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– Eh, Pelopaja. Mira.

Laila se dio la vuelta y se encaró con el cañón de una pistola.

17

La pistola era roja, el guardamonte verde. Era Jadim quien, con rostro risueño, empuñaba el arma. Jadim tenía once años, igual que Tariq. Era grueso, alto y con una mandíbula inferior muy prominente. Su padre era carnicero en Dé Mazang y de vez en cuando se había visto a Jadim arrojando trozos de intestinos de ternera a los transeúntes. A veces, cuando Tariq no andaba cerca, Jadim rondaba a Laila en el patio del colegio durante el recreo, lanzándole miradas lascivas y soltando gemiditos. En una ocasión le había dado unos golpecitos en el hombro y le había dicho: «Eres muy guapa, Pelopaja. Quiero casarme contigo.»

– No te preocupes -soltó, agitando la pistola-. No se va a notar en tu pelo.

– ¡No lo hagas! Te lo advierto.

– ¿Y cómo piensas impedirlo? -replicó él-. ¿Me enviarás al tullido? «Oh, Tariq yan. ¡Oh, vuelve a casa y sálvame del bad-mash!»

Laila retrocedió, pero Jadim ya había apretado el gatillo. Uno tras otro, los finos chorros de agua caliente cayeron sobre su pelo, y también en la palma de la mano cuando intentó protegerse la cara.

Los demás niños salieron entonces de su escondite, riendo como locos.

A Laila le pasó por la cabeza un insulto que había oído en la calle. En realidad no sabía qué significaba -era incapaz de imaginar cómo podía hacerse-, pero las palabras transmitían una gran fuerza, de modo que las soltó sin más.

– ¡Tu madre es una comepollas!

– Al menos no es una chiflada como la tuya -espetó Jadim, sin inmutarse-. ¡Y mi padre no es un mariquita! Por cierto, ¿por qué no te hueles las manos?

Los otros niños lo corearon:

– ¡Que se huela las manos! ¡Que se huela las manos!

Laila se las olió, pero antes de hacerlo ya sabía lo que significaba el comentario sobre su pelo. Dejó escapar un agudo chillido, y los niños se partieron de risa.

Laila dio media vuelta y echo a correr hacia su casa dando alaridos.

Sacó agua del pozo, llenó una tina en el cuarto de baño y se quitó la ropa. Se enjabonó el pelo, hundiendo los dedos en el cuero cabelludo frenéticamente y gimoteando de asco. Se lo aclaró echándose agua en la cabeza con un cuenco y volvió a enjabonárselo. Sintió arcadas. No dejaba de lloriquear, temblando, mientras se frotaba el rostro y el cuello con una manopla jabonosa hasta dejarse la piel roja como un tomate.

Nada de aquello habría ocurrido si Tariq hubiera estado con ella, pensó mientras se ponía una camisa y unos pantalones limpios. Jadim no se habría atrevido. Por supuesto, tampoco habría ocurrido si mammy hubiera ido a buscarla como se suponía que debía hacer. A veces se preguntaba por qué mammy se había molestado siquiera en tener una hija. Laila opinaba que no debería permitirse a la gente tener más hijos si habían volcado ya todo su amor en los anteriores. No era justo. Presa de un ataque de rabia, se refugió en su habitación y se tiró sobre la cama.

Cuando se le pasó, cruzó el pasillo y llamó a la puerta de mammy. Cuando era pequeña, se pasaba horas sentada junto a esa puerta. Daba golpecitos en ella y repetía una y otra vez, como un mágico conjuro destinado a romper un encantamiento: «Mammy, mammy, mammy…» Pero mammy nunca abría la puerta. Laila la abrió ahora. Hizo girar el pomo y entró en la habitación de su madre.

A veces, mammy tenía días buenos. Se levantaba con el ánimo alegre y los ojos brillantes. El labio inferior, siempre caído, se levantaba al fin en una sonrisa. Se bañaba. Se ponía ropa limpia y rímel en los ojos. Dejaba que Laila le cepillara el cabello, cosa que a la niña le encantaba, y se ponía pendientes. Luego iban juntas de compras al bazar Mandaii. Laila la convencía para jugar a Serpientes y Escaleras y comían trozos de chocolate negro, uno de los pocos gustos que compartían. La parte que prefería Laila de los días buenos de mammy era cuando babi volvía a casa, y entonces ellas levantaban la vista del juego y le sonreían con los dientes manchados de chocolate. Soplaba entonces un aire de satisfacción en el ambiente, y Laila tenía una percepción fugaz del amor, del cariño que en otro tiempo había unido a sus padres, cuando la casa estaba llena y era ruidosa y alegre.

A veces, en sus días buenos, mammy hacía repostería e invitaba a las vecinas a tomar el té con pastas. Laila dejaba los cuencos limpios a lametazos, mientras mammy ponía la mesa con tazas, servilletas y la vajilla buena. Después, Laila ocupaba su sitio en la mesa de la sala y trataba de intervenir en la conversación, mientras las mujeres charlaban bulliciosamente y bebían té y felicitaban a mammy por sus pastas. Aunque ella nunca tenía gran cosa que decir, a Laila le gustaba escuchar, porque en esas reuniones disfrutaba de un placer muy escaso: oía a su madre hablando con afecto de babi.

– Qué gran profesor era -decía-. Sus alumnos lo adoraban. Y no sólo porque no les pegaba con la regla, como hacían otros. Lo respetaban porque él los respetaba a ellos. Era maravilloso.

A mammy le encantaba contar la historia de cómo se le había declarado.

– Yo tenía dieciséis años y él diecinueve. Vivíamos puerta con puerta en Panyshir. ¡Oh, yo estaba loca por él, hamshiras! Trepaba por la tapia que separaba nuestras casas para jugar con él en el huerto de árboles frutales de su padre. A Hakim le daba miedo que nos pillaran y mi padre le pegara. «Tu padre me va a dar de bofetadas», decía siempre. Era muy prudente, muy serio, incluso de niño. Y un día fui y le dije: «Primo, ¿qué piensas hacer? ¿Vas a pedir mi mano o al final me convertirás en tu jastegari?» Se lo dije tal cual. ¡Deberíais haber visto la cara que puso!

Mammy juntaba entonces las manos y las mujeres y Laila se echaban a reír.

Escuchándola contar aquellas historias, Laila comprendía que en otra época su madre siempre había hablado así sobre babi. Una época en la que sus padres no dormían en habitaciones separadas. Y Laila deseaba haber podido vivirla con ellos.

Inevitablemente, la historia de su madre sobre la declaración conducía a conversaciones de casamenteras. Cuando Afganistán expulsara a los soviéticos y los hermanos de Laila regresaran a casa, necesitarían esposas, de modo que las mujeres revisaban una por una a todas las chicas del vecindario que podían convenir a Ahmad y a Nur. Laila siempre se sentía excluida cuando empezaban a hablar de sus hermanos, como si las mujeres comentaran una preciosa película que tan sólo ella no había visto. Tenía dos años de edad cuando Ahmad y Nur habían partido en dirección a Panyshir para incorporarse a las fuerzas del comandante Ahmad Sha Massud. Laila apenas los recordaba. Un reluciente colgante con el nombre de Alá que llevaba Ahmad. Y unos pelos negros en la oreja de Nur. Eso era todo.

– ¿Qué os parece Azita?

– ¿La hija del fabricante de alfombras? -dijo mammy, dándose una palmada en la cara con fingida indignación-. ¡Si tiene más bigote que Hakim!

– También está Anahita. Dicen que es la primera de su clase en Zarguna.

– ¿Le habéis visto los dientes? Son como lápidas. Esa chica esconde una tumba detrás de los labios.

– ¿Y las hermanas Wahidi?

– ¿Esas enanas? No, no, no. Oh, no. Ésas no son para mis hijos. No son para mis sultanes. Ellos se merecen algo mejor.

Mientras proseguía la cháchara, Laila dejaba vagar sus pensamientos y, como siempre, acababan en Tariq.

***

Mammy había echado las cortinas amarillentas. En la oscuridad, varios olores cohabitaban en la estancia: a sueño, a ropa de cama usada, a sudor, a calcetines sucios, a perfume y a restos del qurma de la noche anterior. Y Laila incluso tropezó con prendas de ropa desparramadas por el suelo.