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Cuando él levantó de nuevo la cabeza, Laila vio que tenía las mejillas y la frente quemadas por el sol.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó.

– Mi tío estaba enfermo. Ven, entra.

La condujo por el pasillo hasta la habitación de la familia. A Laila le gustaba todo lo de aquella casa. Le gustaba la vieja alfombra raída dala sala de estar, la colcha de retales que cubría el sofá, el revoltijo de arreos que formaban parte de la vida diaria de Tariq: los rollos de tela de su madre, sus agujas de coser clavadas en carretes de hilo, las revistas atrasadas, el estuche del acordeón en el rincón esperando a ser abierto.

– ¿Quién es? -Era la madre de Tariq, que preguntaba desde la cocina.

– Laila -respondió él.

Acercó una silla a Laila. La habitación familiar tenía mucha luz y una ventana doble que daba al patio. En el alféizar había tarros vacíos en los que la madre de Tariq guardaba la berenjena en vinagre y la mermelada de zanahoria que preparaba ella misma.

– Te refieres a nuestra arus, nuestra nuera -anunció su padre, entrando en la habitación. Era carpintero, un hombre enjuto de pelo blanco, de sesenta y pocos años. Le faltaban algunos dientes de delante, y tenía los ojos llenos de arrugas y un poco achinados de las personas que pasan la mayor parte de su vida al aire libre. Abrió los brazos y Laila, al echarse en ellos, inspiró el agradable y familiar olor del serrín. Se besaron en las mejillas tres veces.

– Tú sigue llamándola así y dejará de venir a esta casa -advirtió su mujer al pasar por su lado. Llevaba una bandeja con un cuenco grande, un cucharón y cuatro escudillas. Depositó la bandeja sobre la mesa-. No hagas caso a este viejo. -Le cogió la cara entre las manos-. Me alegro de verte, cariño. Ven, siéntate. He traído fruta en remojo.

La mesa era grande y estaba hecha de una madera ligera y sin pulir. La había fabricado el padre de Tariq, igual que las sillas. Estaba cubierta por un mantel de vinilo verde con pequeñas lunas y estrellas magenta. Había una pared llena de fotografías de Tariq a distintas edades. En las más antiguas tenía las dos piernas.

– Me ha dicho Tariq que su hermano está enfermo -comentó Laila al padre de su amigo, hundiendo la cuchara en su cuenco de uvas, pistachos y albaricoques en remojo.

– Sí -dijo él mientras encendía un cigarrillo-, pero ahora ya está bien, shokr e Joda, gracias a Dios.

– Tuvo un ataque al corazón, el segundo -intervino la madre, lanzando a su marido una mirada reprobatoria.

Él lanzó una bocanada de humo mientras guiñaba un ojo a Laila, y ella volvió a pensar, como en tantas otras ocasiones, que los padres de Tariq podían pasar fácilmente por sus abuelos, ya que el niño había nacido cuando su madre pasaba ya de los cuarenta.

– ¿Cómo está tu padre, cariño? -preguntó la madre, mirándola por encima de su cuenco.

Desde que Laila la conocía, la madre de Tariq siempre había llevado peluca. Una peluca que se estaba volviendo de un apagado color violáceo con los años. Ese día la llevaba inclinada sobre la frente y Laila veía asomar el pelo gris de las patillas. Algunos días la llevaba mucho más arriba. Sin embargo, nunca le había parecido que tuviera un aspecto ridículo. Lo que veía era el rostro sereno y seguro de sí mismo que había bajo la peluca, con sus ojos inteligentes y sus modales agradables y temperados.

– Está bien -contestó-. Sigue en Silo, por supuesto. Está bien.

– ¿Y tu madre?

– Tiene días buenos. Y otros malos. Lo de siempre.

– Sí -convino la madre de Tariq pensativamente, dejando la cuchara en el recipiente-. Debe de ser muy duro, terriblemente duro para una madre, verse separada de sus hijos.

– ¿Te quedas a comer? -preguntó Tariq.

– Tienes que quedarte -dijo la madre-. Habrá shorwa.

– No quiero ser una mozahem.

– ¿Molestia tú? -dijo la madre-. ¿Estamos sólo un par de semanas fuera y te vuelves tan formal con nosotros?

– De acuerdo, me quedaré -accedió Laila sonriente, ruborizándose.

– Decidido, entonces.

Lo cierto era que a Laila le gustaba tanto comer en casa de Tariq como le desagradaba ir a la suya. En casa de Tariq nadie comía solo, siempre se hacía en familia. A Laila le gustaban los vasos de plástico violeta que usaban y el gajo de limón que siempre flotaba en la jarra de agua. Le gustaba que todas las comidas empezaran con un cuenco de yogur fresco y que le echaran zumo de naranjas amargas a todo, incluso al yogur, y que se lanzaran pullas inofensivas unos a otros.

Durante las comidas la conversación siempre era fluida. A pesar de que Tariq y sus padres eran de la etnia pastún, hablaban en farsi cuando Laila estaba con ellos, aunque ella entendía bastante bien el pastún, ya que lo había aprendido en el colegio. Babi decía que había tensiones entre su gente, los tayikos, que eran una minoría, y la gente de Tariq, los pastunes, que eran el grupo étnico más numeroso de Afganistán.

– Los tayikos siempre se han sentido despreciados -le había explicado babi-. Los reyes pastunes han gobernado este país durante cerca de doscientos cincuenta años, Laila, y los tayikos sólo durante nueve meses en mil novecientos veintinueve.

– ¿Y tú? -había preguntado Laila-. ¿Te sientes despreciado, bab?

Él se había limpiado las gafas con el borde de la camisa antes de contestar.

– Para mí, todo eso de yo soy tayiko y tú eres pastún y él es hazara y ella es uzbeka no son más que tonterías, y muy peligrosas, por cierto. Todos somos afganos, y eso es lo que debería importarnos. Pero cuando un grupo gobierna a los demás durante tanto tiempo… Hay desprecio, rivalidades. Las hay ahora. Siempre las ha habido.

Tal vez fuera así. Pero Laila nunca tenía esa impresión cuando estaba en casa de Tariq, donde tales cuestiones no se planteaban. Los ratos que pasaba con la familia de Tariq siempre le parecían naturales, fáciles, y nunca surgía complicación alguna por culpa de las diferencias tribales o idiomáticas, ni por los rencores y resentimientos que contaminaban el aire en su hogar.

– ¿Te apetece jugar a las cartas? -preguntó Tariq.

– Sí, id arriba -sugirió su madre, dando manotazos para disipar la nube de humo de su marido con aire de desaprobación-. Yo prepararé el shorwa.

Los dos niños se tumbaron en el suelo del dormitorio de Tariq y se pusieron a jugar al panypar. Tariq le contó su viaje, balanceando el pie. Habló de los jóvenes melocotoneros que había ayudado a plantar a su tío y de una culebra que había atrapado en el jardín.

Aquélla era la habitación donde ambos hacían los deberes, donde construían torres de naipes y dibujaban caricaturas el uno del otro. Si llovía, se apoyaban en el alféizar de la ventana y bebían Fanta de naranja caliente, mientras contemplaban los goterones de lluvia que se deslizaban por el cristal.

– Vale, me sé una adivinanza -dijo Laila, cambiando de postura-. ¿Qué da la vuelta al mundo, pero siempre se queda en un rincón?

– Espera. -Tariq se incorporó y se quitó la pierna ortopédica, la izquierda. Hizo una mueca de dolor y se tumbó de lado, apoyándose en el codo-. Pásame ese cojín. -Se colocó el almohadón bajo la pierna-. Así está mejor.

Laila recordó la primera vez que Tariq le había mostrado su muñón. Entonces ella tenía seis años. Con un dedo había apretado la piel lisa y reluciente del muñón, justo por debajo de la rodilla izquierda. El dedo había detectado pequeños bultos duros aquí y allá, y Tariq le había explicado que eran espolones de hueso que a veces crecían tras una amputación. Ella le había preguntado si le dolía, y él le había explicado que al final del día en ocasiones se le hinchaba y no encajaba bien en la prótesis, como un dedo en un dedal. «También me escuece, sobre todo cuando hace calor. Entonces me salen sarpullidos y ampollas, pero mi madre tiene cremas para aliviarme. No hay para tanto.» Laila se había echado a llorar. «¿Por qué lloras? -protestó Tariq, que había vuelto a ponerse la pierna ortopédica-. ¡Eres tú quien me ha pedido verlo, giryanok, llorona! Si hubiera sabido que te ibas a poner a berrear, no te lo habría enseñado», había acabado diciendo.