; sigue adelante como una lenta y mugrienta caravana de kochis.

No sabría cómo responder a esa pregunta. A pesar del pequeño milagro del domingo pasado.

Llegamos a casa hace siete meses, un caluroso día de agosto de 2001. Soraya fue a recogernos al aeropuerto. Nunca había estado tanto tiempo lejos de Soraya, y cuando me abrazó por el cuello, cuando olí su melena con aroma a manzanas, me di cuenta de lo mucho que la había echado de menos.